Ella era una dama de poncho rojo, similar a la descripción de la cantante Chavela Vargas en El bulevar de los sueños rotos, de Joaquín Sabina. Me la topé mientras la señora caminaba y silbaba solitaria por la acera del centro comercial Omni. Se trataba de una adulta mayor, quien vestía precisamente así, de negro, rojo y sandalias. De su brazo izquierdo colgaba una canasta y, con su dulce melodía, la despreocupada mujer parecía matizar mi mañana sin prisa del jueves pasado.
De pronto, caí en la cuenta de que podía ser el personaje de alguna película; que quizás se había desprendido accidentalmente del filme, máxime que el vetusto Cine Variedades (futura Cinemateca Nacional) queda a la vuelta de esa esquina, en el centro de San José.
La señora pasó a mi lado. Escuché con atención su tonada, sin que al silbar se desdibujara el semblante de la enigmática dama. ¡Qué bien silba esta señora!, reflexioné. Y opté por seguir sus pasos a lo largo de unos 25 metros. Luego, con tal de no alterar su alegre rutina, retomé el rumbo hacia mi trabajo, en el Centro de Cine. Sin embargo, cerca del Templo de la Música, en el parque Morazán, cavilando y sin asimilar aún la extraña y estimulante escena, reparé en un curioso detalle: Aquí nadie ha vuelto a silbar, como antes.
Era una linda costumbre. Mi padre silbaba —con buen oído, volumen, vibrato y todo—, las melodías de Frank Sinatra y de Dean Martin, el cantante preferido de mi mamá. Mientras nos alistaba para la escuela y nos peinaba de copete, mi papá silbaba su repertorio con piezas de Julio Jaramillo, Agustín Lara, Olimpo Cárdenas…
¿Por qué hemos dejado de silbar por las calles? ¿Será porque, quizás, ahora somos un pueblo triste, más desarrollado pero menos solidario que en los viejos tiempos, cuando la mayoría se las arreglaba con lo indispensable y se valoraban mejor las cosas sencillas?
La vida es silbar es el título de una linda película de Fernando Pérez, legendario cineasta cubano. Pero, ¡caray! ¿Qué tiene que ver el contenido de esta columna con el deporte?, se preguntarán mis colegas de La Nación y, especialmente, las irascibles plumas anónimas en las redes sociales. Pues, confieso que nada tiene que ver, en realidad. No obstante, que la doña silbaba bonito, ¡silbaba bonito!