El amenazante anuncio salió publicado en el periódico. “Equipo campeón de San José acepta retos en cualquier parte del país”.
En Palmichal de Acosta, Luis Orlando Hidalgo tomó el teléfono y llamó con decisión. Quedó pactado. El domingo siguiente, en la plaza de Corralar, sus chiquillos del mosco se las verían cara a cara con los campeones josefinos.
Así fue. Empezaron ganando, pero cedieron terreno y en el último minuto del cerrado cotejo, el delantero más pequeño de su equipo logró empatar 2-2. Tuvieron que decidir desde el manchón blanco quién ganaría el balón ofrecido como premio por el dedicado del juego, y ahí el arquero de Palmichal fue el héroe indiscutible.
Los dos penales que atajó le valieron salir en hombros de la cancha y ser elogiado hasta por sus rivales. “¡Qué va! Es que ese portero suyo es demasiado bueno!”, le dijo el técnico capitalino a don Orlando, mientras el orgulloso palmichaleño corría a felicitar a Marquitos.
Entonces tendría unos 10 años y dos de haber llegado un sábado por la mañana a probar en la humilde escuelita de fútbol que habían formado en el pueblo. Topó con suerte, ya que eran pocos los chiquillos como él, a quienes les gustaba estar bajo el arco y, además, tenían el cuerpo para ello.
Porque el menor de los cinco hijos de Danilo Ureña y Xinia Porras siempre fue más alto que los niños de su edad... y más callado.
Todos los días iba de su casa a la escuela del pueblo, sin más escala que el planché donde la chiquillada se reunía a correr tras un balón. Reservado, tímido y bien portado, sus escasas travesuras eran la explicación perfecta de las excelentes notas que cosechaba en las aulas.
“Era un buen estudiante, de los primeros de la clase, tenía una letra bonita y los cuadernos ordenaditos, era tranquilo, muy dedicado al estudio, aunque hablaba poco, se integraba mucho con sus compañeros”, recuerda su maestro de sexto grado, Nelson Ureña.
Cumiche. Lo bautizaron Marcos en recuerdo un hermano mayor que había muerto siendo apenas un bebé, y aunque ni sus padres ni sus cuatro hermanos mayores le pusieron apodos, en el pueblo todos lo llamaban Marquitos.
A pesar del diminutivo, y ser el cumiche de la familia, nunca fue un niño chineado. Más bien, toda la fortaleza de su carácter la demostró bajo los tres palos... Al menos hasta los 12 años.
“Un día me dijo: ‘Don Orlando, ya no quería ser más portero, quiero jugar adelante’. Le dije que para ser delantero tenía que superar a dos chiquillos muy buenos, sobre todo a un zurdo buenísimo. Le di la oportunidad y lo banqueó”, cuenta el técnico palmichaleño.
Entró al Liceo de Tabarcia de Mora siendo delantero, y sin dejar las buenas notas pasó por la escuela de fútbol VIBA, en Ciudad Colón, el proyecto AC Peruggia y la selección Sub-15, hasta que su tío Javier Porras lo llevó a probar a Liga Deportiva Alajuelense.
Fue un ascenso meteórico. Con 16 años, debutó en la Primera División y tuvo que dejar su pueblito, en las montañas josefinas, para irse a vivir en la ciudad de los mangos.
“Cuando se fue para Alajuela, fue muy duro para la familia, quizá más que ahora que está jugando en Rusia. Venía cada 15 o 22 días, por dicha siempre ha sido muy centrado y con un buen corazón que no olvida sus raíces”, confiesa su tía María Rosa Porras.
Acosta tampoco lo olvida. En la soda Pibi –el sitio donde vacilabapor las tardes con sus amigos–, en la plaza, en las calles, muchos aún recuerdan con cariño al chiquillo tímido de Palmichal que, a punta de goles, se ganó el título de hijo predilecto y orgullo del cantón.