A Dixiana Mena hay que darle la medalla de oro como heroína entre todas las madres.
Porque hoy todos viajamos en la carroza triunfal que le hicimos a su hija, a partir del momento en que subió al podio de las ganadoras. Pero Dixiana empezó a gestar este sueño seguramente desde que Andrea apenas gateaba.
Hoy es fácil que yo escriba esto, que los patrocinadores llamen a su puerta, que el país la declare hija predilecta, o hasta que el Presidente llore con ella. Pero su madre no se conformó con darle vida, llevarla en brazos durante sus primeros meses y enseñarle el camino a la escuela. Dixiana moldeó con sus manos a esa campeona de cuyo éxito hoy todos queremos ser parte.
La historia es fantástica, casi de realismo mágico. No se trata simplemente de una madre que entrena a sus hijos en disciplinas diferentes del atletismo y con una increíble dosis de auto didacta.
Eso es grandioso. Pero lo extraordinario es que pudiera saltar sobre el estereotipo de madre tradicional, con tanto éxito como su hija ha saltado sobre las vallas.
A ninguna mamá le gusta ver a su hija con dolores, sufriendo, madrugando, castigada por las lesiones, frustrada por las metas sin conseguir. Pero ésta hizo crecer su amor más allá de esos límites normales que alguna, o muchas veces, nos han paralizado a todos los que tenemos hijos.
Hay que querer muchísimo a unos niños para imponerles la disciplina del frío de la madrugada, el dolor del último esfuerzo y la rigidez tiránica del cronómetro, en cada jornada de entrenamiento, sabiendo -como de seguro siempre lo supo- que el fruto inevitable de aquel sacrificio sería tener unos campeones con su apellido.
Las luces, la medalla, las fotos, se las lleva Andrea. Pero sin esa mamá abnegada, que ama a sus hijos más allá de su propio dolor, nada existiría en esta historia a la que nos asomamos con ojos incrédulos.
Lo de ellas parece una lucha contra lo imposible. Engendró tres hijos pero esculpió tres atletas, con un tesón de madre guerrera, una especie de Úrsula Iguarán, la matrona de Cien Años de Soledad, que fue capaz de crear toda una estirpe en medio de la guerra. Y cuando parece que llegaría el tiempo de cosecha, su Andrea se va a Estados Unidos, por trabajo del esposo, y aun así no se resigna a claudicar. Ahora será su entrenadora por videos.
Esta medalla que cuelga en el pecho de Andrea tiene impresa la cara, el alma y el corazón de su madre.