Álvaro Marenco se ganó el estatus de leyenda mucho antes de su fallecimiento, ocurrido este jueves 9 de febrero a los 79 años, por padecimientos relacionados con el cáncer. El veterano actor dejó una huella única en la escena teatral costarricense, así como en la cinematografía nacional, que lo tuvo como uno de sus protagonistas más prolíficos.
Este texto se publicó originalmente el 16 de julio del 2017 en la ‘Revista Dominical’. En él, la periodista Yuri Lorena Jiménez retrató al popular y querido intérprete de cerca, en una conversación íntima y sin filtros.
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De lejos, parece tener todos los años pero, a la vez, emana un aire de atemporalidad casi mágico. Claro, cualquier percepción o suposición sobre Alvaro Marenco Marrochi desaparecen en un tris en el momento en que sus mirada azul se cruza con la tuya y simplemente te traspasa con una hecatombe de energía que uno apenas logra procesar.
Qué difícil describirlo. Iba a hablar de un “señorón”, pero lo cierto, es que Álvaro parece más bien un postadolescente recién graduado del cole y dispuesto a comerse la vida cruda y al mundo entero.
Tras hurgar en su historia y trasladarnos a esa época soñada de inicios de los años 60, cuando a los 18 cruzó el Atlántico patrocinado por su papá para labrarse un título como abogado en España, es imposible no caer en cuenta de que Marenco, 50 años después de una vida partida como en 10 existencias paralelas, a la postre sigue siendo el muchacho aquel menudito, pelilargo, con aire ausente pero feroz audacia, que le dijo adiós al país durante 10 años que marcarían su senda en el arte, aunque este era el plan último tanto de él como del progenitor cuando tomó aquel avión hacia el Viejo Continente.
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Hagamos un cortis para narrar brevemente por qué estamos hablando de Alvaro Marenco. A estas alturas, ha participado en 149 obras de teatro; 65 en danza, 100 cortos (audiovisuales), 18 largometrajes en el extranjero y, en Costa Rica, está a punto de alcanzar la treintena (algo que lo tiene emocionado y a la expectativa de cuál será la que redondeé ese número).
Y es que, lejos de pensar en el retiro, este “muchachillo” que hasta para vestirse tiene un sentido de la moda único, con sus particulares trajes de colores encendidos, parece haber dosificado la hiperactividad que le diagnosticaron desde chiquillo y guardó para más tarde.
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En una atinada elección, cuadramos la entrevista en su casa, en un populoso condominio ecológico en San Rafael de Montes de Oca. Como era de esperarse, la entrevista nunca existió, aquello fue un conversatorio interminable lleno de anécdotas, añoranzas, filosofía, risotadas y uno que otro nudo en la garganta.
Hay que decir que Marenco es una persona extraña. Emana una energía instantánea que abraza a sus contertulios, y que incluso se percibe cuando él está en un recinto lleno de gente.
Quizá mucho venga de esa fuerza interior que tienen los artistas pura sangre. Como sea, ese aura tan particular también le valió el viraje total que dio su vida a dos años de haber llegado a Madrid para convertirse en abogado. Ya llegaremos a eso.
Llego a media tarde, con la promesa de llevar pizza y vino barato. Ni lo uno, ni lo otro. Ya llevaba un gorila incorporado por haber fallado con los insumos del picnic vespertino, pero no bien crucé el umbral de la casa toda la incomodidad se quedó por fuera.
“Qué vergüenza Álvaro es que como usted es tan puntual preferí llegar aquí y ordenemos la pizza y demás y bla bla bla”, él ni siquiera recibió mi incomodidad. “¡Ay muchacha! Aquí hay cafecito, pan fresco, un queso de lo más rico, ah y cervezas y unas aceitunitas para un fiambre, perate y verés!”, dice mientras yo prácticamente levito en medio del hospitalario silencio de aquella casa tan mimetizada con su dueño.
Entrar a la guarida de Álvaro Marenco es un extraño viaje sensorial al pasado, al presente y, de pronto, al futuro. Por fuera, la suya es una casa de urba normal.
Pero basta cruzar el umbral para sentir, solo por unos momentos, que eso es todo lo que uno querría en la vida para vivir sus años de solaz, cuando ya los hijos toman su propio vuelo y uno decide que la soltería es la opulencia, y que puede hacer en y con su casa lo que se le venga en gana.
Vivir hacia adentro
Afuera algún tipo de pájaro trina, el silencio es calmo, no invasivo y lo que se transpira ahí hace que uno se planteé que, de pronto, vivir en un condo carísimo con guardas y piscina, y vecinos que friegan por las cacas del perro o el volumen del equipo, no sea una buena idea para vivir. No, al menos, para vivir el otoño de la vida.
