Odiamos a Jonathan Bornstein, a Landon Donovan y al árbitro que estiró cinco minutos aquel duelo del 14 de octubre del 2009. El gol, a 28 segundos del final, nos mandó al repechaje y nos sacó de Sudáfrica 2010.
Supimos entonces que un segundo nos puede arrancar el alma y dejar una huella de años. El sábado anterior nos dimos cuenta que ese mismo segundo es capaz de inyectarnos una sobredosis de alegría, de dibujar un trazo en la historia de nuestros momentos memorables. Nueve años nos llevó limpiarnos el fantasma del minuto 95.
A Benito Archundia, árbitro mexicano, lo declaramos un hijo de su madre aquella noche de horror, cuando el gol gringo le cedió el boleto a Honduras y nos envió al infierno del repechaje contra Uruguay. Los cinco minutos de compensación resultaron los más infames de nuestra vida futbolera, eternos, injustos, malditos. El gol que más han gritado los catrachos.
Hace cuatro días, otro mexicano, César Ramos, le dio vuelta a la tortilla de la historia. Esta vez, los 360 segundos de alargue no fueron un robo, un regalo ordenado por FIFA, una complicidad arbitral para favorecer al equipo de casa. Esta vez fue un obsequio divino, un premio para hacerle justicia al otrora desterrado Waston. Un castigo para los “actorazos” hondureños, un ajuste de cuentas con el viejo fantasma de octubre del 2009.
Después de ambos episodios, puedo entender esa escena del minuto 95 vivida en el diario Diez hondureño. Todos presagiando lo peor cuando Bryan Ruiz escapa a sus celadores y busca el centro. La chica que llora el gol antes de que Waston cabecee, como lloramos todos, aquel segundo previo, cuando Bornstein se suspendió en el aire y nos derribó del avión a Sudáfrica.
Nunca como el sábado, entendí lo humano que es el fútbol. Jamás había interpretado una lágrima futbolera ajena con tanta compasión. Feliz por el triunfo de mi país, pero acechado por las memorias de aquella noche en que los gringos nos robaron el alma, como lo hicieron con los panameños en la fecha final de la eliminatoria a Brasil.
A estas alturas, no se qué pasó anoche. Tal vez clavamos una estaca en el corazón panameño y lo privamos de su primer mundial. Quizás le retornamos a Honduras lo que la cabeza de Waston arrebató el sábado. A lo mejor Trinidad nos vengó a todos y sepultó el sueño americano de Bruce Arena y su legión.
Lo que haya pasado provocó llanto y festejo, dolor y éxtasis. El fútbol se encargó anoche –como tantas veces– de vestir a alguien con la número 10 de verdugo estelar, mientras que a otra nación entera la perseguirá por una eternidad el fantasma futbolero de este octubre del 2017.