Octubre de 1984. Es domingo, pasa el mediodía y en San Ramón hay un ambiente de efervescencia que no es común.
Eso ocurre en los pueblos, en los estadios chicos, cuando el cuadro local le anota dos veces a un equipo grande. La escuadra poeta le ganaba a Saprissa.
Faltaban 20 minutos para que el partido se terminara cuando el técnico uruguayo José Mattera volteó hacia el banco de los suplentes.
Entre estos, estaba sentado un muchacho alto, fornido y muy joven. Tenía el cabello largo y negro, amarrado en una coleta que caía por su espalda; su tez era morena y límpida. Pero era fiero, y Mattera lo sabía.
–Mayorga.
El muchacho lo miró y se levantó de un brinco. De inmediato se acercó al técnico y recibió las indicaciones del caso.
Su voluntad se concentraba en escuchar las palabras del profesor, pero era difícil porque la emoción de debutar, finalmente, en la Primera División del fútbol profesional de Costa Rica le embriagaba.
Dio los papeles al cuarto árbitro y esperó a que el cambio se llevara a cabo.
Entonces sucedió.
El muchacho tenía ahora en frente a Mauricio El Chunche Montero. Tenía enfrente a Jorge Matapín Ramírez. Tenía una camisa morada en su pecho.
Era la culminación de un sueño de toda la vida, aunque en ese momento esa vida solo contaba 17 años y nueve meses, que lo convirtieron en uno de los debuts más jóvenes de la época y desde entonces en el país.
El muchacho se sentía en una nube y fue Matapín el encargado de bajarlo de ella, con una zancadilla que lo tiró al suelo.
El golpe fue duro, prueba máxima de que las divisiones menores habían quedado atrás, de que la cosa era ahora, más que nunca, en serio.
El muchacho no reclamó.
Se levantó, se quitó el polvo del uniforme que adoraba y buscó con los ojos la pelota. En la siguiente jugada, enfrentó de nuevo a Matapín.
Pero esta vez el que cayó al suelo fue el veterano. El muchacho esperó a que el otro jugador le dijera algo. Y lo hizo:
–Me gusta, es el primer jugador de Saprissa que me entra como tiene que ser.
El muchacho no olvidaría esas palabras nunca.
Sobre todo porque dieron forma –de manera consciente o no– a su larga carrera, que se extendería hasta al 2001.
Fueron 17 años entrando como tenía que entrarse: con fuerza, con determinación, pero siempre con humildad y respeto. 17 años de no ser, ya nunca más, el muchacho en el banco de suplentes, sino Mincho o el Indio, cualquiera de los dos, desde entonces y hasta siempre.
17 años de ser Benjamín Mayorga.
Minchillo
Cuando Mayorga camina por la calle, la gente lo reconoce.
Deja su carro en el estacionamiento del Novacentro, porque le gusta tomarse un café allí por las tardes. Pero la presencia de un fotógrafo y un periodista le hacen cambiar de opinión: “Vamos a mi casa, está aquí cerca”.
En realidad no es su casa, sino la de algunos familiares.
La suya está en Grecia, donde asegura que tiene decenas –centenares– de recuerdos de sus años en las canchas: fotografías, medallas, reconocimientos, portadas de medios impresos.
Es la memorabilia de un indígena que corría tras una pelota, el testamento de un hombre que ganó fama y respeto amparado a su sencillez y a su garra, al lema de pasa el jugador o pasa la bola, pero no los dos.
Es la herencia de quien es –contra poquísimas dudas– el indígena más relevante que ha tenido nuestro país en muchísimos años y, con diferencia, el más reconocible en la actualidad, pese a los años que han transcurrido desde su retiro del fútbol profesional.
–Si quiere agua o un fresco nada más me dice, pa –me ofrece.
El Indio es así: entregado. No es una pose, es algo que viene de más adentro, de más atrás.
En una conversación de 45 minutos, nunca se aparta de la amabilidad, aunque tampoco de su carácter. Es la dicotomía que mantiene en equilibrio.
Insiste, por ejemplo, en que los debutantes de estos años se han vuelto suaves, que no valoran lo que tienen y que no se ganan su derecho de piso; al mismo tiempo, me cuenta el caso de un joven jugador al que un equipo de primera división le ha complicado las cosas y no le deja jugar.
“Es un muchacho, él solo quiere jugar, ni está pensando en la plata. Hay que defenderlo. ¡Eso amigo!”, interrumpe su propio discurso cuando alguien en la calle lo reconoce y lo saluda.
Tal vez se trata de que lo entiende, de que lo recuerda: el deseo puro de jugar por jugar, sin preocuparse por nada más. Las ganas de “conseguir el objetivo”, una frase a la que recurre con alguna frecuencia.
Cuando le pido que me hable de los orígenes de ese objetivo, su memoria se monta en una máquina del tiempo y sus ojos ven montañas y bosques: Alta Talamanca.
El portón
–A la fecha no me explico por qué escogí un balón.
Dice que los indígenas jugaban cualquier cosa menos fútbol.
Pero su hermana mayor y sus hermanos no; a los Mayorga les encantaba mejenguear por las tardes, en plazoletas improvisadas llenas de barro, donde la pelota se estancaba por efecto de la lluvia infalible en la tierra alta de los montes.