Marenco pareció entenderlo muy bien e hizo de su casa de una pieza, 20 años atrás, un collage de aposentos sin ton ni son que tienen todo el ton y el son. Sala, salitas, sofás de siesta, dormitorios, sala-dormitorio para visitas, mosaicos, vitrales, ventanales, cuadros, afiches, fotos y, lo más importante, el comedor rojo con un enorme espejo en el que la mayoría nos sentiríamos incómodos.
El no. Álvaro Marenco no tiene fachas ni poses, solo le saca pecho a la vida y a lo que le queda de ella. Y uno no puede más que quedarse embelesado, muerto de risa, conmovido, pachuqueado y hasta lleno de lágrimas entre una y otra anécdota.
Álvaro es un señor, pero no hay nada más impropio que tildarlo de don o señor. No sale natural.
Es como tratar a un viejo compa del cole, y pronto nos estamos tratando de mae, muertos de risa, antes de tomar aliento para una tertulia de cuatro o cinco trepidantes horas.
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Eran los años 60. El mundo estaba en una de las ebulliciones más fuertes del siglo. Álvaro Marenco llevaba su segundo año de derecho en Madrid, no tenía ni 20 años, pero algo le escocía por dentro. Hijo de padre nicaragüense y de madre italiana, sus progenitores se habían juntado en un azar extraño de problemas bélicos y los dos terminaron encontrándose en dos mundos diferentísimos pero que a la postre, supieron acoplarlos, pues duraron medio siglo juntos.
De papá ducho en negocios (sin siquiera sacar la primaria) hasta princesita europea, la familia Marenco Marocchi emigró a Costa Rica, tras varios fusilamientos de familiares de parte de la familia nicaragüense, y se afincaron en Barrio Luján, donde Álvaro pasó la infancia sin mayores sobresaltos.
Una vez terminada la secundaria su padre, tal como había hecho con sus dos hermanos, le conminó a convertirse en un profesional. Sus hermanos (dos hombres y una mujer) habían hecho lo propio. Álvaro, el menor de los tres, se decidió por la abogacía y no bien terminó el cole, tomó un avión a Madrid. Directo a la Facultad de Derecho.
Destino Titiritero
Mientras trata de tomar el hilo conductor –no es nada fácil resumir una vida, mucho menos, una como la de él, en cosa de horas--, uno va viviendo las anécdotas como si fuera una película porque Marenco y el histrionismo son uno solo: usa su lenguaje gestual y facial para los trances calmos, pero de pronto salta de la silla y recrea otras vivencias imitando a los protagonistas y a él mismo, literalmente como ver una obra de teatro, un sketch , o una película.
Marenco llegó a Madrid en una época que, para generaciones posteriores, es una hermosa añoranza en sepia, más si estamos hablando de los revolucionarios años 60.
– Mi papá era un hombre muy inteligente para los negocios, muy trabajador, un gran padre. Uno de sus grandes sueños era ver a sus hijos profesionales y lo había logrado con los dos mayores, pero él soñaba en grande y le parecía que convertirse en abogado en Madrid iba a tener un plus muy grande para mí, a mí me llamaba la atención, pero ya estando allá empecé a sentirme raro, disconforme. Eran tiempos de mucha ebullición, París sonaba por todas partes y en Madrid yo sentía pesadísima la academia y los cursos de derecho. Me armé de valor y un día llamé a papá y le dije la verdad: quería dejar los estudios de derecho e irme a Francia a estudiar actuación.
– “Pues yo lo mandé a Europa para que se hiciera profesional, no titiritero. Eso ya es cosa suya, pero no cuente más con la mesada, usted verá”, me dijo papá, bravísimo.
Nada contento de contrariar al progenitor, pero con al intuición y la esperanza de un veinteañero con todo el mundo por delante en el París que medio planeta añoraba, Marenco se mandó a la aventura. “No hablaba ni mierda de francés”, dice, muerto de risa, “a como pude me la fui jugando, ahora sí tenía que ver cómo me mantenía y me conseguí un trabajo pegando afiches promocionales de obras de teatro”.
Pasaron algunas semanas y, un buen día, Marenco atisbó dentro de un teatro que estaban haciendo una audición. No lo pensó mucho e ingresó, hizo la fila, respondió las preguntas de rigor a como pudo por la barrera del idioma, contó que era de Costa Rica y, cuando la encargada del casting le preguntó si había hecho teatro antes en su país, Álvaro hizo un gesto con la mano, como el que está recontrasobrado.
--¿Teatro, yo? Uhhhh!!! ¡Toda la vida! Ya perdí la cuenta de las obras en las que trabajo desde niño.
Luego se sentó a esperar los resultados y aquí pasó uno de los momentos esos, literalmente de película. El mero mero, el director de la academia de teatro, Andre Lois Perinetti , pasó caminando a grandes zancadas frente a los aspirantes y, con la mirada al frente, sin mirar a ninguno, solo señaló con el dedo a Álvaro Marenco: “A él no le cobre”.
