Después de su tercer infarto, a Blanca la internaron en el quinto piso del Hospital México. “No es mucho tiempo lo que a usted le queda”, pronosticó un médico. Tenía 33 años, tres hijos y nada de miedo.
“Me dijo que mi corazón, definitivamente, ya no servía. Yo le decía: ‘Diay, todos nos tenemos que morir. Pero me voy cuando Dios quiera, antes no’”, narra sentada en la cocina de su casa en Pocora de Limón, mientras la lluvia hace estragos sobre las láminas de zinc del techo.
“Un señor que no recuerdo cómo se llama quería hacerme un trasplante pero con el corazón de una mamá chimpancé. Las compañeras del cuarto me decían: ‘Blanca, ahorita la vemos guindando de los bombillos y las paredes’. Yo me asusté y sentí una cosa muy fea. Salí y me senté en las gradillas”.
Sumergida en la congoja de que su vida dependería ahora del órgano de un simio, Blanca Vega, hoy de 63 años, conoció al que dice haber sido su hermano, su papá y su salvador, el doctor Longino Soto.
Él le preguntó qué le pasaba. Ella le contó sobre su enfermedad y sobre el chimpancé. “¿Pero qué le pasa a este animal?”, recuerda que contestó Soto.
Se fue donde estaba el otro médico y le exigió que le diera el expediente de Blanca inmediatamente. La pasaron al sétimo piso, bajo el cuido y territorio del cirujano cardiovascular, recordado por dirigir la primera cirugía de trasplante de corazón realizada en Centroamérica.
“Me dijo: ‘Blanquita, su corazón no sirve. Yo estoy estudiando con perros y chanchos. Si usted no es la primera, es la segunda... pero yo la opero. Tiene que cuidarse mucho’”.
Durante cinco años más su corazón –a duras penas– siguió latiendo. Blanca pasaba más tiempo en el hospital que en su casa. Su cardiopatía isquémica dilatada “no era jugando”, dice.
Se sentía agotada y desesperada. “Caminaba un poquito y jalaba aire a lo que podía. Cuando estaba en el hospital pasaban jalándome un brazo o un pie. No me dejaban dormir porque si me dormía, ahí quedaba”. Su corazón ya no podía más.
“Me internaron porque me dio un dolor muy grande. Tenía como un mes de pararme en la ventana del sétimo piso y de pedirle a Dios que me ayudara. Cada vez que veía una ambulancia pensaba: ‘Señor, ¿será que ahí viene mi corazón?’. Me dio un paro y cuando desperté, estaba en cuidados intensivos. Llegó el doctor Longino y me dijo: ‘Blanqui, ya lo tenemos’”.
Maravilla médica
Blanca fue y seguirá siendo noticia. Su caso ha circulado en medios nacionales e internacionales desde su operación, el 4 de julio de 1991. Cada día y cada segundo que su corazón palpita, es un gol en el marco de los escépticos y una prueba de que los pronósticos no están escritos en piedra.
Es la centroamericana que ha vivido más tiempo después de un trasplante de corazón y es una de las mujeres con mayor cantidad de años de supervivencia en el mundo tras una cirugía de este tipo –el promedio de resistencia es de 15 años, meta que venció hace diez–.
Además, según datos de la Caja Costarricense del Seguro Social, el récord mundial de años vividos con un corazón ajeno en la población femenina es de 28 años. Solo tres años alejan a Blanca de la cima.
De los diez pacientes trasplantados por el doctor Longino Soto, solo ella queda con vida.
Muerte que reaviva
Jackson tenía 17 años y se ganaba la vida vendiendo manzanas. Su madre, María Elena Retana, fallecida hace un año, era funcionaria del Ministerio de Seguridad Pública.
Ella era viuda, él era celoso. “Se pegó un tiro porque la mamá se iba a casar”, cuenta Blanca.
En ese entonces, Blanca vivía con sus tres hijos en Tejarcillos y Jackson vivía con su madre en la Ciudadela 15 de Setiembre, en Hatillo. No había manera de que Blanca supiera de él, no lo conocía. Su hijo, Bolivar, sí.
“Mi hijo era novio de la hermana de Jackson. Cuando eso pasó, ellos se separaron”. Después de operada, Blanca se fue a vivir a Aserrí, donde recibió un bono de vivienda. Ahí fue cuando Bolivar conoció a la prima del joven, su actual compañera.
“El corazón de Jackson es primo hermano de la esposa de mi hijo”, cuenta con una sonrisa en su cara. Si algo tiene claro, es que la casualidad resulta extraña. “O sea, el papá de mi nuera es tío de mi corazón”.
