A pesar de que todos somos un tubo abierto de sudor, nadie le gana a Luis Quetzal con sus largas mechas destilando en agua. De los veinte que nos encontramos debajo de una cerrada carpa de sábanas, Luis es quien muestra más calma que ninguno. Susurra mientras su nariz gotea el sudor de la frente y abre con sus manos un portal de oración entre el humo que ligeramente asciende hasta topar con el techo.
Sudamos más. Para unos pulmones novatos en la ceremonia de Temazcal el aire ahumado resulta incontrolable. Los más pequeños ceden sus cuerpos y sus pupilas al calor, mientras que los más experimentados inhalan con fuerza y cierran sus ojos para dejarse llevar por una oración silenciosa.
Luis se siente como en su casa. De alguna manera esta carpa encierra su hogar espiritual. Su vida, recorrida entre plantas, piedras, ríos y montañas, es el mundo entero.
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El hombre medicina
Luis Quetzal, de 42 años, es un chamán indígena. Algunos lo llaman curandero, aunque usualmente se le conoce como awá.
Desde hace 34 años se dedica a sanar. Es un investigador que no necesita de telescopios para diseccionar su entorno; es un doctor que no requiere de un estetoscopio para revisar a sus pacientes.
La medicina está en las montañas que abraza como un viejo conocido, pues su crianza le tejió una simbiosis con lo que alcanza su vista.
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Desde los ocho años, su madre y abuela hicieron que viera la montaña como un mundo sin cercas. La familia se internaba durante meses completos para caminar en trillos y averiguar qué plantas encontraban con funciones medicinales.
“Yo me debo a mi mamá”, cuenta Luis con voz queda. Él habla bajo, verdaderamente bajo. No necesita gritar y, cuando conversa con otros miembros de la comunidad a la distancia, su tono de voz no sobrepasa los susurros.
“Por mi mamá encuentro las medicinas. Por ella soy”, cuenta.
El apellido de Luis devela ese arraigo maternal. Él pertenece a la comunidad indígena cabécar, que se organiza mediante clanes.
Por ejemplo, el padre de Luis es del clan venado, pero él lleva el Quetzal en su apellido porque hereda la agrupación perteneciente a la madre.
Cada uno de estos clanes sociales funciona y adopta su dinámica según los talentos. Los Quetzal son hábiles para la medicina; otros clanes son grandes agricultores; otros, diestros cazadores… “Y yo me siento feliz de ser Quetzal”, asegura.
Este linaje deja a los cabécares en una suerte de doble identidad, pues ante el Estado se identifican con los apellidos del padre (en el Tribunal Supremo de Elecciones Luis lleva el apellido Salazar), mientras que en su comunidad se adscribe al clan de la madre, rasgo que influye para el resto de su vida.
Esa herencia materna desembocó en que Luis se convirtiese en un intermediario entre el mundo físico y el espiritual. Su formación fue de extensos estudios sobre la historia de su pueblo, sobre las bondades de las plantas y el poder de los cantos de sanación.
Las pantorrillas venosas de Luis delatan esa vida de caminatas incansables. Sus extremidades marcadas por músculos paridos de expediciones naturales dejan en evidencia años de exploración.
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Luis me cuenta, sin titubeos, que él es espejo de su progenitora. Incluso me dice que su madre, de 65 años, camina 20 kilómetros en la naturaleza todas las mañanas. “Así lo hace y así lo seguirá haciendo”, asegura. “Así también soy yo”.
Luis y yo mantenemos nuestra conversación en Ujarrás de Buenos Aires de Puntarenas, poblado ubicado al sur de Costa Rica, en un vasto rancho atravesado por un río decorado por insondables piedras que aparecen como jocotes gigantes.
Ujarrás es una de las comunidades más pequeñas del territorio cabécar en el país. Para adentrarse, hay que atravesar una pequeña quebrada de río y unas cuantas casas donde niños con camisetas del Deportivo Saprissa patean pelotas de fútbol.
El resto de la población cabécar costarricense se encuentra en el Valle del Pacuare, en la reserva indígena de Talamanca y en Alto Chirripó, de donde es originario Luis.
Él es parte de una familia de nueve integrantes que vive en Sitio Hilda, zona indígena establecida en Alto Chirripó. La mayor parte del tiempo Luis se turna entre Sitio Hilda y Ujarrás para realizar ceremonias rituales y dar clases de medicina a sus estudiantes.
