Luis Fernando Suárez está por encima del bien y del mal. Al menos así lo cree él o se lo han hecho saber quienes lo mantienen en el puesto, con o sin motivo de una cláusula de rescisión.
La Selección juega mal, o no juega a nada -sería más correcto decir- porque el futbol tico arrastra y cultiva males anteriores a su llegada. Esa parece ser su posición, a la hora de responder a las críticas que lo ponen en el centro de la tormenta, de la que una y otra vez insiste en salirse.
“Si Costa Rica no se despabila, se va a quedar rezagada”. “No creo que la solución sea simplemente despedir al entrenador. Costa Rica merece más”, son algunas de sus últimas respuestas para intentar sacudirse de la responsabilidad por los resultados catastróficos.
Tiene razón el señor. El futbol local es paupérrimo, en el que los dirigentes bufonean porque aciertan al quitar a dos técnicos en tres meses para, con el tercero, ganar un título hijo de la suerte y de la mediocridad de los demás.
Se juega en cámara lenta, con señores de cuatro décadas como quijotes con tacos para intentar derribar los gigantescos rivales psicológicos que les alejan de los títulos. Los jóvenes, entre tanto, peregrinan de un equipo a otro, esperando volverse viejos para, ahora sí, asumir roles de figuras maduras y ganadores. La juventud, aquí, es enemigo de los técnicos y dirigentes.
La lista es interminable. Los legionarios cada vez son menos, se mueven entre la banca y la grada de equipos sin cartel, y los aspirantes caseros a subirse al avión del futbol se quedan en el hangar, esperando el telegrama, mientras el mundo vuelve sus ojos a las ligas en donde se corre y la dinámica impone las condiciones.
Antes de la llegada del colombiano no había goleadores para la Sele, como ocurre aún hoy. Los héroes de Brasil ya estaban envejeciendo, sin relevos que al menos incomodaran su inclusión en el once del entrenador. Previo a su arribo, el futbol y el equipo nacional ya iban en picada.
Pero nada de esto salva a Suárez. Por más cierto que sea. Porque no lo trajeron para diagnosticar al enfermo, sino para intentar curarlo. Muchas veces los médicos fallan en ese objetivo, pero es que contra la muerte no se puede, cuando llega fría y determinada.
Sus recetas parecen más un mejunje, una pócima de curandero, un elixir para despertar las emociones de sus jugadores. Alguna de ellas funcionó como reactivo del camerino, encendió la chispa del “sí se puede”, del “hasta el último minuto”, y generó una comunión grupal que pudo vencer increíblemente a los rivales de la eliminatoria, pero, sobre todo, a las propias y enormes limitaciones del equipo.
Se acabó la panacea, la suerte y los milagros. Tocó entonces sacar el librillo del técnico para corregir la falta de gol, la ausencia de dinámica, la salida tortuosa desde el fondo, la lenta recuperación, y un tratado de males que matan a la Selección. Y entonces, como en los memes de expectativa y realidad, sin máscara, el señor Suárez nos enseña a un “matasanos” y no al doctor en futbol que necesitamos para salvar a la Sele.