Jaqueline Eduarte lleva a sus hijos cerca del pecho, del corazón. Los niños están sublimados en una camisa negra que usa casi que a diario. Es su uniforme y un tipo de armadura en la que encuentra fuerza para trabajar y ganar dinero todos los días, aunque en los últimos meses se ha complicado todo.
Ella vende mentas, violetas y gomitas refrescantes de eucalipto en medio de la calle, al costado oeste de la rotonda de la Hispanidad en San Pedro. A Jaqueline muchos no le ven la cara, mucho menos su camisa especial.
Son casi las 2 p. m. de un viernes 13. A ella poco le importa lo que los supersticiosos dicen de que este día puede ser de mala suerte. Si decide ser negativa podría decir que las últimas semanas han sido así: nadie quiere comprarle sus productos, ni siquiera le bajan la ventana del carro para decirle “no gracias”. Si se va por el lado del optimismo, este día es uno más para “pulsearla” e intentar vender todo lo que pueda para completar una cantidad con la que pretende comprar ropa y regalos en Navidad a sus hijos. Me aclara que no le importa si no le alcanza para comprarse algún estreno para ella.
Es viernes y Jaqueline no solamente depende del ánimo de potenciales clientes que conducen sus vehículos y que se han vuelto más escépticos en tiempos de coronavirus, también está a merced de un semáforo que cambia de color cada 30 segundos. En ese medio minuto tiene que aprovechar para ser encantadora, educada, sonreír con los ojos y convencer a todos quienes pueda de que le compren alguno de sus productos por ¢300 (cerca de medio dólar). Ella lleva mascarilla y pasa como reflejo las manos por su overol para tenerlas limpias.
El semáforo cambió a verde. Los carros avanzan en sentido de norte a sur y su compañero de venta ambulante y pareja sentimental le brinda un par de sorbos de gaseosa con hielo en un vaso de papel. Él, quien prefiere no revelar su nombre, sugiere que si hay una historia que debe ser contada, es la de ella.
--”¿Ya le contó que su papá es no vidente?”, le pregunta a Jaqueline. Ella asiente, cohibida.
Jaqueline, de 28 años, es parte de las miles de personas que buscan ganarse la vida informalmente en el país como vendedores ambulantes. Datos del Observatorio de Comercio Ilícito de la Cámara de Comercio de Costa Rica arrojaron en el 2018 que solamente en el caso central de San José había unos 5.500. En la actualidad muchos de ellos, además de trabajar desde la informalidad y esquivar a la policía municipal que vela porque no obstruyan las vías, ahora lidian con las bajas ventas derivadas por el desempleo de la población y por el temor de las personas a acercarse e interactuar, debido al coronavirus.
Del rojo al verde
Han pasado unos 20 minutos y muchos carros. Una garúa hizo al sol ceder. Solo un hombre se dignó a bajar la ventana automática de su Tucson vino para comprarle unos dulces a Jaqueline. Ella está en el carril del centro, en el derecho se encuentra su compañero Jairo. A él tampoco le ha ido muy bien. Su única ventaja en este día es que lleva un sombrero que también le cubre el cuello. Los rayos ingratos están de vuelta.
Otra vez la luz verde. La muchacha regresa a la baranda en la que le espero. Tiene ocho años de ser vendedora ambulante y ahora está aquí, trabajando en mitad de la calle por los cambios que ha traído el coronavirus.
“Yo vendía en los buses de Guadalupe. Surtía cajetas, turrones, gomitas de chaos (confites de menta). Desde que llegó el coronavirus y por las medidas sanitarias ya no se puede vender en los buses. Yo antes ganaba ¢40.000 por día. Ahora vine aquí porque es difícil encontrar un trabajo. Piden muchos estudios y no los tengo. Solo tengo el sexto grado y me rechazan. Aquí en el semáforo cuando me va bien gano ¢14.000, pero cuesta mucho. Hay personas que no nos ven, cuando nos acercamos dicen que no lo hagamos porque luego los contagiamos y nos cierran el vidrio en la cara. La verdad me siento deprimida”, confía Jaqueline, vecina de los barrios del Sur.
Dependiendo de cómo le vaya el día anterior, esta muchacha asegura comprarse almuerzo en su jornada de ocho horas del día siguiente. De su ganancia, dice, apoya a su padre, un hombre no vidente, a quien agradece haberla sacado adelante desde que ella recuerda.