“Teníamos una pasión por el deporte, entonces creo que ahí nació un amor por la pelota que todavía no puedo explicar”, rememora Mayorga, hoy de 48 años aunque todo en él sugiere una edad mucho menor: la piel de los nacidos en Talamanca se mantiene joven, fresca, lozana; su cabello sigue negro y largo, todavía amarrado atrás, como el día que debutó y el día que se retiró de las canchas.
El Indio tenía tres o cuatro años cuando comenzó a perseguir el balón.
Salió de Talamanca todavía muy chico, con no más que un decenio a cuestas. Sus padres se separaron y él quedó a cargo de su madre, que mudó la familia a Limón.
Lo que en principio fue algo doloroso –el final de un matrimonio– terminó siendo el primer trampolín que el pequeño Mayorga necesitaba: en Limón era posible participar en campeonatos y jugar en equipos aficionados que cementaron su camino: dedicaría su vida al fútbol.
A los 13, Mayorga se trasladó a Moravia –donde vivía su hermana– en busca de su sueño. Valga el juego de palabras fácil: un sueño que empezaba con S.
–El portón se veía tan grande —recuerda y sus ojos se vuelven dos perlas brillantes, negras, semillas de Sibö.
Era un portón morado, por donde los muchachos de la división infantil del Deportivo Saprissa ingresaban al campo del estadio.
Ese día, Benjamín se hizo una promesa: amaría esa cancha y amaría ese portón. “Voy a lograr lo que ningún otro indígena ha logrado. Voy a abrir una brecha. Ingresé por el portón… y duré 12 años en volver a salir por ahí”; sus palabras anteceden una risa dulce de nostalgia.
Aunque se marchó al Herediano a finales de los años noventa –y tuvo una de sus mejores temporadas, que le permitió volver a la Selección Nacional– y más tarde a Universidad de San Carlos, en Guatemala, y a Carmelita –equipo con el que se retiró–, su corazón se quedó para siempre allí, en el Ricardo Saprissa.
Amor morado, amor eterno
Le pregunté qué había sido más importante para él, si el debut en San Ramón o el primer partido en la Cueva. Inmediatamente después, en la grabación hay un segundo silencio que es clave para comprender al Indio.
Allí, en ese instante de vacío, se condensa una vida de amor a la casa que le dio todo, a los colores que todavía lleva en la sangre, a la bandera que ondeará en sus ojos hasta el día en que Sibö lo llame de vuelta.
–A veces podemos llorar –dice.
“Cuando llegó el siguiente partido después de mi debut, me tomaron en cuenta. Me dieron el buzo que usan los jugadores del primer equipo. Yo lo agarraba, le daba vueltas, lo olía. Me ponía la chamarra y me veía al espejo. La camisa decía B. Mayorga. Bueno, es que no pude ni dormir. Yo pensaba: no puedo creer que voy a jugar con Marco Rojas, ¡mi ídolo! Voy a ser segundo defensa de Puro Ureña, voy a compartir cancha con Carlos Santana. ¡No lo puedo creer!”.
Las memorias convierten al Indio en un niño, el mismo que correteaba en la Alta Talamanca, la profunda Talamanca.
Uno que todavía se emociona cuando ve los partidos, que todavía cree que los novatos deben ganarse su derecho de piso. Que guarda tres momentos particulares en su podio de recuerdos:
1. Anotarle un gol a Brasil en 1992, con la Selección Mayor (después del partido, el arquero carioca Carlos Gallo le preguntaría en portugués cómo hizo para sortear su achique; con la ayuda de un traductor, el Indio le dijo “amigo, es que yo crecí jugando en barreales, a mí la bola me hace caso”).
2. La primera vez que celebró un título con Saprissa y, durante la vuelta olímpica Róger Flores le advirtió que durante la celebración, lo invadirían los recuerdos de otras épocas. En efecto, mientras corría alrededor de la cancha con sus compañeros, la emoción lo superó y cayó de rodillas al suelo, incapaz de terminar el recorrido triunfal.
3. Debutar con la selección juvenil y ser el capitán de la representación patria (un honor que ningún otro indígena ha repetido).
–Mis triunfos son triunfos de mi etnia también –asegura orgulloso.
Ese orgullo, precisamente, fue el que lo llevó a pensar en su retiro, cuando ya se sentía cansado.
Hoy, el Indio tiene una empresa de publicidad con su hijo, y se dedica a dar charlas motivacionales en distintos lugares. Pero dejar el fútbol era un decisión que nadie tomaría por él
En el 2001, el Indio ya se había recuperado de un par de lesiones complicadas y también había dejado al Saprissa. Tenía su dignidad intacta y decidió que nadie le quitaría eso.
Un día, se levantó y, en lugar de ir a entrenar, se hizo un pinto con huevo. El teléfono sonó a media mañana.
El entrenador de Carmelita, su último equipo, era Carlos Cañón González, quien le había pedido que le ayudara durante seis meses luego de su paso por Guatemala.
–Diay, Mayorga, no vino a entrenar hoy.
–No –respondió el Indio, con risa–, es que me retiré.
El final
“A veces me pongo a pensar. Mi vida es amar el fútbol y no he dejado de hacerlo ni un solo día. Tengo hijos, tengo nietos y me siento satisfecho con lo que he realizado y con lo que Sibö me permitió hacer. Mi hermana mayor tiene una inteligencia emocional muy grande y ella siempre me dijo que nada es imposible. Eso se me metió en la cabeza desde pequeño: la posibilidad de realizar mis sueños, aunque parecieran imposibles. Durante todos estos años, la gente me ha tomado por sabio y por loco. Creo que he sido más sabio que loco”.