Las palabras fueron frías, claras y realistas: “usted puede hacerse cargo de uno o dos niños, de los que pueda cuidar”. Ana, quien pidió que protegieramos su identidad y la de su familia, dijo: “Me quedo con los cuatro. No los voy a separar”.
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Lo que Ana sintió al ver a Mónica fue más que amor a primera vista. Ella experimentó un sentimiento especial que se reforzó cuando conoció a sus otros tres hermanos, entre ellos Matías, un niño con discapacidad. La nena tenía menos de dos años y en su carita cubierta por parches de suciedad, sobresalía una herida.
Ana y su esposo Enrique visitaron a la familia de Mónica porque como desde hace mucho tiempo se dedicaban a llevar alimentos y entretenimiento a niños que viven en extrema pobreza, un compañero de su hijo les habló de un núcleo que vivía en condiciones muy vulnerables. Quedaron de ir. Pasó el tiempo y a Ana le ofrecieron una silla de ruedas para un niño que la requiriera. Ella pensó de inmediato en ellos. Finalmente fueron a conocerlos, sin tener noción de como todo cambiaría.
Hoy ella tiene la custodia de Mónica (8), Melissa (9), Matías (10) y Manuel (15).
Esta mujer, quien es madre de cinco hijos biológicos y que crió a su hermana menor, pensó que a las puertas de sus 60 años haría cualquier cosa menos volver a criar. Antes de adentrarse en su historia dice que quien merece el mérito es Dios y que lo que está haciendo ahora, es solo obra divina.
“Quiero que sea el nombre de Dios y el Señor Jesucristo que se exalte. A mis casi 60 años yo sería libre. Mi última hija se casó hace tres meses. Podría estar haciendo otras cosas. Dedicarme más a mis nietos y esposo; pero Dios los trajo. Los amo. Los conocí hace seis años. Ha sido difícil. A veces me he sentido ahogada, pero Dios pone tanto el querer como el hacer”, dice Ana, quien cuenta que asumió la crianza de sus hermanos cuando ella tenía 12 años, pues su mamá los abandonó. Luego su papá rehizo su vida, nació una niña (cuando Ana tenía 24 años) y la madre de la pequeña también se fue. Ana la crió como suya.
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Regresamos a aquel primer cruce de miradas entre los ojos enternecidos de Ana y los curiosos pero asustadizos ojos de Mónica.
“Siempre he tenido sensibilidad por los niños en condición vulnerable, pero cuando los vi a ellos sentí algo muy diferente. La más pequeña tenía la carita herida. Tenían piojos, me dio tristeza ver a su mamá delgadita, con un hijo especial y con un esposo que no apoyaba”, profundiza Ana.
Ana y Enrique se prometieron ayudar a la familia, principalmente a los niños. Los esposos vivían en su casa con lo justo y necesario para ellos, por lo que empezaron a pedir ayudas para llevarle alimento a sus nuevos amigos. Además, querían mejorarles las condiciones del lugar que habitaban, pues las paredes estaban recubiertas con cartón y plásticos.
“Fue un compromiso. Aquella vez mi corazón se inclinó por la más pequeñita. Andaba una blusa con solo una manguita puesta. Yo la alcé. Mi esposo y yo nos vinimos destrozados. Mis hijos empezaron a buscar ayuda y en un mes pudimos levantarles una cabaña de madera con dos cuartos y cuarto de pilas. Seguimos visitándolos”, continúa.
Pasaron cuatro años en los que cada semana iban hasta aquella casa llevando frutas y verduras. La relación se estrechaba y Enrique sentía que algo no estaba bien con los padres biológicos de los niños.
“Mi esposo empezó a decir que creía que ellos eran adictos (a las drogas). Yo creía que no.