“Él tiene una pensión no contributiva. Mi mamá se fue cuando yo tenía tres años. Con esa pensión y la bendición de Dios él nos sacó adelante a mi hermana y a mí. Ahora yo vivo en la casa detrás de la de él. Lo ayudo con lo que puedo. También pienso en mis hijos. La chiquita tiene 11 y el niño 8, yo no los tengo, los tienen los tíos porque yo tuve problemas de drogas cuando era más joven. Ahorita tengo deseos de salir adelante aunque la vida se ha vuelto más difícil. Me gustaría conseguir un trabajo formal. Que se componga la economía”, dice. El semáforo se ha puesto en rojo. Es tiempo de regresar.
Jaqueline vuelve a intentarlo una y otra vez. Doña Vera Maritza Vargas aprovecha los segundos para exhalar como si ese suspiro pudiera dotar de fuerza los huesos que han desgastado los años y que empeoran la artrosis en sus rodillas.
Ella está en otro semáforo cercano. Jaqueline le dice, con ternura, la abuela. Ella no está ahí vendiendo. En sus rugosas manos lleva un vaso de plástico celeste con el que con dulzura, pena y educación se acerca a los conductores a pedir una ayuda económica.
El calor de la tarde no se disimula y se empieza a transpirar en las mejillas de esta señora que cuidadosa lleva una mascarilla negra. El sol la hace sufrir y sus pies se notan hinchados. Lleva sandalias de hule, pero nada le da confort a las casi nueve horas que pasa allí de pie. Tiene 61 años y “mucha necesidad”, cuenta.
Sale a buscar ayuda económica desde hace dos años cuando una de sus tres hijas, quien vive en extrema pobreza, empezó con cuadros de depresión y ataques de pánico. Desde entonces ha encontrado en la intemperie y en la solidaridad de las personas la forma de ayudarse ella y sus tres nietos.
En la acera, a unos cinco metros de donde se ubica la borrosa línea amarilla que divide las dos vías de la calle, están sus pertenencias: en unas bolsas tiene un abrigo, alcohol en gel y un paraguas por si los aguaceros de la época aparecen.
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No siente miedo del coronavirus, cree en la protección de Dios, pero lamenta cómo la pandemia ha impactado a un 50% las ayudas que recibía. Eso sí, destaca, recibió por un par de meses el bono Proteger, un subsidio que el Gobierno costarricense otorgó a familias golpeadas por la pandemia.
“Mi amor, aquí estoy porque no me queda de otra. Tengo tres hijos y todos tienen mucha familia, pero principalmente hay una hija que vive en extrema pobreza y necesita de mi ayuda. Yo soy hipertensa, tengo artrosis de rodilla y soy prediabética. Estos días de covid han sido muy duros: hay gente que me rechaza, pero otra me ayuda con voluntad. La ayuda ha bajado demasiado”, cuenta. Antes de marzo, cuando el coronavirus llegó a Costa Rica, dice que diariamente podía recibir ¢15.000 en ayudas. Ahora, “en un día muy bueno” consigue la mitad de ese monto.
Todavía quedan unas cuatro horas para que esta señora termine su faena. De pie en la vía vuelve a suspirar.
Ganarse la vida a gritos: Ser vendedor ambulante y buscar ayuda en San José
La realidad es similar en el centro de San José. En las avenidas y bulevares las personas no cierran la ventana del carro: solamente voltean la mirada y aceleran su andar. Buscan esquivar a quienes están allí para ganarse la vida. Claro que hay algunos se las ingenian para no pasar inadvertidos, como un hombre de estatura media y complexión delgada que, como un torbellino, puede entregar unos dos volantes cada cinco segundos. Es tal la sorpresa que provoca en los peatones que no les queda más que recibir el cuadro de papel que pone en sus manos.
Al chico acelerado le pagan por casi que obligar a las personas a leer una propuesta provocadora: en el volante el hermano Gregorio dice que él le puede ayudar a ligar o a dominar al ser querido e incluso hacer que no pueda dejar de pensar en usted, ¡que llore y grite, que no pueda comer hasta no estar a su lado! Muchos de los volantes terminan en los basureros de cemento cubiertos por bolsas plásticas que constantemente asean los trabajadores de limpieza urbana de la Municipalidad de San José… quizá muchos receptores no llegan a leer tal proposición.
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San José, aún cuando atravesamos una crisis sanitaria, continúa bulliciosa y ajetreada. Lo único diferente es que la mayoría de las personas cubren la mitad de sus rostros con mascarillas.