Ese “a él no le cobre” significaba de todo. Para empezar, una beca completa para estudiar teatro, o sea, cartón lleno, pues no solo se iniciaba la gran aventura de su vida y de su vocación, si no que ya no tendría que estar estirando los francos a más no poder, a falta de la mesada paterna.
Aquel fue un día mágico. Aquel mismo día, ocurrió un segundo hecho tan fortuito como insólito.
A esas alturas del relato, Marenco, quien habitualmente tiene la mirada vidriosa –para mí, un referente absoluto de la gente que tiene la sensibilidad a flor de piel-- lo inunda la melancolía, pero no lo pone cabizbajo, más bien es aquel tipo de melancolía que se define como “la felicidad de estar triste”.
Sus sentidos desbocados hacen que me transporte a aquel momento, plasmado poco más de medio siglo atrás, cuando sale del Teatro entre levitando y dando volteretas.
En la euforia, entra a un supermercado y se compra un vino, unos jamones, unos panes, unos manjares para celebrar en solitario porque su espíritu rebosante no merece menos.
Sale con las manos llenas, camina una o dos cuadras y no encuentra un parque o un lugar adecuado para la comilona y el brindis. Entonces, divisa un cementerio y tiene la feliz idea de ir a sentarse por ahí, en solitario, en paz, a rumiar su felicidad y lo que le acaba de pasar.
Lo que no sabe, es lo que está por pasarle.
No bien había empezado a darle rienda a su fiestica privada en el camposanto, cuando sintió los pasos de un joven de su misma edad, un parisino que estuvo también en el casting del teatro y luego, sin que Álvaro se percatara, lo vio salir del súper con las bolsas atestadas de vino y comilona.
Lógicamente, cuando lo vio entrar al cementerio la curiosidad terminó por vencerlo y, muy acorde con la cultura francesa, el muchacho le espetó sin ambages que qué putas, que lo había seguido porque sentía curiosidad de ver aquello tan raro todo.
Apenas se entendían, pero el idioma no fue un problema ni en ese momento ni nunca jamás por los siglos de los siglos amén. El muchacho se llamaba Daniel Deliquiee, congénere y nuevo compañero de carrera teatral de Álvaro Marenco. A partir de ese día, se volvieron inseparables.
En la siguiente década, se fajaron en las tablas, se ligaron muchas novias, viajaron juntos a 18 países, se vieron involucrados en refriegas políticas propias de la época, los gasearon juntos, o gasearon a uno mientras el otro tomaba la foto.
Se volvieron más que hermanos, se volvieron almas gemelas, se vestían igual, se adivinaban el pensamiento, se mandaban para el carajo y luego lo resolvían entre vinos y risas, se hacían novios de parejas de amigas o de hermanas, se involucraban en movimientos de protesta contra el establishment … la plenitud de dos veinteañeros comiéndose el mundo crudo.
Por supuesto, paralelamente Álvaro se forjaba una carrera cada vez más sólida. Su padre, un hombre firme pero inteligente, pronto se concientizó de que Álvaro tenía derecho de seguir su corazón, y talento para hacerlo. Entonces todo el mundo feliz, la familia fascinada, Álvaro tranquilo, haciendo y deshaciendo por el mundo.
Cuando cumplió 29 años, se vino de vacaciones para Costa Rica. Lo que él creía que serían vacaciones. Era febrero. De inmediato se contactó con el teatro local. A los cinco días de conocer a una hermosa y ya respetada actriz, Roxana Campos, Marenco la invitó a salir. No les dio tiempo de conocerse mucho.
Mientras Álvaro preparaba su regreso a Francia, una amiga común se la tiró sin anestesia: “¿Diay, viste que Roxana está embarazada?
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“Yo venía de una época de avanzada, de un continente liberal. Me desconcertó por completo la noticia, pero cuando lo supe por la propia boca de Roxana, hubo una frase que me caló y que me marcó, que me hizo voltear todos mis proyectos y encumbrarme, de un momento a otro, como hombre de familia. Cuando hablamos del embarazo, Roxana solo me marcó con esto: ‘Sea lo que sea que quiera decir o hacer, solo le pido por favor que no me vaya a decir, bajo ninguna circunstancia, que aborte’”.
Fue así como, en el filo de sus 30 años, Marenco, de un tajo, dejó los goces --y los retos-- de Europa, y se reinstaló en su país, decidido, eso sí, a seguir su vocación artística hasta que el cuerpo o la mente dijeran “basta”, lo cual, a todas luces, parece un escenario muy lejano.