En ocasiones, toma hasta cinco buses para desplazarse de un sitio a otro, sobre todo cuando debe hacer paradas en San José. Últimamente sus visitas a la capital se han incrementado pues, en la pasada Feria del Libro, se convirtió en el primer representante indígena en esta fiesta literaria que contabiliza veinte ediciones. “La gente me preguntaba mucho sobre nuestra cultura, estaban muy interesados. Siempre preguntan mucho. Yo soy feliz de poder hablar, de que conozcan un poco más. Me hizo feliz estar ahí”, recuerda.
Las contribuciones que pide Luis para sus ceremonias son justo para saldar su transporte con el fin de realizar presentaciones. Su faceta de cantor lo suele llevar a presentaciones a San José. Anteriormente, ha presentado sus cantos en Bolivia, Colombia, México y Estados Unidos. Incluso, el próximo octubre regresará a Norteamérica tras una invitación que recibió para cantar en Nashville. “Es bueno saber que a la gente le interesa esto”, cuenta.
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Manteniendo la cultura
En Ujarrás, Luis realizará la ceremonia de Temazcal, un rito muy conocido en México que en náhuatl significa “casa donde se suda”. Luis prefiere llamarle a este baño como “calor del camote”.
“Quienes van a venir a la ceremonia son personas que quieren limpiarse, que quieren sanarse por dentro. Viene gente que se enferma mucho. En muchos casos, la enfermedad física viene de algo interno. En esta celebración nos limpiamos”, adelanta.
Tras una larga conversación en voz baja, Luis me pide permiso. Debe “dar consulta” a una familia que ha llegado a buscarlo en este rancho
Antes de realizar la atención médica, Luis mira su teléfono para verificar la hora. Deja ver un celular de hace unos cinco años, delgado, del cual echa mano solo para realizar llamadas fuera del rancho ante la falta de señal telefónica.
El uso que le da el chamán a su teléfono dista mucho del que le dan sus estudiantes de cultura cabécar pues, en este mismo rancho, me presentó a dos de sus estudiantes de medicina. Uno de ellos es Jose Alberto, un niño de unos seis años que lleva una playera de la franquicia Star Wars. Junto a él está Jimena, una niña unos tres años mayor que luce una blusa de la heroína de cómics Wonder Woman.
Ambos niños recurren mucho más al teléfono que Luis. Jose Alberto, por ejemplo, tiene un videojuego que visita cada cierto tiempo en su celular.
“Nuestra cultura se mantiene. Estamos lejos de la ciudad, estamos lejos de todo", cuenta Luis una vez acabada su consulta. "Tal vez en los pequeños es diferente. Crecen en otra época. Pero ellos aprenden español en la escuela y tienen nuestra lengua en la casa. Conviven las lenguas. Ellos saben la historia cabécar. La tienen clara y eso es importante”.
El pueblo cabécar es una de las etnias indígenas de Costa Rica que ha tenido mejores resultados en su intento por mantener sus tradiciones. Además de preservar la medicina natural, también han asegurado su danza e idioma en un mundo globalizado. Según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, existen unos doce mil habitantes cabécares.
Casualmente, Ujarrás fue una de las primeras comunidades en ser declarada territorio indígena. Sesenta y dos años después, la comunidad se mantiene sin internet, con un ambiente de tranquilidad absoluta y un paisaje coronado por altas ramas que gotean el agua de lluvia.
El olor a tierra mojada es inevitable en este rancho. Hay cultivos para la preparación de alimentos al fogón y una buena cantidad de café que Luis y otros miembros de la comunidad nos comparten.
En el centro del rancho, se posa una alta casa cónica que Luis construyó hace cinco años. Esta casa lleva el nombre de Namaslú, que significa “voz del tigre”.
Con mucho orgullo, Luis se acredita la construcción de la casa. “Uno debe tener todas las maderas, todos los sistemas. Ya he hecho antes otras. En Alto Chirripó también. Fue algo que aprendí con mi familia y ya le queda sabiendo a uno para siempre”.
Luis entra a la casa y me muestra un dibujo tallado en una de las maderas horizontales que sostienen la construcción. Con su asoleado índice señala un cono. “Esta casa está al medio de dos mundos. Esta casa es la conexión. Es un lugar especial. Aquí hago los rezos, aquí hacemos los cantos. La hice con cuidado, porque es el significado de que estamos en medio de dos mundos: arriba y abajo de nosotros”, dice pausadamente, con tono pedagógico.
