Ahora que la vi, pienso que Barbie no es una película criticable o, en todo caso, que no invita a ser criticada. Es, más bien, una experiencia bartheseana, porque, como en el sentido propuesto por Roland Barthes en su libro La muerte del autor, no plantea nada técnica ni narrativamente original y es un audiovisual abierto a tantas lecturas como personas vayan a verlo.
(Quien no desee un spoiler, mejor no continúe leyendo). Así también es su final: Barbie toma la entusiasta decisión de ir por primera vez donde una ginecóloga, lo cual ha sido interpretado de diversos modos: que decidió ser madre, que decidió tomar el control de su salud sexual y reproductiva -incluido su derecho al aborto- y quién sabe qué más.
Para mí, Barbie asumió -esta vez con plena conciencia y libertad acerca de lo dulce y amargo que esto implica-, que será una mujer real.
Porque lo problemático del rosadísimo Barbieland o mundo original de esta muñeca es que ni ella ni sus amigas tenían un útero ni Ken ni sus amigos tenían un pene y por eso todo funcionaba a la perfección.
En vez de ser arrojada del paraíso por cometer el pecado de la desobediencia al comer de la fruta del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, Barbie es obligada a dejar de caminar de puntillas -la forma que le dan a sus pies los zapatos de tacón aguja- y a posarlos completos sobre la tierra, por el malestar de sus hermanas feministas con el mundo real.
Ken, por su parte, hace el viaje al destierro con ella “de colado”, porque en el paraíso perdido las barbies son las que son y él no soportaría vivir sin que Barbie lo mire y lo halague.
Sin embargo, lo que Ken descubre -que el mundo real es un patriarcado-, le hará volver al paraíso con el ánimo de voltear la tortilla a su favor. Aquí también es cuando el aterrizaje forzoso de Barbie y la alianza con sus hermanas la despercude de su sueño enmotado y la humaniza de un modo poderoso.
Entra mi muñeca
Yo conocí a Barbie tangencial y, sobre todo, clandestinamente, cuando era una niña púber. Fue cuando a mis vecinas del nuevo suburbio de clase media, algunos kilómetros al este de Miraflores, en Perú, les regalaron la muñeca estadounidense que acababa de estallar en la moda del momento.
Mi padre, que era un madrileño, me la prohibió porque la consideró una clara injerencia cultural de gringolandia en los orgullosos dominios heredados del mucho más culto y antiguo imperio español. Además, franquista y del Opus Dei, dictaminó que la Barbie era indecente, porque tenía senos. Así comenzó su larga guerra para impedir que sus hijas le fueran arrebatadas por las locas y pecaminosas ideas de los tiempos modernos. Y para mí se inauguró un mundo de dudas, preguntas, dolores, vergüenzas, soledad, paradojas y contradicciones que, a la larga, me hicieron más inteligente y feliz.
Así fue también como la Mariquita Pérez entró a mi cuarto en la casa familiar. Era una muñeca española de unos 50 centímetros de alto inventada por Doña Leonor Coello de Portugal en 1938 -según leo hoy en Wikipedia-, más antigua, por tanto, que la Barbie -como rivalizaba mi papá- y que él consideraba el modelo apropiado para su hija.
A la Mariquita Pérez también se le podían cambiar los vestiditos, incluido uno para hacer la primera comunión, y comprársele algunos aditamentos como un mandil, un bebé, un planchador y -el más atrevido de todos- un uniforme de enfermera.
Pero la Barbie era mucho más maniobrable y parecida a las mujeres reales que mi muñeca: medía casi la mitad que la Mariquita Pérez, usaba ropa moderna, tanto minifaldas como pantalones, manejaba autos y, progresivamente, pudo convertirse en médica, pilota de aviones, científica y premio nobel, lo cual la hacía mucho más interesante.
Claro que, a más aditamentos, más cara era la Barbie, un dato que será muy relevante para la parte final de este artículo.
Por eso, al precio de una gran culpa, yo me escapaba a escondidas adonde mis vecinas a jugar con la Barbie.
De úteros y penes
Leo ahora que la Mariquita Pérez original dejó de producirse en 1976, pues la heredera de su creadora, Leonor de Góngora, se divorció y, bajo el Código Civil del franquismo, su marido era el administrador de los bienes conyugales. Así, el hombre se quedó con la empresa que había inventado su madre y le impidió la entrada.
En contraste, recordé que, cuando la empresa Mattel anunció, en el 2004, que la Barbie se divorciaría del Ken, un chiste corrió entre las adolescentes de mi barrio: “¿Sabes cuál es la Barbie más cara?”- me preguntaron.
Perdida, como de costumbre, en mi propio mundo, respondí que no. “La Barbie divorciada” -me dijeron, con lo cual quedé todavía más desconcertada de mi ignorancia sobre cómo funcionaban las cosas en Barbielandia. “¿Pero, por qué es la más cara?” -pregunté de inmediato, con enorme expectativa. “¡Porque viene con la casa del Ken, con el carro del Ken, con el yate del Ken!”, me aclararon, muertas de la risa.
Así, pues, al ver la película, recordé que la noticia del golpe militar con que mi padre nos despertó una madrugada, ya a finales de los años 60, no había sido mi primer contacto con la política, sino la guerra cultural que se inició entre la Mariquita Pérez y la Barbie y que, bajo otras formas y juguetes, otros continúan hasta nuestros días.
Por eso pienso que, al final de la película, la Barbie decide apropiarse enteramente de su útero -es decir, para los fines que ella libremente decida-, porque solo quien ha nacido con un útero -en vez de un pene- sabe lo que es ser mujereada desde niña y tener que aprender a ganarse un lugar propio en el mundo. Entonces, si hay una razón por la que vi la película, definitivamente no fue por nostalgia, sino solo para pasar un buen rato con mis amigas.
La autora es doctora en Estudios Sociales y Culturales, socióloga y comunicadora. Twitter: @MafloEs.