“Usted aterriza conmigo, ahí en Corcovado, y usted siente como que va montado en un toro. ¡ Pura adrenalina, muchacho!.. ¿Sabe lo que se siente montarse en un toro?”. Álvaro Ramírez –sencillo, experimentado y peculiar piloto– describe, así, la sensación de aterrizar en la pista más corta; quizá, la más riesgosa de todo el país.
Como nunca he montado un toro, fue difícil procesar tan particular explicación. Lo que sí pude experimentar, evidencia y relatos en mano, es que Ramírez no vuela su avioneta como un ‘lobo’ pero si como un ‘gato del aire’.
Varias veces a la semana Ramírez, de 52 años, desafía la pista aérea de la estación Sirena, eje central del Parque Nacional Corcovado, en la Península de Osa. De tierra cubierta de zacate, montículos traicioneros y árboles gigantes en su cabecera está conformada esta pista de vértigo. Apenas mide 430 metros de largo.
“Sí, definitivamente se necesita mucha pericia para aterrizar ahí. No es cualquiera”, sentencia sin titubeos Álvaro Vargas, la máxima autoridad de la Dirección general de Aviación Civil.
Vargas bucea entre papeles y, junto a Rocío Briceño, técnica en investigación de accidentes de la entidad, añade un dato que da terror: de 1975 a 1998, en Sirena, se reportaron de 8 a 10 accidentes.
“Es de alta accidentabilidad, sin duda”, acota Briceño, refiriéndose a una pista que de un extremo saluda al bosque y del otro a la infinidad del mar.
Con tales antecedentes no es casualidad que Sirena –pista de acceso libre para todo aventurero del aire–, sea desde hace 27 años dominio exclusivo de Ramírez, al menos comercialmente. Muchos le temen a la pista y le huyen con razones de peso, pero el piloto de este reportaje, como si fuera un niño, simplemente se la goza.
“Nada, no pasa nada. ¡Venga para que vea! Es una gran experiencia, todos salen contentos de aquí, gritan y celebran”, asegura el pintoresco piloto, que ya cuenta con más de 14.000 vuelos a la zona y está invicto en materia de accidentes.
Es el amo y señor de la estación Sirena. Se las sabe de todas todas y los jerarcas de Aviación Civil así lo reconocen. Él, sin embargo, no se la cree del todo.
“Diay, yo sé que lo que hago requiere habilidades especiales. Experiencia. Es un trabajo delicado; pero muy feo decir las cosas uno, que lo digan otros”, argumenta el aviador, para instantes después quitarse un poquito la modestia.
Ramírez se autodenomina un bush pilot , término con el que se bautiza al aviador que realiza vuelos a regiones remotas e inhóspitas del mundo. Quien lleva ese título aterriza en terrenos accidentados, poco preparados y que, con frecuencia, exigen aviones diseñados para esas condiciones.
Para eso tiene su Cessna 206, una avioneta monomotor que, desde que fue fabricada, se le puso el mote de “el utilitario deportivo del aire”, especial para deportes extremos. ( Vea info Cessna 206 ).
La aeronave matrícula Tango India Alfa Whisky Uniforme (TI-AWU) es la chineada de Ramírez.
“Es así, se lo juro, la gente que vuela conmigo se emociona porque ven esto como turismo aventura. Cuando voy a aterrizando toman fotos, videos y se emocionan. Ver la aeronave aterrizar en un espacio tan pequeño les parece casi imposible”, cuenta el aviador.
“La gente vive este paseo como si fuera el primer vuelo de los hermanos Wright (los pioneros de la aviación comercial)”, agrega entre risas.
Fotógrafos y turistas de todo el mundo han requerido de sus servicios y se enorgullece en decir que cadenas internacionales como NBC, CBS, CNN y muchas más han hecho “las mejores tomas” desde su avioneta.
En el aire.
No miente Ramírez cuando dice que volar a Sirena es una experiencia inolvidable.
Eso sí, también es verdad que los más aventureros viven el aterrizaje como quien va a un parque de diversiones. Es más; si usted es primerizo puede que se experimente al límite del infarto.
“Usted. Sí, usted, que es grandote, se me acomoda adelante, como de copiloto mío. Ustedes que son más chiquitillas se van atrás, porque hay que equiparar el peso..., y mándeme una gorda para sentarla en el centro; pero rápido hombre, que no nos va a alcanzar el tiempo con tantos viajes”, grita con fuerza el piloto, en su labor clave de equilibrar el peso de la aeronave.
Así comienza el viaje a Sirena y así de particular es la forma con que Ramírez se dirige a sus acompañantes de vuelo. Los pasajeros han llegado al aeropuerto de Playa Carate, en la Península de Osa, uno de los puntos de partida hacia Corcovado. No les queda de otra, pues la única otra forma de llegar a Sirena es caminar unas ocho extenuantes horas.
Ramírez no es un piloto convencional. Es más, no tiene pinta de uno. Él se presenta a sí mismo como el único, o uno de los pocos, que se atreve a aterrizar en el Parque Nacional.
Hay tiempo para observarlo, y de verdad que no parece piloto: calza zapatos Crocs y lleva puesta una pantaloneta a juego con una camiseta tipo polo; pero bueno, después de visitar Corcovado, se cae en cuenta de lo absurdo que resulta ir de traje entero a un lugar donde la temperatura puede alcanzar hasta los 35°C.
A bordo, con una espectacular vista aérea de las aguas azul turquesa de Playa Carate, a Ramírez se le ve relajado, y hay tiempo para una que otra historia.