Álvaro y Roxana se convirtieron en esposos y en padres, primero de Daniel --nombrado así en honor al alma gemela que Álvaro dejó en París--; y quien hoy es uno de los expertos en producción audiovisual más respetados del país, Danny Marenco.
Luego nació Valentina, también ligada al arte como prestigiosa coreógrafa y quien convirtió a Alvaro en un abuelo demenciado por el pequeño Luka, de año y medio. El ‘cumiche’ de la familia es Italo Marenco, otro rostro conocido en el país como actor, exfutbolista y ahora conductor de televisión.
El hubiera no existe, así que sería especulativo saber lo que habría ocurrido con la carrera de Álvaro Marenco en caso de haberse regresado a París.
Lo que sí ocurrió fue que la distancia y los nuevos rumbos como hombres con esposas e hijos, hizo cada vez más infrecuente la correspondencia entre él y Daniel, su alma gemela. Ambos tuvieron sus descendencias (Daniel Marenco heredó, de hecho, el nombre del mejor amigo de su padre).
Sin embargo, llegó el momento en que la comunicación se espació demasiado... hasta que Marenco recibió una llamada de su hermano por elección. “Vení a verme, güevón, esta es la última vez que me vas a escuchar por teléfono. Vení. Tengo cáncer. Quiero verte”.
Álvaro no lo logró. Daniel murió en el 2004, pero nueve años después, en un viaje de ensueño, Marenco se fue a revivir sus vivencias en París acompañado por la descendencia de su mejor amigo, incluso por los nietos de Daniel que este nunca pudo conocer.
Las fotos de esta y las mil y una aventuras de Marenco, están cuidadosamente clasificadas, a la vista pública, en sus álbumes de fotos en Facebook. Como para pasarse una tarde completa repasando, junto a los dos cómplices de aventuras, sus andanzas de veinteañeros hasta llegar al día de hoy.
En cambio, la tromba Marenco llegó con todo lo aprendido y su entusiasmo innato y le dio con todo a la actuación teatral, en danza, videoclips y, por supuesto, películas, la mayor parte en el país pero otra buena porción en el extranjero.
Convertido en esposo y padre de familia, llevó una vida bastante convencional durante algunos lustros, dedicado, además del teatro, a la academia, en universidades estatales, donde finalmente se pensionó solo para dar paso al Álvaro Marenco, de antes, al que prefería el vértigo a la seguridad y vivía al troche y moche.
Viéndolo en perspectiva, ciertamente pocas personas tienen la facultad, oportunidad o tino que ha logrado Álvaro Marenco: surgió, sobrevivió, se estableció, se desestableció y volvió al punto de partida, a sus 20’s, a vivir sin ataduras, al día, eso sí, hoy con más colones en la cuenta bancaria pero también, con más años en el caudal de la vida.
A juzgar por sus decires sobre situaciones de vida publicables unas, otras no, Marenco aprendió hace mucho lecciones de vida vitales para el buen día a día.
Se sabe adictivo y vital para muchos de sus amigos y conocidos, pero también sabe cuando tiene el disco duro saturado, en esos momentos, no le importa nada: solo se desconecta y se dedica a lo que le nazca, desde apagar el celular y entrar en introspección, hasta largarse solo a “ventearse”, donde lo lleven sus piernas.
Novia, hasta donde entendí, no tiene. Tuvo una, hace un tiempo. Durante cuatro años. Una bailarina mexicana, unos años mayor que él. Aún son muy amigos y se ven con alguna frecuencia.
“Qué difícil. La convivencia es muy difícil. Yo no le pongo mente, vivo al día, siempre estoy acompañado, demasiado acompañado, por eso saco el tiempo para estar conmigo mismo. No le pongo mucha mente a nada. No me complico. Sé muchas cosas pero tampoco quiero ser sabio ¡qué pereza! se le va toda la gracia a la vida. Y sí, si pienso en la muerte, pero no mucho. A veces me sorprendo y me reprendo --dice, frunciendo el ceño--, porque me gusta imaginar lo que va a pasar cuando yo me muera. Algún día va a pasar, entonces (risas), qué tonto, me imagino a todo el mundo muerto de risa, contando cuentos míos, pero claro, también quiero que la gente llore ¡no joda! ¿será muy ególatra de mi parte? Ni sé. Pero sí, que se rían y que lloren mucho, y que vaya mucha gente y que aquello sea un desmadre. Eso me gustaría mucho”, dice mientras, por primera vez en tantas horas, sus ojos no brillan con nostalgia, si no con una divertida malicia, la que probablemente solo puede acopiar quien hizo las pases por adelantado con la inevitable calaca.
Seguro por eso Álvaro Marenco vive como trompada de loco, quizá como un tren sin frenos, pero siempre con alguito de margen para detenerse en el paisaje, eso sí, solo cuando le da la regalada gana.