En las primeras escenas de la tercera temporada de la serie La casa de papel, dos de los personajes principales, Tokio y Río, se entregan al ocio absoluto en un escenario inmejorable, en el archipiélago Guna Yala, de Panamá: una minúscula isla de arena blanca rodeada de un espectacular mar turquesa, con solo unas cuantas palmeras entre ellos y un cielo infinito. Algo así como la versión más exagerada posible de lo que es darse la gran vida.
Allá van a dar el par de bandidos de la popular producción española de Netflix tras ser parte de un atraco que los convirtió en insoportables millonarios. Ellos, como casi todos los que hemos hecho planes imaginarios para ese premio mayor de la lotería que nunca ganaremos, visualizaron el resto de sus vidas enmarcado en una calma absoluta, esa que solo puede alcanzarse con el agua del Caribe enterrándonos los pies en una playa despoblada, sin las mundanas preocupaciones de los infelices mortales que deben penquearse día a día en eso que tanto dignifica (trabajo, que le llaman).
Desde luego que Tokio y Río no podían quedarse por siempre en aquel paraíso: su naturaleza humana los traiciona y la vida los inyecta nuevamente de la adrenalina propia de una historia de fugitivos. Allá ellos. Y si bien estamos claros en que la trama de La casa de papel no es más que un invento muy bien contado, la representación que hace Netflix de la vida en aquella isla salida de un sueño ocioso es absolutamente apegada a la realidad.
Como bien indica la serie, el paradisíaco escenario es la isla Pelícano, una de las 365 pequeñas islas que componen el archipiélago Guna Yala, mejor conocido como Islas San Blas, en la costa Caribe de Panamá. Para muchos televidentes, aquella mención fue la primera señal de la existencia de un sitio así, pues, curiosamente y pese a la cercanía entre Costa Rica y Panamá, es poco lo que se conoce de este lado de la frontera sobre uno de los principales atractivos turísticos del país vecino.
Todo esto viene al caso, no por La casa de papel, sino porque semanas atrás tuve la oportunidad de visitar junto a mi familia las islas San Blas, siguiendo la recomendación entusiasta que nos dieron todos los panameños a quienes pedimos referencias sobre sitios turísticos imperdibles en su país. No es cuento: pregúntele a quien sea allá y el “¡San Blas!” saldrá disparado aún antes de que usted ponga el signo de interrogación.
OK, ahora lo obvio: Costa Rica y Panamá guardan amplias similitudes y es fácil resaltar que si algo nos sobra a los ticos son playas espectaculares en ambas costas, por lo que con qué necesidad se iría uno a buscar algo similar en el país de al lado. Bien me lo dijo un amigo venezolano cuando vio una publicación que hice sobre aquellas vacaciones: “¿Por qué un tico se va a pasear a Panamá? Es como que un dominicado se vaya buscar playas a Haití”.
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Sin embargo, ni él ni la mayoría de amigos con los que he hablado en los últimos días estaban al corriente de la existencia de las San Blas. Admitiendo mi ignorancia, reconozco que nunca antes escuché hablar del mencionado archipiélago y que mi conocimiento sobre los atractivos turísticos de Panamá se limitaba al canal interoceánico, unos cuantos sitios de interés en la capital y los masivos centros comerciales (¿Albrook, alguien?). Qué equivocado estaba.
Así que sirva la presente para introducirlo a un puñado de islas panameñas que valen cada dólar invertido en llegar a ellas y de las que debemos hablar más, no solo por su desbordada belleza, sino también porque el cambio climático se les viene encima con pronósticos descorazonadores.
Símbolo de autonomía
Las islas Guna Yala son 365 (una para visitar cada día del año, como señalan con humor los locales) y son administradas por la etnia indígena guna, la cual es autónoma en muchos aspectos políticos, sociales y económicos del Estado panameño, al punto de que incluso existe una frontera física que separa el territorio guna del resto del país (no olvide su pasaporte. Es en serio).
Algunas de las islas son pequeñas ciudades flotantes, otras no van más allá de unos cuantas decenas de metros cuadrados. En las que son suficientemente grandes para ser habitadas, los guna cuentan con servicios como electricidad (generada con energía solar), televisión satelital, restaurantes y alojamientos para turistas.
El viaje desde Ciudad Panamá por carretera toma poco más de dos horas. La primera parte del recorrido es sobre la autopista en excelente estado que se dirige hacia Darién, mientras que el resto del camino es sobre una sinuosa y estrecha carretera en medio de las montañas que se adentra hacia la costa atlántica (no es cuento: el curverío y los subibajas son nivel Monte del Aguacate con esteroides). Ya una vez en el Puerto de Cartí, los guna lo embarcarán en un bote de motor que lo llevará a algunas de las islas para disfrutar del día o, si lo tiene a bien y la billetera le da, puede optar para pasar las noches que desee en alguna de las multiples ofertas de hospedaje, que van desde dormir en una hamaca en medio de las palmeras a bien acampar, pasar la noche en una choza de palma o si le parece en cabinas privadas bien equipadas cuyos balcones conducen directamente al mar.
La alimentación es sencilla y poco pretenciosa, pues los guna hacen una oferta que no se puede rechazar: ponerle en su plato el pescado y mariscos de mayor frescura, literalmente. Ahí usted sabe que el pulpo que se está comiendo salió del mar apenas horas antes, y que el aceite de coco que adereza el arroz fue obtenido de la palmera que está a pasos de distancia. Preguntar si el pescado es fresco no solo es ofensivo, sino absurdo.
