Con agua de lluvia, los tres hermanos Miller se limpiaban el barro y el sudor debajo de una tapia.
Jorge de ocho, Leslie de siete y Roy de seis, te metés con uno y te metés con los tres, esa era y es la máxima regla de los orgullosos retoños de doña Marjorie.
Papá vivía en Estados Unidos buscando triunfar en la salsa y mamá llegaba todos los días a las 9 p. m., molida tras la jornada de empleada doméstica, lo hacía para poder terminar de pagar la casa.
No fue fácil levantar a tres varones; sin embargo, Marjorie se las ingenió para hacer maravillas en los cumpleaños y navidades, a veces una visita al Parque de la Paz, tres cartones para deslizar y un helado de palito eran más que suficiente.
Los tres hermanos comprendieron desde niños que la vida les había hecho un amague y ellos le respondieron con una plancheta.
Carácter y corazón forjados en el planché de la urbanización Santa Bárbara, sobre el cemento Roy se ganó el apodo de “Melford”, por sus piernas largas y remate similar al del Pelícano.
“Todos querían ir con el equipo de Roy, porque él nunca perdía, era muy técnico y rápido desde niño, él no hizo liga menor en Saprissa o en Alajuela como otros, él se hizo en la calle”, recuerda con orgullo, el mejor amigo de infancia del zaguero, Wilsere Barquero.
Los que crecieron junto al zaguero lo describen como un tipo serio y orgulloso. Alguien que decía solo lo necesario, tampoco se guardaba nada.
“La primera impresión que uno se puede dejar de Roy es que es serio o tímido, sincero y detallista, él no busca, a él lo buscan”, explicó la esposa del futbolista, Laura Valverde.
Desde joven desarrolló una fortaleza superior al resto de sus compañeros, él evitaba los enfrentamientos, pero, quizá por su forma de ser, los pleitos le llegaban.
En los manotazos Roy nunca perdía o por lo menos nadie se acuerda de haberlo visto con la cara moreteada.
Fue precisamente por ese orgullo que empezó a trabajar en las plantaciones de café.
“No éramos de mucha plata y él quería ganarse las cosas solo para tener algo de dinero, siempre le daba la mitad de lo que se ganaba a la mamá, bueno, la verdad aún lo hace”, recuerda el hermano mayor de Roy, Jorge.
En esos partidos de barrio, el entrenador, Olman Rojas, tomó interés en los hermanos Miller.
Rojas les dio la oportunidad de jugar en el club Juventud Olímpica, incluso le regaló a cada uno un par de tacos y les facilitaba los pasajes del autobús.
Las travesuras de Roy. A doña Marjorie la llamaban mucho de la escuela Castro Madriz, generalmente era para sacar al menor de sus hijos de algún problema.
Una vez, en la guardería Roble Alto, un compañero le faltó el respeto a Leslie. Indignados y con la premisa “si es con uno es con todos”, Roy y Jorge tomaron al niño de los brazos y Leslie le tumbó los dientes del frente. A los tres casi los expulsan.
“Nosotros cuando recogíamos café, íbamos con un montón de otros niños y nosotros les escondíamos el almuerzo o cosas así”, recordaba Jorge entre risas.
“Una vez en la clase de taller industrial, agarramos el bulto de un compañero medio agazapado y le metimos un montón de pintura para que le pesara más, el problema fue que pusimos el bulto en el pupitre de Roy y él lo agarró a patadas y todos los cuadernos se llenaron de pintura, se sintió muy apenado después”, recordó Wilsere.
La causa de todos. Entre los 14 y los 15, la vida de Roy se dividía entre las mejengas de la tarde, el Play Station y las flores de un día.
No sabía exactamente hacia dónde se dirigía o qué hacer por la vida, algo inherente en los adolescentes, incluso consideró en colgar los tacos, para dedicarse de lleno al estudio.
Fue hasta que un compañero, al que le apodaban Banano, le dijo que lo acompañara a hacer una prueba en la Selección Sub-15.
Sin mucha fe, Roy fue y se quedó en la Sele , enderezó su vida y encontró el norte en el equipo de todos.
Tras su éxito en el fútbol noruego, el retoño de los Miller no se olvidó de dónde vino, de los cartones y los helados en el Parque de la Paz. De hecho, su primer salario lo invirtió en terminar de pagarle la casa a doña Marjorie, su mamá.