“Poco después nos dimos cuenta de que la mamá era adicta. Una vez me llamó a decir que estaba desesperada. Ella decía que no quería perder a sus hijos. Yo le decía que los cuidara, que cambiara, me contó que tenía dos hijos más. Uno estaba con su papá y la otra en custodia del Patronato Nacional de la Infancia (PANI).
“Nosotros la llevamos a un psicólogo pero las cosas iban de peor en peor. Yo no quería que ella sufriera. Pasó el tiempo y ella se separó del papá de los niños, e inició una relación con otro muchacho que era adicto. Yo tenía miedo”, recuerda.
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Amor que salva
Aún convencida del sentimiento que tenía por aquellos niños, Ana no pensaba en llevarlos a vivir con ella. Ella oraba pidiendo que los padres de los niños se restauraran. Las plegarias se elevaban, principalmente, cuando ella tenía oportunidad de traer a los niños menores a su casa.
Una vez, cuando venía en un autobús con las dos pequeñas, a quienes vio descuidadas, las abrazó, cerró sus ojos y dijo: “Dios, solo si usted quiere, yo las llevo a mi casa (a vivir), sé que usted me va a capacitar”. Pasó un tiempo.
Ella volvió a reunirse con los tres niños menores y la más pequeña tenía, otra vez, la carita herida.
“Me dijo que se cayó, le dije que yo estaba para ayudarla. Me dijo que el hombre que vivía con la mamá llegó drogado y que iba a tirar a su hermanito especial a un río. La mamá no lo permitió y él empezó a golpear a la mamá, las chiquitas se metieron a defenderla (...).
Esa noche no dormí. En la madrugada me levanté y volví a orar de la misma manera. Le dije a Dios que sí el quería yo estaba dispuesta, pero no quería hacerle daño a la mamá”, cuenta.
Los niños regresaron a la casa, pasaron tres meses, el PANI daba seguimiento al caso. Ana volvió a llevar a los niños de visita a su casa. “Esa noche la pequeña me abrazó y dijo que en la casa peleaban mucho. Que hace una semana la pareja de su mamá la golpeó y le arrancó los dientes. Ella me abrazó y se puso a llorar. Luego me contó que esa noche todos los hermanitos se metieron al cuarto a orar para que yo llegara.
“Yo me dije a mí misma que no podía devolver a los niños, pero no quería denunciar a su mamá, me dolía porque yo sabía que estaba incapacitada. Sé que ella los amaba de alguna manera. Si usted escucha las niñas son educadas y especiales”.
Al día siguiente Ana salió a hacer algunas diligencias y dejó a su hija al cuidado de los niños. De repente recibió una llamada en la que su muchacha le decía que la casa estaba rodeada por policías y que había un juez. Ella le dijo que abriera la puerta, que no había porque sentir temor.
“Llegaron del PANI a recoger a los niños. Mi hija les dijo que iban a desayunar, entonces los funcionarios le dijeron que si podía alimentar también al hermanito de ellas que ya habían recogido. Habían allanado la casa de los niños. La mamá estaba acusada por ingerir drogas y licor. Al niño especial lo llevaron al hospital.
“Luego me llamaron para ver si me podía presentar. En el PANI la trabajadora social me dijo lo que pasó. Les conté lo que pasó, que yo los conocía. Dijeron que ellos no tenían ningún familiar para que se los llevara, que si yo podía hacerme cargo de uno o dos, porque los niños hablaban de mí. Yo llamé a mi esposo e hija que éramos los que vivíamos en la casa. Él me dijo que no podíamos dejarlos, que los iban a separar. Los trajimos por seis meses. Pensé que en ese tiempo la mamá iba a cambiar, a ellas les dan oportunidades. Pasaron siete meses y ella no cambiaba. Quedó embarazada, tuvo otra bebé y ya se la quitó el PANI. Yo quería hacerme cargo, pero es imposible porque Matías con su discapacidad es como un bebé que necesita pañales: él sufrió un derrame cerebral y perdió la movilidad de la mitad de su cuerpo, y Mónica también los necesita en la noche por sus traumas. Ahora le di un foco y hay días que no moja la cama”, cuenta.
