Adiós al Más Grande: Alí fue un titán hasta el final.
Era 1980 y Mohammed Alí no tenía que estar en el cuadrilátero contra un Larry Holmes más joven y fuerte, sin importar que su séquito le dijese que se veía fabuloso en las prácticas.
Y sí se veía bien. Había bajado casi 18 kilos para quedar en una condición remotamente parecida a la de sus mejores días. Con 38 años, también se había dejado crecer un bigote para lucirlo en la gira promocional.
“Soy Dark Gable”, decía Alí, en un juego lingüístico con la palabra oscuro (dark) en inglés y el nombre del galán de cine Clark Gable. Y los periodistas apenas podían contener la alegría por tener nuevamente de frente al gran Alí.
El Más Grande, como él mismo se bautizó, exhaló el viernes a los 74 años, en Phoenix, Arizona, por problemas respiratorios. Su funeral será el próximo viernes en su natal Louisville.
Cuando Alí hablaba, todos prestábamos atención. No podíamos darnos el lujo de no escucharlo, incluso cuando su grandeza ya había perdido algo de lustro y las palabras que alguna vez conquistaron a toda una generación ya no salían con la misma agilidad de su boca.
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Sin duda podría vencer a Holmes, pensamos todos. Después de todo, se trataba del mismo hombre que propinó una paliza al temible Sonny Liston, noqueó al intimidante George Foreman en África y ganó una batalla casi mortal contra Joe Frazier en Filipinas.
Pero había un oponente que Alí no podía vencer, y ese era el padre tiempo. Apenas y alcanzó a conectar algún golpe a Holmes, y recibió semejante paliza que Holmes pidió varias veces al árbitro que detuviera el combate para no ocasionar un daño grave a su ídolo. La pelea finalmente fue detenida después de 10 asaltos, con Alí sentado en el banquillo y sin resistirse.
Esa misma noche, Holmes visitó a Alí en su hotel. En una habitación con las luces tenues, se inclinó y besó a Alí en la mejilla y le dijo que lo amaba.
“¿Entonces por qué me diste una paliza?”, respondió Alí.
No hubo muchas noches malas para Alí en una carrera profesional que abarcó la mayoría de dos décadas. De todas formas, los golpes que recibió sobre el cuadrilátero –en algún momento calculó que fueron unos 29.000 a la cabeza– pronto lo condenarían a vivir el resto de su vida con los efectos debilitantes del Parkinson.
Era inconcebible, entonces, que este hombre, de un físico extraordinario y una mente vivaz, pasaría sus últimos años encorvado y tembloroso, sin poder realizar tareas básicas como amarrarse los zapatos o cepillarse los dientes.
Incluso más inconcebible era que la voz que se escuchó en cada rincón del planeta sería silenciada casi por completo en las últimas décadas de su vida.
Lo que decía sobre sus oponentes no era lo único memorable, aunque lo era. O sea, ¿a quién se le hubiese ocurrido esta frase antes de pelear contra Liston por el título del peso completo en 1964, en el combate más importante de su corta carrera?
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“El público jamás se imaginó cuando realizó sus apuestas que verían un eclipse total del Sonny”, dijo Alí, en otro juego con la palabra sol (sun) en inglés y el nombre de Liston.
“No tengo ningún problema con el Viet Cong”, dijo en 1966 al negarse a ser reclutado al ejército para la guerra de Vietnam, citando motivos religiosos.
Esa decisión le costó a Alí tres años y medio de una carrera que estaba en su momento cumbre. Cuando regresó era un peleador diferente y, aunque todavía era bueno, perdió algo durante esa inactividad que nunca recuperó.
La primera vez que lo vi en persona fue en 1972, mientras se entrenaba en el Hotel Stardust de Las Vegas para una pelea contra Jerry Quarry.
Ese día no conseguí un autógrafo de Alí, aunque la mayoría de los otros presentes sí lo hicieron. Alí firmaba de todo para todos, asegurándose de dedicar tiempo a los niños presentes.
Después entablé una amistad con el encargado de sus negocios Gene Kilroy, quien contaba historias como una vez Alí estaba concentrado en Deer Lake, Pennsylvania, para la pelea contra Foreman, y un padre trajo a su hijo pequeño que sufría de leucemia.
Unas semanas después, el padre llamó a Kilroy para decir que el niño estaba a punto de morir, y Ali abandonó inmediatamente el entrenamiento para ir a verlo. Alí dijo al niño que vencería a Foreman y que el pequeño derrotaría a la leucemia. “No”, respondió el niño, “yo voy a encontrarme con Dios, y le diré que te conocí a ti”.
Para muchos era difícil pensar que ese Alí era el mismo que humillaba a Frazier, llamándolo gorila antes de su combate “Thrilla in Manila” de 1975. Alí podía ser despiadado para promocionar sus peleas, aunque nunca guardaba rencores.
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Si bien fue amado por todos en las últimas décadas de su vida, Alí era detestado por muchos en sus mejores años, especialmente después que se convirtió al islam y se negó a ser reclutado.
Esas ideas más polémicas fueron quedando en el olvido con el paso del tiempo, y a medida que aumentaban sus problemas de salud. Al final, Alí se convirtió en una figura adorada por todos.
Yo estuve en el estadio en 1996 en Atlanta cuando Ali encendió el pebetero olímpico. Su brazo izquierdo temblaba incontrolablemente cuando recibió la llama. Alrededor mío, vi a mucha gente llorando. Yo apenas pude contener las lágrimas.
La última vez que vi a Alí fue una mañana en febrero de 2012 en el vestíbulo del hotel MGM Grand. Unas cuantas nietas y bisnietos lo rodeaban. Entonces, Alí dio una vuelta lenta, temblorosa, por el ring, levantando el brazo derecho para saludar al público.
Todavía era El Más Grande.