El doctor Adolfo Roitman abre con fuerza los ojos antes de abrir una de las puertas más vigiladas del mundo.
Está a punto de entrar en una suerte de tumba sagrada, en un viaje en el tiempo al que pocos tienen acceso.
“Prepárense”, advierte el doctor frente a una cámara de video, “porque estamos a punto de entrar a ver la Mona Lisa de nuestro museo, el Santuario del Libro de Jerusalén”, dice con la sangre corriendo con velocidad por su cuerpo.
No es la primera vez que el doctor entra a este sitio.
Todo lo contrario; es su trabajo diario, pero la eterna sorpresa lo consume a diario.
Una vez realizada la advertencia, el doctor Roitman entra a una habitación plagada de cubiertas impolutas con paredes celestes.
El ambiente sacro se combina con el olor a historia, y una larga mesa con una sábana blanca recibe al doctor.
“Abajo de esta cubierta, tenemos nuestro secreto mejor guardado”, dice con una sonrisilla de complicidad. El doctor toma con sus dos manos la sábana y devela lo que antes se escondía. Diecisiete hojas de pergamino se extienden a lo largo de la mesa y en evidencia permanece un manuscrito de veinticuatro pies de largo que data de más de doscientos años antes de Cristo.
Es el manuscrito del profeta Isaías. Nada menos.
El rollo que se mira es idéntico al texto que se podría encontrar en cualquier Biblia. Es el papel que, hasta hace setenta años, fue encontrado en unas cuevas de Qumran, al noroeste del Mar Muerto, para provocar una de las revoluciones intelectuales más importantes del último siglo: el descubrimiento de un documento histórico escrito por el segundo profeta más importante del Antiguo Testamento, después de Moisés.
Con la mesa descubierta, el doctor le responde al manuscrito con su mejor sonrisa. Sus ojos brillan, como siempre.
El doctor Roitman es el curador de este santuario, un museo que podría entenderse como una librería de carácter religioso.
De la misma manera en que la Mona Lisa no pertenece solo al renacimiento italiano, los documentos que aquí se encuentran son más que algo importante para el Estado de Israel o para el pueblo judío: son patrimonio universal a cargo de alguien que nació del otro lado del mundo, al sur del continente, en un largo país llamado Argentina. Como si se tratara de un juego del destino, la distancia no intervino para que Roitman encontrara su ánfora sagrada.
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El niño elegido
Muy difícilmente un niño sueña con ser curador de los rollos del Mar Muerto que se encuentran en Jerusalén.
Muy difícilmente un infante sueña con tener ojeras, pocas horas de sueño, una espalda molida por largas horas en avión y un estrés que solo se aliviana con la pasión.
El doctor Roitman, eso sí, no era un niño de tener afiches de cantantes del momento en su habitación en Buenos Aires.
En su mente corría una ilusión un poco más accesible que la idea de convertirse en curador del Santuario de Jerusalén. Lo que anhelaba era ser profesor universitario.
Con los estudios judaicos como amor concebido, el argentino-israelí nació en una comunidad judía donde realizó todos los procesos pertinentes desde el jardín de infantes hasta el nivel universitario para ejercer como profesor de Biblia.
Roitman emigró a Israel antes de los años 80 con la lengua hebrea ya aprendida y su tesis lo catapultó al sueño inesperado de su carrera.
“Mi pasión por este oficio sería lo equivalente a mi otra pasión que es el fútbol. Llegar al museo fue como jugar en el Barcelona. Mi mayor aspiración siempre fue llegar al mejor equipo del mundo”, dice el sudamericano entre risas.
Para su graduación de doctorado, Roitman realizó su tesis basada en el libro apócrifo de Judit.
Tras dejarle un buen sabor a uno de los jueces, recibió una llamada para optar por el puesto de curador en el Santuario de Jerusalén.
“¿Pero cómo? Yo no soy especialista. Yo no soy arqueólogo. Yo no tengo experiencia museológica”, le replicó Roitman a su maestro.
“Andá. No perdés nada. Confiá en mí”, le contestó el profesor.
Tan solo unas semanas después, Roitman se reunió con el curador en jefe del museo, un famoso investigador de numismática judía antigua que se acogía a su pensión tras treinta años en el puesto.
El antiguo curador tan solo le soltó una pregunta al argentino: “¿qué quieres hacer?”.
Como si se tratara de un oráculo, Roitman regresó a su casa, se sentó sin haber hecho estudios de mercado ni investigaciones arqueológicas al respecto para formular su respuesta.
Tras muchas horas frente al papel en blanco y con el nerviosismo que delataban sus dedos, garabateó unas cuantas ideas y mandó su texto por un fax.
Eso ocurrió en julio de 1994 y para noviembre la llamada llegó. Adolfo Roitman sería el nuevo curador del Museo del Libro de Jerusalén, con tan solo 37 años.
“Empezaba la experiencia que me cambiaría la vida”, recuerda el argentino.
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El adulto que debió elegir
El primer día en su nuevo puesto, Adolfo Roitman se sintió anonadado y superado por las circunstancias que lo recibían. Así lo cuenta él mismo.
“Era el primer día y el antiguo curador se me acercó para decirme que vendrían reporteros de la BBC de Londres. Yo me quedé sentado a un lado y veía cómo lo entrevistaban. Adentro tomé consciencia de que yo estaba tomando ese lugar. ¡Yo tendría que pasar del anonimato a ser un rockstar que lo reportean para la BBC!”, recuerda con asombro.
