Saprissa venció, pero no convenció. Ganó gracias a un formato de competencia absurdo y posibilitador de injusticias. El mejor equipo del torneo, el más regular, el único que practicó el jogo bonito, el que obtuvo el mejor puntaje, el que dio espectáculo y marcó la pauta de toda la fase clasificatoria fue la Liga. Merecían ser campeones mil veces. Saprissa jugó un menos que mediocre campeonato, logró apenas 29 puntos (21 por debajo de los 50 de la Liga), se tragó goleadas de 5-0, nunca pudo resolver sus problemas defensivos (es un mal que arrastran desde la salida de Adolfo Machado, que se había constituido en líder de la zaga), padeció demasiadas vejaciones con Centeno, llegó a estar en el décimo lugar de la tabla, apenas quedó con un golaveraje de 15 tantos a favor, contra 55 de la Liga, y a Wright le tomó mucho tiempo sacar al equipo del coma profundo en que lo tenía Paté, y ponerlo a jugar Allegro con fuoco.
Se coló de polizón en el barco de la fase final al último minuto y colgado de la baranda. Luego encontró un poquito de equilibrio entre sus líneas, e hizo prevalecer su crestería de campeón. Eso es precisamente un monarca: un equipo que no necesita jugar bien para ganar. Colosos como Brasil, Alemania o Italia han ganado campeonatos sin jugar excelsamente. Los grandes cuadros pueden darse ese lujo: tienen tantas reservas de talento y tal vocación de campeones, que pueden triunfar hasta jugando mal.
Pero no nos engañemos: por años luz, la Liga fue el mejor equipo, y merecía el cetro infinitamente más que nosotros. El único formato competitivo que honra el principio de justicia es el sistema de liga. Y sí: puede suceder que el Real Madrid gane el campeonato diez fechas antes de terminar la justa. Esto no será bueno para las recaudaciones y le restará suspenso a la fase final, pero honraría el principio de justicia. ¿Qué queremos: un campeonato justo, o un campeonato prostituido y rentable? Debemos decidir.
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