Descompresionar. De camino esa fue la palabra que parecía ser la médula del viaje. Descompresionar la mente; las ideas. Estallar la burbuja a la que muchos nos sometemos.
Nos dirigíamos hacía Amubri, en Talamanca. Iba junto al equipo de la organización Costa Rica Azul. Su fundador, el doctor Christian Rivera Paniagua era el dedicado del Festival Cultural Bribri Cabécar Ùsulë Kéli ök: La jala del Ùsulë, que se celebró durante el fin de semana pasado en esa comunidad.
No hay duda de que la vida en la capital puede llegar a ser un lindo tormento. Buses con demasiados pasajeros, luces rojas que emanan caldos, gritos, bolsas que se caen. Bolsas en los ojos que se caen. Choques en días de lluvias. Indigentes con la piel rosa y el hueso blanco salido. La bulla, los gritos de la avenida, los chispazos de “piedra” en la avenida. Entonces, está bien escapar.
Así fue como Rivera llegó a Amubri; escapando. Rivera es un especialista en Cirugía Plástica Reconstructiva. Su vida se puede sintetizar así: creció pobre, en Hatillo. Con una mamá que sacaba comida a la calle para los que no tenían. Aunque fuera la suya. Con una mamá que lo llama antes de que entremos al túnel Zurquí, y bendice a todos los que están escuchando la llamada.
Construyó su modesto imperio trabajando desde joven en el Parque de Diversiones, actuando como el lobo. Así pagó sus estudios de medicina. Un día, mientras estudiaba en la Universidad de Costa Rica logró ser el asistente de un profesor que también era médico. Esto le dio una ventaja sobre los demás, pero también un ambiente inhóspito.
En el Parque ganaba ¢15.000 al mes. Pero con una cirugía, recibía ¢5.000. “Yo estaba haciendo un trabajo que no me correspondía. Era muy joven”.
Ahora tiene 45 años, y dedica parte de su tiempo a su organización, Costa Rica Azul, que es por decirlo así, su lugar favorito. Donde deposita sus mejores intenciones. El otro es correr.
Ese sábado, Christian era el homenajeado, así que recibió un yembe de parte de la comunidad, en agradecimiento por sus aportes en el ámbito cultural y deportivo.
La mejenguita
Cuando Rivera dice que llega hasta esas comunidades para descompresionar, quiere decir que también va en busca de cables a tierra. Día a día, pasa detrás de un escritorio, dentro de sacos, de pie. Pero en Amubri opta por el casado con pollo frito.
Llegamos a la comunidad después de cruzar el río El Telire, que es ancho y su agua parece viscosa. Al llegar, un grupo de morenos nos reciben con pangas largas –muy largas–. El viaje de ida costó ¢250. El de vuelta también.
Después de pasar el río, llegamos a un carro. Uno de los pocos vehículos que tiene razón de ser. Que no estorba en la autopista, y que cumple con su función: transportar.
Así es como se maneja el pueblo de Amubri, con un par de Hyundai Gallopers como taxis. De camino, el chofer llevaba puesta la radio La voz de Talamanca, 88.3 FM., que anunciaba que en el puestito tal habría yuplón, vigorón, arroz con leche, cabeza de chancho, sopa de res, y granizados.
Una vez en el centro, donde todo pasaba, bajaron los víveres que llevaba Costa Rica Azul, y cada quien se dispersó. El acto inaugural lo realizó un grupo de indígenas junto al chamán. Tocaron lentamente los yembés (tambores) que estaban cubiertos con piel de serpiente.
Los golpes eran pausados, y casi que demasiados lentos para el vapor que emanaba de la tierra. Las ráfagas de polvo eran brutales, pero hasta eso se sentía bien.
A mi alrededor había una calle ancha de tierra, chozas como restaurantes, una enorme cancha de fútbol , una comisaría, motos, muchas motos, y un pequeño salón comunal.
En un patio, donde vendían “espantasuegras”, había un castillo inflable rosado con morado; y en una tarima –que los del pueblo construyeron 15 días antes del festival–, dos parlantes gigantes que transmitían la emisora del pueblo. Mientras tanto, la mejenga pasaba, los hombres tomaban chicha, las mujeres cocinaban, y los niños brincaban sobre una lona de plástico.
Rivera creé que en esa comunidad, el deporte logró unificar pueblos y además le parece importante que exista la recreación. Esa mañana, la asociación entregó uniformes completos para ambas categorías del torneo, además de implementos deportivos.
Por horas, los partidos fueron ‘la meca’ del festival. Familias enteras devorando chicharrón en platos plásticos se sentaron a ver los juegos. Mientras tanto, la chicha consumía a más de uno.
Con quien traté de hablar durante todo el viaje fue con Danilo Layan, líder de la comunidad, pero la situación no lo permitía.
Danilo –durante toda la actividad– tuvo que estar presente en cada situación que requería de liderazgo.
La frente siempre le goteó. Subía y bajaba. Movía grupos de personas. Buscaba micrófonos. Repartía premios. Subía, bajaba.