Desde ese insano día, toda la vida de Roitman recorre mediante la no-rutina, como le gusta llamar a su cotidianidad.
“En la mañana puedo guiar al presidente de Polonia, a la media hora puedo tener una entrevista con CNN, a la media hora tengo clase con alumnos y luego debo preparar al grupo de guías del museo. Luego debo terminar el libro que escribo o preparar mi próxima gira continental. Eso es un día normal donde suceden actividades vertiginosas. Estoy como en un centro neurálgico donde todos los cables pasan por ahí”, confiesa.
Una de las experiencias que Roitman disfruta con mayor intensidad es cuando debe viajar con alguno de los rollos por el mundo.
“Es la forma más cercana en que me siento como Obama”, ríe el antropólogo, “porque uno se siente como la persona más protegida del mundo. Yo llego al aeropuerto con guardaespaldas, con autos blindados. Todo el mundo hace todo por mí. Yo solo me dejo llevar por ellos, viajo en primera clase, me esperan guardas armados en cada esquina… Es algo que incluso en mis sueños más alocados no pude haber imaginado”.
“Saber que tengo el manuscrito al alcance de mi mano es algo excepcional”, confiesa el curador. “Uno no puede elegir cuál es el manuscrito que más impacta porque es como preguntarle a un padre cuál de sus hijas quiere más. Y viajar con el manuscrito es cuidarlo como un hijo”.
El constante frenesí y la responsabilidad en sus espaldas no lo impide cerrar los ojos por la noche
Si algo puede provocar insomnio al doctor Roitman es pensar en la muestra que conserva.
El doctor a veces simplemente reflexiona sobre encontrar un tachón en uno de los manuscritos.
Para él, mirar un borrón en uno de los rollos es como conversar con la persona que lo escribió hace más de dos mil años.
“Yo diría que los rollos del Mar Muerto es lo más cercano a la experiencia del viaje por el túnel del tiempo. Podemos hablar virtualmente con alguien como nosotros, de carne y hueso, que escribió, leyó, interpretó y sintió pasión por estos temas, nada más que lo único que queda de esa persona es el manuscrito”, confiesa el doctor. “Me hubiera gustado conocer a esa persona pero creo que más allá de la experiencia académica, vivir en medio de este viaje en el tiempo te da una experiencia humana”.
Para su visita a Costa Rica, efectuada a comienzos de agosto, el doctor argentino-israelí realizó un recorrido interprovincial que bautiza su gira por América. Después de las charlas que ofreció en el país, partió a El Salvador a México con una particularidad muy grande: tener que responder las mismas preguntas... siempre.
“A veces puede ser difícil porque uno explica las mismas cosas una y otra vez, lo cual está bien porque la gente no sabe. Lo bueno es que, adonde voy, aparece mucha gente, muy motivadas. Quiero creer que eso es por el entusiasmo que muestro”, dice el investigador.
Roitman camina por el mundo hablando sobre la confiabilidad de las escrituras, sobre la conservación del patrimonio, sobre los mitos bíblicos, pero muy pocas veces habla sobre él.
El doctor es otra clase de rockstar. Nunca hay momento para hablar de él, sino de su trabajo. Las cámaras suelen enfocarse en los rollos que tanto protege, en el museo que tanto admira. No se queja, pero lo tiene muy presente.
“Pues imaginate que a uno en la escuela no lo preparan para recibir a la prensa”, reflexiona, “pero uno aprende y se motiva cuando ve tanta gente interesada. Eso sí: yo no soy un líder espiritual ni me interesa conducir a la verdad, porque yo no lo sé. Solo soy un hombre que sabe que le falta mucho por saber”.
Su oficio se llena de una ironía: se encarga de conservar el hallazgo arqueológico más importante del siglo XX, pero usualmente las preguntas que recibe suelen ser las mismas. Las diferencias entre las prácticas judaicas, el proceso de preservación de los rollos y las constantes interrogantes sobre la relación entre la secta de los esenios y el origen del cristianismo aparecen a chorros cuando se encuentra frente a un entrevistador.
Sin muchas poses, Roitman prefiere quitarse cualquier etiqueta de hombre sabio.
“Uno es una persona que, igual que todos, se cansa y se estresa, pero que termina reconfortada. Tal vez uno puede tener la imagen de saberlo todo pero por supuesto que no es así. Yo solo estoy agradecido con el destino y con Dios por la suerte que ha caído en mis manos. No me siento superior a nadie, simplemente tuve suerte”.
Para finalizar, Roitman regresa a antiguos recuerdos para ejemplificar su creencia. En una ocasión, el doctor le presentó a su profesor una investigación para preguntarle si tenía la razón en lo que argumentaba.
“La verdad, Adolfo, es que no tengo ni idea”, le contestó el maestro, dejando a Roitman sumido en la decepción.
“¿Pero cómo es posible?”, le replicó. “¡Usted es el mejor de todos. ¿Cómo no sabe?”.
“Adolfo, yo no sé”, le contestó con calma. “Yo lo único que sé es que escribiste un buen trabajo, usaste una buena argumentación. La verdad, solamente Dios sabe si tenés la razón”.
Hoy, el doctor no deja de pensar en ese día.
“Lo que quiero enseñar, a pesar de todo el cansancio, es que la gente pueda pensar correctamente. No alcanza con solo pensar. Así me lo enseñaron los grandes profesores. Si tuve razón, en realidad no sé. Puede que en unos años haya otro estudiante que pruebe que me equivoqué, pero quiero estar convencido de que todo lo que hice y pensé fue con total honestidad”.