Quienes creen que se le puede torcer el brazo a la muerte, podrían pensar que Juan Ulloa estaría vivo hoy, de no haber asistido el sábado al Morera Soto. ¡Es posible! La emoción de aquella noche fue mucho para el corazón débil del ídolo rojinegro.
Pero, aunque hubiese podido saber el desenlace de esa noche de luna llena, estoy seguro de que Juan Ulloa habría escogido acudir a la cita.
Una paradoja: a su cita con la muerte. Porque más dulce muerte nadie podría pretender: arropado por los aplausos en un escenario donde vivió los momentos más felices de su existencia terrena.
Ese calor humano que lo arropó en medio de la fría ventisca veraniega, seguramente lo indujo a un viaje placentero por el túnel de su tiempo de futbolista. Recordaría sus goles, la gira mundial, el tanto contra El Madrid con el uniforme morado, su estancia en el Sevilla, su paso por México, Venezuela y Guatemala, sus amoríos pasajeros con San Carlos, Puntarenas, el Uruguay, Orión y Carmelita.
Gustoso se habría entregado a la Parca a cambio de aquel homenaje en su última noche. La del reconcilio con el club de sus amores, luego de una ausencia motivada por esos desencuentros que suelen distanciar a los amantes.
Ese gesto cansado de su mano derecha fue a la vez un saludo a la grada y un adiós a la vida. Un abrazo al pasado y otro al Dios que bendijo su carrera y al que solía agradecer cada domingo.
Aun teniendo una visión de su última noche, El Loco, habría acudido a la cita para festejar su vida y entregarse a una muerte honrosa y placentera.
Sabiéndola invencible, igual iría por el regalo postrero de su historia terrena, al reencuentro con el lugar donde mejor gozó sus días.
Más que lamentar su partida, hay que envidiar esa oportunidad de última hora para despedirse del fútbol. En lugar de esperar a la muerte postrado, con la vida conectada a una manguera, sin el recuerdo de aquellas cosas por las que amó su existencia, Juan Ulloa regresó a su viejo amor, se abrazó con su pasión, transpiró la camisa de sus mejores tiempos y tuvo entre sus manos a la entrañable y redonda amiga con las que hizo el viaje feliz por este mundo.
Fue entonces cuando, pletórico, permitió que su corazón se apagara, sin drama, sin dolor, con la bufanda manuda como abrazo final. Seguro estoy de que no habría cambiado esas últimas horas por unos días, semanas, meses o hasta años de vida, desprovistos de ese bendito momento en que el fútbol le dio las gracias.