Esta alta construcción está protegida con elementos tomados de la naturaleza que rodean a la comunidad. Existen tres aros estructurales atados con bejucos, y hojas de palmeras que descienden en capas y evitan que el agua se acumule y se hagan goteras.
Con total confianza, Luis asegura que ningún animal entra en estos límites. Ni los mosquitos se acercan.
La noticia es positiva pues, esta noche, el rancho será nuestra cama.
La ceremonia
Cae la oscuridad. Apenas son las seis de la tarde, pero el mundo visto desde dentro de la casa cónica hace pensar que nos encontramos en mitad de la noche.
El sonido de los grillos y el apacible río que nos rodea crea una banda sonora predecible, pero acogedora. Al poco tiempo de haber comenzado la noche, Luis llega a la casa cónica junto a los dos alumnos que había presentado: Jimena y José Alberto.
Luis toma una especie de taburete de madera que se posa al lado de una mesa cargada de candelas y realiza la introducción. De inmediato, enciende una fogata.
“Buenas noches”, dice con formalidad, como si no hubiésemos pasado el día juntos. “Vamos a hacer una ceremonia de cantos. Ellos me van a ayudar. Es un buen momento para hacer cantos, para agradecer. Estos son algunos de nuestros cantos propios, son de nuestra tradición”.
El chamán prende una fogata y se echa hacia atrás. Tras abrazar un pequeño tambor con sus piernas, comienza a percutir con sus dedos. A los segundos, Jimena y José Alberto se unen a la música en una canción muy rítmica, que marca con un golpetazo al tambor cada tres segundos.
Es una de esas piezas que provocan que la cabeza se mueva hacia adelante y hacia atrás sin premura. Al minuto, Luis canta en su lengua cabécar y cierra los ojos.
Tras unos cinco minutos de canto, nos disponemos a comer. Otro par de miembros de la comunidad indígena entran a la casa cónica para compartirnos una pieza de pollo acompañada de arroz, frijoles y plátano local. Sus rostros no se vislumbran en esta oscuridad y solo son siluetas que salen y entran, simplemente iluminadas por los destellos que brotan de la fogata. Incluso, cuando salgo a caminar fuera de la casa, utilizo la linterna del teléfono para guiarme mientras que los miembros de la comunidad caminan en la penumbra con total certidumbre.
Cuando llega la hora de dormir, Luis y otros dos indígenas locales arrastran unas colchonetas que guardan en una de las casas vecinas. Uno de ellos lanza una sábana con la imagen del Rayo McQueen sobre las colchonetas y quedamos listos para acostarnos.
La noche sucede tranquila, como era de esperarse. Al acabarse la fogata, unos halos de frío penetran la casa por debajo de las ramas, pero sin provocar un efecto incómodo.
A la mañana siguiente, despertamos con una mañana azul y el sonido infrenable de la corriente del río. Pasadas las nueve de la mañana, el ambiente pacífico del rancho se interrumpe por el sonido de unos motores que atraviesan la quebrada del río.
Un camión 4x4 y una camioneta se abren camino entre las piedras que separan este espacio de la calle principal. Se trata de invitados que provienen de zonas lejanas y que vienen a participar de la ceremonia del Temazcal.
Una de las personas que arriba es Michelle, una estadounidense de Los Ángeles. Al bajarse de su resistente camión, deja ver una apariencia relajada, con su pelo acolochado y suelto, un velo que le cubre el cuello y tatuajes de mandalas en ambos pies.
“¡Hola! ¿Cómo están?”, dice en fluido español. “Qué bueno estar aquí, ¿verdad?”.
Detrás de los automotores, aparece una familia de ocho personas que se abre camino a pie. “Ellos siempre han venido”, me cuenta Luis desde el rancho, al verlos llegar a lo lejos. “A ellos les gusta mucho estar acá. Siempre vienen y se hizo una relación muy amistosa, muy cercana”.
Al acercarse, la familia confiesa que han recorrido once kilómetros caminando para llegar al rancho. Padre, madre y un puñado de hijos con bebés saludan a Luis. Todos se acomodan en silencio dentro del rancho, mientras los más pequeños corren de un lado a otro e interrumpen la quietud con juegos propios.