Otra mujer aparece en este relato: doña Xiomara. Ella no se mueve como el chico de los volantes, su táctica está en extender una tablita de madera roja de la que cuelga una artesanía que de venderse le asegura el sustento.
Ese viernes amaneció siendo como otro, pero en realidad era especial. Doña Xiomara nació un 13 de noviembre de 1955. Este 2020 celebró sus 65 años, lo que la convierte en una ciudadana de oro o adulta mayor en Costa Rica. El único beneficio que encuentra de llegar a esta edad es que este mismo día pudo viajar gratis en autobús, beneficio del que gozan las personas mayores en el país.
Xiomara no es su nombre real, por la naturaleza de su trabajo como vendedora ambulante ella prefiere proteger su identidad para que los policías municipales, quienes tienen el deber de impedir su labor, no la reconozcan.
Este día para ella no es de celebración. Es una fecha más de salir adelante y de subsistir. A cinco metros de donde se ubica ella en un boulevard de San José, la zona en la que abundan vendedores informales ofreciendo comidas, películas pirateadas que ni siquiera se han exhibido en el cine y sombreritos de moda, está don Juan, el hermano de esta mujer. Él es 10 años menor pero luego de ser operado del colon no pudo retornar a un trabajo tradicional o al menos regulado.
Los hermanos venden unos adornos típicos. Cada artesanía cuesta ¢1.000 y las fabrican ellos mismos.
Doña Xiomara lleva su negro y ondulado cabello amarrado con un moño que la refresca del bochorno de la ciudad por la que no dejan de transitar cientos de personas, algunas sin mascarillas, señala preocupada.
En tiempos de crisis sanitaria aparte de la salud le angustia la economía. Todavía piensa en aquellos meses en los que en un día podía vender hasta 50 de sus creaciones. Ahora hay jornadas en las que ella y su hermano no venden ni una, por más bonitas y ticas que se vean. Otros días logran comerciar cuatro o cinco. Esos días puede darse “el gusto” de pagar entre ¢300 y ¢500 para ir a un baño a hacer sus necesidades fisiológicas sin tener remordimiento de conciencia.
“Vendo porque necesito trabajar. Hace 30 años soy ambulante. Durante la pandemia me ha ido mal. La gente ya anda más afuera, anda pegada, no mantienen ninguna distancia: usted los ve sin mascarilla, como que ya pierden respeto al virus. Lo que pasa es que no gastan plata. Se ve que andan ventaneando. Uno aquí la pasa mal. Hay que aguantarse las necesidades fisiológicas, porque si no se consigue quién le preste un baño hay que pagar por uno”, susurra mientras atisba que no venga ningún policía municipal.
Ella porta correctamente una mascarilla de tela que sabe colocarse de la forma idónea para que no empañe sus lentes. Vive en Pavas con sus hermanos y trabajan para ayudarse entre sí. Entró en este camino porque es una forma honrada para ganarse la vida y debido a que su escolaridad y sus años, dice, no le permiten aspirar a otro tipo de labor.
“No soy muy preparada académicamente. Hay que luchar con la municipal. Estos días si se ve la municipal hay que estar guardando (la mercadería, pues los oficiales tienen potestad para decomisarla). Deberían de dar tregua. No solo por el tiempo de Navidad (cuenta que a veces les permiten vender el 24 de diciembre), sino por lo que pasamos en la pandemia. Deberían darnos tregua, darnos un poquito de libertad. Nosotros tenemos que pagar recibos de agua y luz”, dice a modo de ruego. En estos días de ventas bajas es impensable comer alguna merienda afuera. Por ello, Xiomara y su hermano comen fuerte en su casa antes de salir y lo vuelven a hacer al regresar. En caso de que las ventas repunten, pueden ir a tomar algo durante el día.
Isidro Calvo, director a. i. de la Policía Municipal de San José, comentó que en promedio en la capital trabajan unos 3.000 vendedores ambulantes, cifra que se puede elevar a 5.000 en agosto (por el Día de la Madre) y diciembre (época navideña). Con relación a si la Municipalidad de San José ha considerado suavizar la prohibición hacia la labor de los vendedores ambulantes para que puedan generar ingresos en tiempos de pandemia, él aseguró que no.
“La Municipalidad de San José no considera ningún tipo de permiso o tregua, el 24 de diciembre tampoco se ha dado ni se piensa dar ninguna autorización o permiso para ejercer la venta ambulante”, explicó.
