El tirador coge el balón y lo coloca en el punto blanco.
El arquero se frota los guantes y da pequeños saltos. Luego reafirma sus pies, convenientemente abiertos sobre la raya. Se inclina, aguza la vista y extiende los brazos, como si quisiera arañar uno y otro poste con la punta de los dedos. Balance, nervio, balance.
El tirador esquiva la mirada del guardameta. Con las manos en la cintura, mira al piso en segundos de tensa espera. Con disimulo, observa. Y decide la esquina.
Entretanto, los reflejos intactos, la furia contenida, cada fibra en voz de alerta. ¡El arquero!
Son el cazador y la fiera. El fusil en las manos, el dedo sobre el gatillo. La fiera dispuesta a pelear o morir. Un instante crucial en la burbuja del miedo que los envuelve a los dos.
El pitazo es un grito insolente en el silencio de la ejecución.
Retrocede, se impulsa, arranca. Dos, tres pasos. La víctima logra intuir la dirección del disparo. ¡Fuego! ¡Lo sabía! Hacia el palo de mano izquierda. "¡Vooooooyyy!"
Ssslap , un leve sonido hiere el tímpano. Es la pelota que se enreda en la red.
Con las garras crispadas, desde el suelo, un animal derrotado ve de reojo el proyectil que yace en el fondo de su reducto, ajeno y distante del frenesí enloquecido del cazador, que corre con los brazos abiertos, de cara a la multitud.