María Elena y Blanca siempre siguieron en contacto. “Ella llegó un día a mi casa y me dijo: ‘Blanquita, usted que tiene el corazón de mi hijo, ¿por qué no me dice si me puedo casar?’ Yo le dije: ‘diay mujer, cásese. Usted está joven, tiene derecho a hacer su vida’”.
Sin falta, hasta el día en que murió, María Elena la iba a visitar el 4 de julio, aniversario de la muerte de su hijo y el 26 de julio, fecha en que Jackson cumpliría años. Todas las veces le pedía a Blanca escuchar el latido de su corazón: esa porción de su hijo que aún seguía viva.
“Me decía: ‘Blanquita, ¿puedo abrazarla?’ Me abrazaba y se sentía un aprecio de mamá. Decía que se sentía lindo”.
Renacer
Blanca llegó a Pocora de Limón en busca de paz, y la encontró. De su casa en Aserrí disfrutaba que todo le quedara cerca, pero la angustiaba su hostil vecindario.
Su doctor le recomendó que la vendiera y se fuera a algún lugar donde se sintiera tranquila, y ella cumplió.
Se alejó de todo para irse a vivir donde el tiempo se detiene. Una dieta sana, 14 medicamentos diarios y una pensión de ¢78.000 la mantienen remando.
La pequeña casa azul rodeada de terrenos sembrados de piña es su refugio, pero su vida no siempre fue tan pacífica, sobre todo habiendo sido criada “en un familión”: su mamá tuvo ocho pares de gemelos y 15 hijos más. “Luego mi papá nos dejó a todos botados en Turrialba, se fue con otra señora y tuvo otros 10 hijos”.
“Antes de que me enfermara anduve de precario en precario, casi por todo San José. Cuando eso, estaban mis güilas pequeños y yo trabajaba en taquerías o en sodas. Trabajé de salonera, de fotógrafa, en una tienda. Todo sin saber ni leer ni escribir, pero trabajé... porque a veces las letras no hacen mucha falta”.
A Patricia, la menor de sus hijas (la tercera), la tuvo a sus 19 años. Ya estando enferma, su hijo mayor, Minor, se fue a trabajar a una mueblería. “Me dijo: ‘mami, lo siento, pero usted ya no sale más. Usted no puede’. Empezó a trabajar y se ganaba 1.000 pesos a la semana. Con eso había que pagar casa, luz, la comida y el estudio de los otros dos”.
Blanca desempolva recuerdos mientras otros más cuelgan en las paredes de la sala, inmortalizados en forma de fotografías. Longino Soto, sus hijos, su mamá, algunos de sus hermanos… todos están ahí.
Sus hijos hicieron sus vidas y viven lejos, se separó de su pareja de 21 años hace ocho meses. Rocky y Muñeca, sus dos perritas, son su única compañía.
Sabe que mientras ella pudo haberse ido hace mucho tiempo, no lo hizo. Pero el caso no es el mismo con muchas de las personas que la rodeaban.
“Imagínese cuántos se me han ido: familiares, conocidos... Demasiada gente a la que uno se apega. Se mueren y uno sigue. Ya ve, he aguantado por todo lo que he pasado, pero es duro”.
Cuando el doctor Longino le dijo que el corazón de Jackson era compatible, Blanca pensó en su mamá. “En Dios también, por escuchar mis plegarias, pero por otro lado dije: ‘voy para sala, si no salgo, voy con mi mamá. Tenía un año de muerta, me hacía mucha falta, pero el de arriba no quiso’”.
Dice que su fe es ir a conocer las playas de Manuel Antonio. También le han insistido que se devuelva a San José, para tener sus controles médicos más a mano. Para ella es más fácil decirlo que hacerlo. Una doctora le dijo que “dejara eso tirado” y se fuera para la capital. “¡Como si no me hubiera costado!”, dice.
--¿Pasa muy sola acá?
--Sí, así como me ve. Solita todo el día. Cuando me canso me pongo a ver tele. Pero diay, hago algo. Cuando está bonito el patio me pongo a barrer hojas, me gusta. Me gusta también pescar, pero ya no tengo con quién.
Cuando está muy aburrida, se va a hablar con Guis, la de la pulpería. Cuando tenía dinero para comprar lana, tejía.
El sol sigue saliendo todos los días en Pocora y Blanca está ahí para verlo. Está segura de que un milagro o algún propósito es lo que la mantiene todavía aferrada como un roble y sin ninguna molestia en su corazón.
--¿Cuál cree que sea ese propósito?
--No lo sé. Solo Dios sabrá por qué me tiene aquí, porque no quiere llevarme. Yo me voy cuando él diga… yo no me aburro.