Sobre la prohibición de este ejercicio él explica que se debe a que las personas dedicadas a las ventas ambulantes “obstruyen el libre tránsito, generan molestias a los transeúntes, ocupan espacio público y contravienen las normas sanitarias”.
La jornada de Xiomara es de domingo a domingo. Trabaja unas 49 horas, una más de lo estipulado en la jornada diurna del código de trabajo, con la diferencia de que el suyo no está dentro del marco legal, no tiene seguro social, ni vacaciones, tampoco salario fijo ni aguinaldo.
“En este tiempo el Gobierno me ayudó tres meses con el bono Proteger, lástima que se terminó porque me ayudó bastante. Para quien lo supo aprovechar fue una gran ayuda. Yo tengo la esperanza de que esto se normalice, que la enfermedad pase y que haya trabajo para todos (a inicios de octubre se reportaron 544.000 personas sin trabajo en Costa Rica, según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos). Hay muchachos jóvenes en la misma situación. Aquí en una tienda se hace una fila de hasta 200 metros de muchachos jóvenes que vienen por la solicitud de un trabajo porque no tienen trabajo”, lamenta.
Doña Xiomara tiene edad para estar pensionada, pero las cuotas no son suficientes. Con añoranza recuerda los 16 años que trabajó en el Servicio Central y como telefonista para la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS). Hoy, con sus 65 recién cumplidos, añora esos días.
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Dos oficiales de la Policía Municipal de San José se refugian del vaho y del trajín de un mediodía. A escasos metros un joven vendedor ambulante no se percata de la presencia de ellos por estar enviando audios desde su celular. Entre el brazo izquierdo y el tórax protege una lámina de plástico negro en la que están pegadas con cinta adhesiva las últimas películas para ver en DVD: las portadas del empaque en el que están insertas se ven un poco decoloradas, pero claramente se leen los títulos. Él no ofrece el producto, a nadie parece interesar comprarle. Los policías continúan conversando y viendo a los transeúntes pasar. Parece ser un día normal.
Muy cerca, sin molestar a nadie, casi imperceptible, está quien podría convertirse en un ícono de San José, solo que para serlo, las personas deben verlo, o por lo menos, querer hacerlo. Se llama Richard Frank y aguarda con una serenidad incomprensible sentado en una silla de ruedas.
Él no está en la capital para vender nada. Se encuentra allí buscando la solidaridad de las personas. Nació sin brazos ni piernas. Por su condición no puede trabajar y al ser inmigrante nicaragüense y no contar con documentos no recibe ninguna ayuda del Estado, asegura. Es padre de tres niños y en tiempos de pandemia no ha dejado de salir de casa porque la única manera que tiene para llevar sustento al hogar es buscando la ayuda de quienes pasan por San José, específicamente por el boulevard de la Avenida Central, cerca de la tienda Adoc.
En estos tiempos complicados lejos de quejarse insiste en que Dios le ampara y que confía en Él: primero para que lo cuide del coronavirus y adicionalmente, para que le permita continuar recibiendo ayudas y así llevar alimento a su casa. Hoy se acompaña de una mascarilla y de la fe de todos los días.
Frente a este hombre que puede resultar inspirador se visualizan un grupo de personas, principalmente hombres que trabajan concentrados y sin el estado de alerta de la mayoría de vendedores ambulantes. Son artesanos y cuentan con una autorización para vender sus productos; aún con este beneficio las ventas no están garantizadas. Henry Ruiz, quien se dedica a esta labor desde hace 10 años, dice que los ingresos han bajado un 70%, pero con este panorama no puede sentarse a lamentar y cada día llega al lugar a las 5 a. m, para encontrar una buena posición (porque no tiene espacio fijo), ponerse a trabajar y luchar por ganar algo.
Las yemas de sus dedos están tostadas. Sus manos son veloces para entrelazar cordones y formar pulseras de macramé. Los extremos deben irse quemando para que no se deshilachen. Lo hace como un maestro. En 20 minutos puede tener una pieza lista que se vende en ¢3.000. Lamentablemente la baja en el turismo desde la llegada de la pandemia ha impactado negativamente sus ventas.
Ahora cuesta más que las personas se acerquen a ver sus llamativas y artesanales creaciones hechas con piedras naturales.
Tras seis horas de trabajo solamente había vendido ¢2.000.