Danilo es, para Rivera, casi un hermano. Han trazado una relación de amistad que va desde ayudarse con víveres hasta una llamada para subirse el ánimo.
La voz
Todo el festival estuvo amenizado por La voz de la Talamanca, que se encargó de pasar anuncios, hacer llamados, y crear un soundtrack a ratos muy surreal. Se escuchó desde Romeo Santos hasta Elton John.
Tiny dancer sonó en la tarde, mientras llovía.
En las oficinas de la radio, hay un pequeño cuarto con el equipo necesario y otro forrado con cartones de huevo, trabajan 8 personas. Todos voluntarios.
“Recibimos algo de dinero, a veces, pero somos voluntarios”, dijo Roy Méndez, quien se encarga de la programación, y de todo un poco. “Hace 8 años, el padre Bernardito Koch me dio plata y me dijo ‘Váyase a San José y estudia locución y se mete a hacer radio’. Y eso hice”.
Allá la radio todavía cumple su verdadera función. No emana voces molestas hablando sobre temas insignificantes. Allá, la radio comunica. Sirve tanto para mandar un saludo o como un método efectivo para retirar pacientes de los hospitales.
“Muchas veces nos llaman del hospital de Limón, para decirnos que tal persona ya tiene la salida, y así es como los familiares van por ellos. En Talamanca esta radio es –para muchas familias– la única forma de comunicarse”, agregó Méndez.
En La Voz apenas tienen lo esencial, nada sobra. Cualquier contribución les permite mantener activo el medio que comunica a todos los pueblos de Talamanca.
Gallinas muertas
Durante la mañana, el festival se mantuvo tranquilo.
Cada quien buscó una sombra, su fresco. Pero de pronto, como al medio día, Danilo pidió que todos comenzaran a caminar hacia la casa cónica. “Arriba”.
El camino de piedra era también una cuesta. La humedad se sentía. Una vez que llegamos, entramos a la casa donde la luz no entraba. Los hombres armaron una rueda liderada por el chamán, y danzaban en círculos mientras algunos golpeaban los yembés y otros soplaban caracoles.
El aire entraba poco, no se veía nada, pero se sentía todo. Cada gota que bajaba por la espalda se podía contar. Los cánticos comenzaron a escalar de decibeles y los golpes también. Se sentía.
Luego, unas manos pasaron entre lo negro a dejar lo que parecía ser un plato con agua. Tomé tragos grandes, y pedí más.
Luego entró la luz. Era chicha. El bosque se había depositado en mí. Seguimos subiendo mientras Rivera me explicaba que su gran interés en este momento, el primordial se podría decir, es potenciar esa zona como un punto de turismo cultural.
“Nada demasiado extremo que incluya alturas y corrientes frías. Algo más aterrizado. Que se establezca una conexión con la tierra”.
Llegar a la raíz. Esto, de acuerdo con Layan, no solo beneficiaría la economía de los indígenas de la zona, sino que también les ayudaría a preservar sus tradiciones a través de la memoria.
Con el rato de subir, llegamos a un punto en el camino donde había que insertarse en el bosque. Un grupo de indígenas corrió hacia lo más profundo de el. Entraron a cortar árboles, que luego sacarían entre la montaña, para llevar hasta el centro del pueblo. Con eso construirán una casa cónica. A esto se le llaman la “Jala de árboles”, o más conocida en la zona como “Jala de Úsülé”.
La práctica requiere un esfuerzo para comunicarse entre todos de la mejor manera. Los hombres cargan en sus hombros una cama de troncos que unieron con lianas en forma de tejido, y adelante, una hilera de mujeres, carga una raíz.
El peso de la cama es monumental. Pero el trance en que se encuentra la manada les permite caminar pequeños tramos con furia. Se llevan todo lo que esté a su paso. Ya sea un camión, o un par de gallinas que iban cruzando y no se percataron de lo que iba andando. “Para la sopa más tarde”, dijeron.
Eventualmente, el grupo llegó a su destino final. Los yembés nunca dejaron de sonar. Tampoco los caracoles. Los troncos tocaron de nuevo el suelo, y los hombres se hidrataron con chicha. Trataban de recuperar el aliento antes de formar de nuevo una ronda. Ya oscurecía, y aunque no había dejado de llover leve, la luz era azul y brillaba como sucede cuando el mar está cerca.
Mientras el grupo de la ronda se armaba, hablé con Josué Javier.
Josué Javier tenía un collar con un diente de sable colgando en su cuello. Estaba ahí porque hace unos meses, mientras exploraba una montaña se topó con un jaguar. “Lo tuve que matar”, me dijo. Tres meses antes su madre había muerto.
Josué sube esa montaña, –que dice él está impregnada con oro– para ver todos los mares.
“Uno puede verlo todo, desde las luces de los barcos, hasta las luces que quién sabe donde están. Yo creo que uno tiene una sola vida, y a mí me gusta aprovecharla conociendo mis tierras”.