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Han pasado dos años desde que Ana tiene la custodia de estos cuatro hermanos a quienes dice amar y ver como sus hijos. El proceso no ha sido sencillo.
“Manuel, el mayor firmó una carta en la que dice de que no quería volver a vivir con los papás. A él su padre lo explotaba desde que tenía tres años. Lo ponía a pedir en la calle, a llorar diciendo que su madre estaba enferma. Luego lo llevaba a comer diciendo que eran los hombres de la casa y que así ganaban dinero, después el hombre pasaba con el niño a un búnker. Ahí gastaba toda la plata. Muchas veces estos niños no tenían que comer. Tal vez por eso mi apego desde el principio con Mónica, ella buscaba comida por sus propios medios desde que tenía año y medio”, dice Ana, sin poder contener las lágrimas.
Ana afirma que hace todo por amor. Desde poner a las chicas a estudiar (el último año en clases virtuales), soportar las diferencias con el hijo mayor que está en edad adolescente, así como tener que enseñar, paso a paso, a Matías a ir al baño, a usar una cuchara y hasta a enfrentarse a dificultades para sacarlo de casa porque el transporte no llega hasta donde viven ahora.
Pero esta madre dice que se reconforta y cae en cuenta de que todo vale la pena cuando encuentra cartas de los niños diciendo que la aman, o llegando a abrazarle las piernas cuando ella lava platos.
“Una vez abracé a mi hija y le pedí perdón, pensando que tal vez por amor actué a la ligera y que no estaba preparada para afrontar todo lo que habían vivido mis niños. Me fui a lavar trastes y me puse a hablar con Dios. En eso las chiquitas llegaron, me abrazaron y me agradecieron por dejarlas vivir aquí. Me dijeron: ‘¿Es difícil, verdad? Pero gracias por no dejar que nos llevaran al albergue’”, dice Ana, quien celebra el avance de Matías, quien una vez le preguntó que si ella era su mamá.
“Yo le dije que no, que su mamá era Vanessa, entonces me dijo que yo era su mamita.
“Hay días difíciles, pero otras veces encuentro cartas en la cama donde ellas me ponen que me aman. Que si estoy cansadita, que en la noche me hacen masajitos. Esas son cosas que me dan fuerza. Mi hija que se casó se los lleva cada quince días para que yo haga algo diferente”, explica Ana. Cuenta que al inicio de la pandemia fue difícil porque su esposo se quedó sin trabajo. Desde entonces el PANI les otorga una ayuda económica. Hasta ahora no los ha adoptado, pues de hacerlo, le retirarían el aporte monetario. En casa solamente su esposo trabaja. Ella se dedica a los niños.
En varias ocasiones funcionarios le han dicho con franqueza a la mujer que si siente que no puede con los niños “puede entregarlos”. Ella se niega, primero por el vínculo creado y por pensar que pueden ser maltratados. Tiene la custodia de ellos hasta que cumplan 18 años.
“La hermanita menor de ellos estaba en el centro del PANI en el que detuvieron a dos funcionarios por supuestos maltratos. Yo no podría dejarlos ir. Aquí están bien. Todos reciben clases de violín. Mi hija les enseña”, dice orgullosa.
¿Por qué lo hace, por qué quiere tanto? Ana resume su respuesta a una palabra: AMOR.
“Esto es amor, definitivamente. No es por dinero porque lo que recibo son ¢3.000 diarios por cada niño. Lo demás lo ponemos nosotros. Esto es amor.
“Hoy tengo cuatro hijos más. Los veo así. Siento que son parte de mí. Estoy contenta. Esto me hace tener más fuerza. Si tuviera que devolver el tiempo y me dijeran que puedo quedarme sola y que los niños sigan con sus papás, yo no lo haría. Son parte de mi vida”.