En las islas todo está pensando en función del descanso. Si su sueño idílico es escaparse a un lugar donde pueda desconectarse por completo, ahí no tendrá otra opción: los visitantes están confinados a islas que se pueden recorrer a pie en menos de una hora, con limitadísima por no decir nula cobertura celular, sin acceso a Internet, y donde las actividades posibles se limitan a dormir, comer sabroso, tumbarse en la arena o nadar en medio de peces de todos los colores en un mar tan calmo que más semeja una piscina. ¿Está usted a la altura de tan retadoras circunstancias?
Si quiere agregarle emoción a su estancia puede esnorquelear con seguridad de que a pocos metros de la playa topará con una espectacular fauna marina (doble puntaje si lo hace en el barco hundido que está en la isla Perro Chico). Los que no saben quedarse queditos sudan un poco con las improvisadas partidas de voleibol de playa, pero dejémonos de falsas pretensiones: ¿quién quiere dárselas de deportista en un natural monumento al sedentarismo turístico? Y, si quiere hacerla toda, sepa que algunas de las islas tienen su bar con vista 360 al mar, donde la cerveza Balboa le sabrá más rica que en cualquier otra parte del planeta.
A todo lo anterior súmele a los guna. Si bien no todos son personas tremendamente sociables (¿acaso lo somos los demás?), con todos los que tratamos tuvimos una grata experiencia: gente apegada a sus raíces y que es feliz de compartirlas con los demás. Blanco, uno de los guías de nuestro bote, se sentó de buena gana a explicarnos particularidades de la vida en un paraíso, poniendo especial cuidado en que las niñas entendieran. Lo hizo no porque se lo pedimos, sino porque él quiso hacerlo.
Dado que el archipiélago es administrado exclusivamente por los guna, todos los visitantes deben tratar con ellos, aún incluso cuando utilicen una agencia turística. Hacia el puerto de embarque no existe transporte público y solo se puede ingresar en vehículos todo terreno (aunque la carretera sí está asfaltada, no verá nunca por ahí un sedán). Por eso, más allá de las variables de precio propias de la oferta y demanda, la mecánica es la misma: cualquier oferente con el que acuerde el viaje está ligado, de un modo u otro, a los guna; irá por usted en un carro grande particular y el chofer le llevará hasta el punto de embarque, para luego recogerle ahí al final de la soleada jornada y emprender el regreso hacia su sitio de origen. Si su grupo es grande no piense en una microbús, pues más bien implicará varios vehículos de transporte particular.
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¿Es seguro ir con niños? Absolutamente, teniendo desde luego los cuidados propios de andar con pequeños seres cargados de energía y curiosidad. Ahí el turismo familiar no solo es permitido, sino apreciado.
¿Cuánto cuesta? Pues depende a quién le pregunte. No existen tarifas estáticas dado que los paquetes varían según el tiempo, actividades y cantidad de islas que el visitante quiera conocer (algunas implican desplazamientos en lancha de más de 40 minutos). Un buen precio es de unos $120-$130 por persona para el ride de un día, incluyendo transporte terrestre ida y vuelta desde Ciudad Panamá a Cartí (irán por usted como a las 5:30 a. m. y lo tendrán de vuelta ya entrada la noche); desplazamiento en lancha a por lo menos tres islas; almuerzo de campeones, y facilidades turísticas. Y no se olvide la obligatoria parada en el famoso banco de arena, una zona alejada de la costa en la que el agua no le llegará más allá de la cintura y donde podrá ver muy de cerca a las características estrellas de mar de esta mágica región del Caribe panameño.
Adicionalmente, todos los visitantes extranjeros deben portar su pasaporte y pagar un impuesto de $20 en efectivo en el puesto fronterizo de los guna (de hecho la recomendación es que lleve su dinero en efectivo y en billetes de denominación baja, pues los restaurantes, alquileres de equipo turístico y deportivo y ventas de artesanía no aceptan pagos electrónicos).
El viaje a las islas San Blas no es barato: es imposible que lo sea, dadas las particulares circunstancias de acceso y servicios (una familia de cinco miembros debe presupuestar no menos de $600... y en efectivo, por favor). Aún así, es difícil encontrar entre quienes han pasado por ahí opiniones negativas, cuando más bien los turistas terminan siendo evangelizadores de los atractivos únicos de la zona.
¿Paraíso perdido?
Si aún necesita más argumentos para terminar de decidirse a visitar este archipiélago, súmele que el tiempo apremia: el cambio climático tiene en jaque a las islas Guna Yana y más pronto de lo que creemos podrían desaparecer bajo las aguas.
A medida que el nivel de los océanos se ha elevado debido al calentamiento global y el deshielo de los polar, muchas zonas costeras han ido perdiendo terreno frente al avance del mar, siendo este archipiélago uno de los que más rápido se han visto afectados. Adicionalmente, el coral que servía de barrera natural se ha visto erosionado por décadas de explotación, lo que ha dejado a las islas indefensas.
La mayoría de las islas de los guna no alcanzan el metro sobre el nivel del mar... esa es parte de su magia. Sin embargo, su falta de altura prácticamente las condena a desaparecer bajo las aguas en cuestión de décadas, al punto de que las autoridades panameñas discuten dede hace años opciones para la eventual relocalización de los pobladores, con la dificultad de que en la cercana tierra firme de la comarca autónoma hay carencia casi absoluta de servicios e infraestructura.
Hablar de décadas parece mucho tiempo, pero cuando se cae en cuenta que uno lleva 10, 15 o 20 años sin visitar determinadas zonas del propio país, la previsible pérdida de este archipiélago panameño se nos viene encima.
Sea por urgencia o por mera curiosidad, tome en cuenta esta recomendación sincera y contemple que sus próximas vacaciones bien podrían implicar un viaje en avión de menos de una hora y la visita a un conjunto de islas salidas de la imagen más idílica del descanso caribeño al que aspira cualquier mortal mientras se come la presa de Circunvalación en hora pico.