“Es duro. A veces la gente no se acerca mucho. Tienen miedo más bien. Se espantan. Yo tengo cuatro hijos y esposa. Vivo en Cinco Esquinas de Tibás. Salgo adelante por la voluntad de Dios. Lo que más me preocupa es el alquiler de la casa. Pago ¢215.000, más la comida. Es angustiante, pero vamos adelante”, explica este hombre, de 44 años, quien llegó de Nicaragua hace 20 buscando una vida mejor. Desde que el coronavirus afectó la economía costarricense, él no ha podido volver a enviar ayuda a sus padres ,quienes viven en León, una ciudad al norte del país vecino.
Henry usa mascarilla de tela y camiseta de tirantes. Sus brazos son fornidos y bronceados. Mientras habla de sus temores, su hijo Jacson Ruiz, de 17 años y quien recién terminó su quinto año y le está acompañando para “no aburrirse en casa”, atiende a una muchacha que llega a preguntar por una pulserita tejida en color rojo “para la buena suerte”. Cuando ella habla se baja la mascarilla y deja al descubierto su nariz y boca. El muchacho da dos pasos para atrás. Tiene su propio protocolo. La chica entiende y se vuelve a cubrir. Decide llevarse el accesorio.
“De esta época lo que más me angustia es que no me alcance el alquiler. Que no me alcance la comida”, repite. “Siempre ando protegido. Trabajo todos los días. No queda opción. Tengo 18 años de vivir aquí. Mi familia vive allá y la están pasando duro. Quisiera ayudarlos como antes pero no puedo”, dice el artesano mientras hace una nueva pulsera.
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La necesidad no puede pensionarse
Don Fernando tiene una realidad diferente, pero temores similares a los de Henry. Las últimas semanas se ha sentido desesperado. Y no ha encontrado más salida que pasar de lo formal a lo informal.
Él tiene un chinamo con patente municipal en San José que le da potestad para vender. Hace meses que nadie llega a comprar, entonces sale a buscar a los clientes aunque con ello desafíe a los policías municipales. Su nombre real no es Fernando: también necesita proteger su identidad.
De sus macizas manos morenas brotan como margaritas un montón de tiras de colores que al final tienen amarradas pelotas plásticas. Él sujeta tres docenas de “pata patas”, estos juegos tradicionales y artesanales, que él mismo fabricó para llamar la atención de niños y grandes y así ver si logra vender algo. Son entretenimiento sano, ideal para la pandemia.
Tiene 72 años e incontables enfermedades que lo hacen, aparte de su edad, una persona todavía más vulnerable al coronavirus. No tiene otra opción que pulsearla en la calle.
“Me vi obligado a cerrar el chinamo y salir a vender. Durante la pandemia solo me dieron dos bonos. Tuve que despedir a toda la gente del negocio. Tenía dos empleados. Tengo cerrado. No tengo ni para mí. Debo mantener a tres nietos. La pensión por el Estado me la tienen rezagada. En mi casa viven siete personas. Mi señora me ayuda haciendo manualidades. Mi hija hace pulseras. Pago ¢190.000 de casa. Ni siquiera pienso en el temor del virus porque no puedo quedarme en casa. Antes vendía entre ¢50.000 y ¢65.000 diarios. Ahorita si acaso vendo ¢10.000. Los pata pata cuestan ¢700 y ¢1.000”, explica.
Por su cara se deslizan gotas de sudor. El día está caliente. Por un lado promocionan 10 limones por 1.000, a la vez se cruza la imponente voz de una mujer ofreciendo dos pedacitos de la lotería navideña. Ni eso se vende. Las personas no están comprando ni la suerte.
Don Fernando tiene desgaste en su rodilla derecha. Le duele mucho estar de pie. Trata de apoyarse en la izquierda. Es casi la 1:30 p. m., y no ha almorzado; es diabético y cree que el sudor es más por falta de comida que por calor. Apenas ha vendido ¢2.000 y el almuerzo en el lugar más cercano cuesta ¢2.500.
Una niña pequeña, que además de mascarilla de dibujos animados lleva una careta que tiene dibujada una corona, se suelta de la mano de su mamá atraída por los pata pata. Por instinto la pequeña toma uno de los juguetes tradicionales. La mamá no tuvo tiempo de reacción. Acepta comprar uno. Le paga a don Fernando y de inmediato saca una botella de alcohol en gel de su bolso para limpiar sus manos y las de su hija. El señor sonríe a medias.
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Don Fabio, de 74 años, sí tiene pensión. Es del régimen no contributivo y es lo único con lo que cuenta en la vida. Es vendedor ambulante en San José porque debe pagar el alquiler del cuarto en el que duerme; también debe costear su comida.