Relata que en sus más de 20 años de volar a Corcovado, en tan solo una ocasión lograron enfundarlo en un traje de piloto. Eso fue cuando tuvo que trasladar hasta la estación Sirena a un senador de los Estados Unidos, aunque no precisa su nombre .
“Fue un rollo eso. Me dijeron que me pusiera traje porque el señor era muy importante. A él le habían dicho que la forma de reconocerme, es que yo no usaba traje (se ríe). Cuando me vio me dijo: ‘Usted no ser Álvaro Ramírez’”, recordó.
Poco le duró la pulcritud, ya que no aguantó mucho tiempo verse con semejante ropa e incomodidad.
Él argumenta que el clima de la zona no se presta para tantas formalidades.
Luego de que los cinco pasajeros –únicos que le caben a la aeronave– se maravillan con las vistas aéreas de Corcovado, de pronto divisan la famosa pista. ¡Sirena está ahí! Se ve como una línea entre la exhuberante arboleda de bosque virgen. ¡Abróchense los cinturones!
“Los árboles son un obstáculo importante en Sirena, ya que están ubicados en la cabecera de la pista. Eso hace que el aterrizaje tenga que ser muy alto y en un ángulo complicado”, explica Álvaro Vargas, de Aviación Civil.
En esa zona, los árboles pueden alcanzar los 60 metros de altura.
Ramírez, por su parte, no sabe describir muy bien la maniobra que realiza. Se la sabe de memoria, es como un instinto encarnado, automático, como quien aprende a meter el embrague de su auto, justo a la medida que necesita el acelerador para funcionar.
Sí cuenta el aviador que, al descender, lo hace con la ‘nariz’ de la avioneta hacia arriba. Además, baja la velocidad a 48 nudos cuando lo normal para aterrizar es de 62 nudos. El aterrizaje es algo brusco pero certero.
“No se puede entrar rápido, pues en una pista tan corta como esa uno podría comérsela. Tampoco se puede entrar tan lento, pues cada avión tiene una velocidad mínima de control y si no se llega a ella el avión podría desplomarse, pierde sustentación. Se necesita mucha práctica, don Álvaro la tiene”, explicó Ricardo Salazar, instructor de vuelo y teoría de la Escuela Costarricense de Aviación.
¡Acción!
La forma en que pilotea Ramírez es una mezcla entre aviador experimentado –amo y señor de las alturas–, y kamikaze japonés. Quizá por eso algunos gritan emocionados, otros se santiguan y uno que otro se pone blanco cuando este hombre aterriza en Sirena.
“Si no fue nada”, dice entre estridentes carcajadas, ajeno al desconcierto de una parte de su tripulación y a la maniobra que acaba de realizar. Así aterriza su mimada avioneta, que por momentos parece que se va a desbocar.
Ya detenidos por completo, una parte de los pasajeros se nota extasiada con la aventura, otra; simplemente, agradece tener los pies sobre la tierra.
En el punto de aterrizaje, la aeronave hay que evacuarla rápido, pues más turistas esperan por los servicios de Aero Corcovado Alfa Romeo, la empresa de Ramírez. En temporada alta, por día, ha llegado a hacer hasta 10 vuelos. Una maratón aérea.
Ramírez sabe que no debe volar muy adentrada la tarde. La pista de Sirena no tiene luces, por lo que es muy riesgoso aterrizar allí en horas de la noche.
Cumple muy bien con esa regla y se enorgullece de nunca poner en riesgo a nadie. Todos los días, antes de despegar, la Cessna 206 es revisada en un hangar para que todo esté en orden.
El clima cambiante de Corcovado tampoco es problema, al menos no para él.
“Aquí el clima tiene condiciones especiales, que el piloto también debe conocer bien. Yo por dicha, con solo conocer el estado de las mareas, ya más o menos se como va estar el vuelo. Son muchos años”, acota Ramírez con tono tranquilizante .
Cosas de la altura.
Ya en el aire, la existencia de este peculiar aviador recobra sentido.
Para Ramírez, volar a Sirena es la vida. Se encariñó con la avioneta a pesar de que en otrora voló jets y otra clase de aeronaves.
“Yo nunca tengo nervios de volar a Sirena, es decir, a Corcovado. Más bien me hace falta venir aquí, es parte mía. Me gusta mostrarle a la gente, al mundo, este lugar tan bello y tan remoto”, narra sentimental y sacando pecho por su trabajo.
Sin embargo, salvar la vida de un hombre mordido por una serpiente es uno de los episodios aéreos que más atesora en sus adentros.
“Eso fue hace como 20 años. Yo me sentí importante, porque yo era el único que podía volar a Corcovado y salvarle la vida. Tuve que aterrizar y despegar de noche”, narró emocionado.
Además, ningún halago le causó tanto impacto como el de un piloto de bombardero estadounidense, quien voló con él hace algunos años.
“–¿Sabe qué?– me dijo. – Esto que usted hace es lindo, admirable, pero yo no lo podría hacer–”, rememora.
Con esos recuerdos pasa el “capi” sus días. Su colección de anécdotas es tan exclusiva como sus intrépidos viajes al verde corazón del Corcovado.
Tan especial es la travesía que, al final, es inevitable hacerse varias preguntas, ¿Qué pasará cuando Ramírez ya no pueda volar? ¿Quién se atreverá a desafiar comercialmente a Sirena? ¿Quién llevará a los turistas que se resisten a caminar?
Él sabe muy bien la respuesta: “Yo debería entrenar a alguien”.
¿Por qué no lo hace ya?, le cuestiono.
“Diay muchacho, todavía no. Dios guarde, está muy fea la cosa, si le enseño a alguien es capaz que me quita la chamba”, concluye entre pícaras y sonoras risas.
He aquí a Ramírez, el bush pilot del Corcovado.