A la tierra, el fuego, el agua y el aire, los cuatro elementos que conforman nuestro planeta, Aristóteles agregó un quinto que definió como el éter, un fluido sutil que llena el cielo y sostiene todo cuanto vuela, como el balón de fútbol, ese atávico objeto cuya redondez perfecta invoca el fervor lúdico de multitudes.
Si usted impulsa una pelota en el césped o en cualquier superficie, percibe la sensación de libertad que inspira. Es pasión e identidad.
Quizás por tales motivos, los ojos de Alex, un chico de ocho años, se abrieron desmesurados al recibir un balón blanquiazul que le obsequió Rodolfo Freer Campos, directivo del Club Sport Cartaginés, la divisa con la que este niño se identifica per se, pues no ha vivido en Cartago ni ha tenido relación familiar o afectiva que justifique por, tradición o influencia, su fidelidad con el emblema brumoso.
Al recibir el preciado tesoro, la emoción y el asombro perfilaron el semblante del chiquillo, sobre todo cuando identificó, en la simétrica geografía de los gajos blancos, los autógrafos en puño y letra de sus ídolos del Cartaginés: Paolo, Crespo, Clunie, Danny, Castillo, Johnson, el Chiqui…
Alex vive intensamente los partidos del equipo, celebra las victorias y sufre con las derrotas.
Sin embargo, optimista a prueba de balas, la desazón por un traspié futbolístico no va más allá del minuto final.
Después del pitazo largo, en el estadio o a través de la televisión, el mundo de Alex continúa como siempre, feliz, despreocupado y, además, inmune a la chota –a veces cercana al bullying – que sufre en el variopinto entorno morado y/o rojinegro, característicos del microcosmos de cualquier familia o barrio en este país.
Con muy pocos cetros en las vitrinas, la filiación azul es, en cierto modo, un fenómeno inexplicable, un pacto de sangre similar al que identifica a los colchoneros del Atlético de Madrid, a la feligresía de los Cachorros de Chicago y, claro está, a la legión centenaria de la Vieja Metrópoli.
Tierra, fuego, agua y aire. No existe el vacío. El éter que agregó Aristóteles es el quinto elemento que impulsa lo que vuela, como el balón de sueños e ilusiones de Alex, un niño como tantos, que ama al Cartaginés.