La piel de este señor tiene manchas de esas que dejan los años y está pegada a los huesos. Camina pausado y vende sentado. Trata de pasar incógnito con una gorra oscura. Esa es su técnica. No se mete con nadie y cuesta que hable.
Se sienta cada vez que pueda en las orillas de las macetas gigantes que están clausuradas con cintas amarillas que cada vez lucen más débiles por aquellos que las corren para hacerse un espacio aunque se evidencia que está prohibido. Él vende plantillas para zapatos, sostiene un puño de colores sobrios, guarda una reserva en una bolsa. Lamenta la llegada de la pandemia.
“Claro que no vendo igual. Se vende mucho menos. Yo tengo que estar sentado porque soy operado de trombosis, por eso trabajo tres horas en la mañana y tres en la tarde. Lo hago para pagar el cuarto en el que vivo que me cuesta ciento veinte al mes. Lo bueno es que vivo aquí en San José”, susurra.
Vive solo, confía que perdió a su familia por el alcoholismo. Suma 20 años de no probar alcohol, pero no pudo recuperar a los suyos. Se aferra a vivir como pueda.
En las dos décadas que este menudo y melancólico señor tiene de vender, ha sabido jugársela para no tener problemas con la policía municipal. Él cuenta su estrategia.
“Si uno los bendice, no se deja conocer y está atento, es difícil que lo cacen. Lo difícil es cuando usted se pone a hablar por teléfono, los maldice o se distrae viendo culos o rabos, hay que estar atentos para que no lo conozcan porque o sino ellos lo conocen, luego lo ven sentado y saben que usted está vendiendo”, dice convencido.
Usa una mascarilla que está percudida. Antes de preguntarle por sus sentimientos relacionados con la pandemia, confiesa que quiere que el coronavirus al que tanto temen muchos costarricenses y por el que, al 24 de noviembre, han fallecido 1.662 personas en Costa Rica, lo mate.
—¿Por qué quiere morir?
—Quiero que el virus me mate porque yo sé para donde voy.
Adicional a ser un experto vendedor, don Fabio cuenta que es un maestro de la Biblia; dice que quiere dejar este mundo porque sabe que le espera la vida eterna en el cielo.
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Silvia se ve agotada. Transpira el olor del sol y la garúa que se secó en su ropa. Es tarde y no ha vendido nada. Tiene 30 años pero aparenta más. Ha sufrido mucho, cuenta. Es mamá soltera de tres chicos de 13, 11 y 10 años. Trabaja como vendedora ambulante para sacarlos adelante. Antes el negocio daba para vivir…
Pero “esta maldita pandemia” se trajo todo abajo”. Se ve furiosa, luego más bien frustrada, deprimida, triste. No permite que la cámara retrate sus emociones, no puede consentir que su rostro sea público. Su labor no es permitida y aunque no le esté yendo nada bien necesita seguir ejerciéndola.
Silvia vigila una bolsa muy grande colmada de medias y boxers de hombre. En tiempos buenos ganaba hasta ¢30.000 diarios, esas ganancias la ayudaron a subsistir cuando lo perdió todo en un incendio. Ahora vive en Cristo Rey. Una vecina le ayuda a vigilar a sus hijos mientras ella trabaja ocho horas diarias. Hay días en los que no se vende nada.
Usa una mascarilla que por ratos aleja de su cara para refrescarse. Mientras mira vigilante que no se acerque algún oficial que podría decomisar sus productos, una de sus colegas vendedoras nos mira al fotógrafo Alonso Tenorio y a mí con desagrado.
“No mujer, ellos no son malos”, le dice a su amiga de ventas. La vendedora está al otro lado del boulevard sujetando con fuerza los tirantes para brasiere que vende. Al lado una señora ofrece tizas mágicas para matar cucarachas. Nadie se detiene a comprar.
“El negocio está muy malo. La gente no se acerca y si lo hace no compra mucho. Está malo el comercio por la enfermedad y no hay trabajo. Hay días que no se vende nada. Espero pronto poder vender. Tengo que pagar casa. No quiero que me toque tener que andar rodando otra vez con mis hijos, no quiero que me saquen de la casa. Es horrible estar aquí con temor a la policía. Andamos con hambre. Si el día antes no se vende, difícilmente se coma al otro día. Lo que gano es para mis hijos. En estos tiempos la esperanza es vender para comer”.
Silvia agradece que escuchen lo que siente. De inmediato empieza a promocionar con voz de auxilio una oferta de medias de tres por ¢1.000.