Tras unos treinta minutos, se completa la lista de invitados. Somos veintidós personas reunidas en la casa cónica, sentadas en círculo.
Retomando su seriedad y formalidad, Luis nos convoca y nos hace ponernos de pie dentro de la casa. “Buenos días”, dice. “Gracias por estar aquí”.
Junto a sus dos alumnos, comienza un pequeño canto a capella. Todos quedamos mudos y lo escuchamos. Un par de minutos pasan y Luis nos hace señas para salir de la casa en línea recta.
Salimos caminando hacia el rancho abierto con sus cantos en el aire, hasta avanzar en el campo y descubrir el cuarto de baño en que se hará la ceremonia. Entre el pastizal se posa una tienda de campaña que, en lugar de tener hierro que la sostenga, se conforma de paños sobre paños que impiden la entrada del aire.
Afuera de este cuarto de baño nos postramos la veintena de personas y comenzamos a quitar nuestras ropas. Quedamos solo en pantalón y nos sumergimos en la oscura tienda.
Como si no bastara con el sol que pronto bordeará el mediodía, el cuarto de baño quita cualquier sosiego en pocos segundos. Un círculo de piedras funciona como cordón de asientos y, una vez que estamos todos dentro, Luis comienza a cerrar cualquier atisbo de ventilación.
Desde la puerta del baño, que naturalmente es una larga sábana, Luis toma las piedras de una agonizante fogata para aclimatar el cuarto. Poco a poco las introduce y, ante las gotas de sudor que caen desde la frente de un señor, el humo asciende y golpea la cara de todos los presentes.
Para cuerpos principiantes en la ceremonia de Temazcal, el tiempo que dura Luis en colocar las piedras parece una eternidad. Él intercambia las rocas con hojas de ortiga roja, planta medicinal que se encargará de desintoxicarnos por sudoración, en una parrilla natural.
Después de incalculables minutos, Luis se da por satisfecho con la cantidad de hojas quemándose y cierra la puerta.
“Buenos días”, dice nuevamente y hablando más bajo que nunca. “Esto se encarga de quitar lo malo. Este es el portal que va a desintoxicar. Recuerden respirar profundo y, si alguien se siente mal, me dice para ir por agua”.
Luis acerca a sus piernas un pequeño asiento circular de madera en el cual destaca un dibujo tallado con cuchillos. Es una figura con extremidades, que representa a Surá, figura que el pueblo cabécar considera como el creador de lo existente.
Una vez sentado, y con su bajísima voz, Luis le cuenta al resto de sudorosos testigos cómo es su vida. Les relata la historia que me ha narrado: cómo vive de la naturaleza y cómo la hereda a sus alumnos.
Sus anécdotas se recuerdan con bordes difuminados por la sudoración. Estaremos una hora acá dentro, con una pausa de quince minutos a la mitad del tiempo programado.
A los pocos minutos de intensa exhalación, el cuerpo se siente como si hubiese corrido una maratón. Es un drenaje extraordinario, que se complementa con el olor dulce que brota de las plantas. De hecho, la referencia al dulce del camote que titula esta ceremonia proviene desde la fragancia desprendida en la quema de la ortiga.
Los infantes más pequeños resisten poco tiempo, por supuesto. Una niña cae dormida y las adultas mayores se abren sus apretadas camisas de botones para quedar solo con sostén. Mitigar el calor es la prioridad.
Michelle, la turista estadounidense, le contará a Luis después de la ceremonia cuánto le gustaron las historias, a pesar de que no pudo escucharlas todas por el nivel de voz. Luis habla suave, como si más bien hablara consigo mismo mientras la piel se le hace piscina. “Respiremos profundo”, dice.
Después de su intervención, Luis trae una maraca para acompañar un nuevo canto. Sus versos en cabécar hablan sobre la relación del hombre con la madre tierra, sobre cómo la naturaleza y el humano son uno solo, mientras que el calor asciende sin freno.
Al momento en que el humo nubló por completo la tienda, Luis deja que el silencio reine. Algunos permanecen con ojos cerrados, otros con la mirada perdida.
En medio del humo, como una cabeza flotadora, se abre espacio Luis. Tan solo dice: “la gente me pregunta si yo gano mucho haciendo esto…”, y mueve sus dedos en referencia a billetes. “Yo digo que no. Que yo no gano. Lo que gana es mi espíritu”.