Volví al mar. Llevaba un año sin verlo y ocho meses sin dejar el límite circular de la meseta.
Regresé al Caribe por la ruta vieja, si puede llamarse así a la carretera que cruza Turrialba y nos saca a Siquirres luego de mostrarnos cafetales infinitos, reinos de gente de canasto a la cintura, y casitas como de portal.
Cada viaje a la costa atlántica es para mí un plato delicioso desde el principio. Imagino, aún San José, el momento en el cual un claro en la vegetación pondrá a la vista, lejana, la llanura azul sobre la cual se luce suspendida una nube descargando agua.
Pienso cuánto habría disfrutado hacer el trayecto en tren, como en el pasado, para conocer lo que cada vez menos se oye llamar La Línea: los pueblos que crecían a los lados del camino abierto a golpes para darle paso al ferrocarril.
Las horas corren y el gusto crece cuando después de una curva el mundo se ensancha por encima del oleaje y aparece, siempre verde, la Uvita, La Huerta histórica del Almirante, la Quiribrí de los abuelos. Su presencia en el horizonte dice que falta menos.
Vienen luego los bosques de palmeras en los que destacan las de tronco pintado a brochazos frente a las cuales instalan los vendedores sus ventas de aceite de coco, delicioso para freír plátanos maduros.
Y más allá los pescadores, los pacientes hombres en silencio, atentos a la cuerda que podría traerles la comida. Más exprés, imposible..
Y después el encuentro con un aroma que descubrí hace ya mucho en Manuel Antonio y atribuyo ahora a una mezcla del olor del mar con el de la montaña espesa. Me he dicho a veces que es el mismo olor del atún enlatado, pero corrijo y pienso en el piso de la selva, siempre húmedo, como en descomposición, siempre abonando la vida futura.
El viaje va movido por calipsos. Algunos los tarareo con los ojos puestos en la carretera, otros los condimento con los palos de poró que empiezan a llenarse de flores.
En el cielo giran remolinos de rapaces. Suben por el aire caliente hasta muy alto y luego se desprenden solitarias y forman una línea oscura que se aleja. Es la gran migración: millones de aves buscando, como lo hacemos también los humanos, un sitio donde estar a gusto.
La recta en la carretera de Penshurt es para saborearla antes de tomar la desviación que me mete a Cahuita, donde dan la bienvenida un tucán, una tortuga y una madre perezosa.
El viento corre fresco. Hay movimiento en el pueblo. Todo parece en orden, como lo dejé en noviembre del año pasado, pero duele ver negocios cerrados.
Pienso en beber más tarde una cerveza fría frente al mar y al día siguiente ir por el casado con carne ahumada, el patty y la dosis de amistad en la pizzería.
Llevo en los planes playa Chiquita, que una foto me mostró poco antes con un Caribe serenísimo. Lo encuentro agitado, quizás por el huracán, quizás por la luna llena que la noche anterior extendía un brillo de plata sobre la mar, como en la canción de Beny Moré.
Los doscientos y resto de kilómetros desde mi casa hasta el agua esmeralda tan deseada fue para sentir de nuevo la playa en la piel, para entrar al chineo tibio y transparente del mar, estirar los brazos y decirme que un día los paseos serán sin mascarilla y sin temor. Este retorno fue un necesario baño de esperanza.