Dicen que la maldad nunca duerme y el adagio aplica al dedillo en el caso del canadiense Bruce McArthur, de 67 años y quien el pasado viernes fue sentenciado en su país a ocho condenas simultáneas de 25 años, tras admitir el asesinato y la mutilación sexual de ocho hombres de la comunidad gay de Toronto, cuyos cadáveres desmembró y escondió en macetas. Los despachos de noticias que le dieron la vuelta al mundo mostraron la imagen de un hombre mayor, fornido y de expresión serena, totalmente disonante con los macabros asesinatos que ejecutó mientras parecía ocultarse a simple vista entre sus vecinos.
McArthur, quien admitió los asesinatos el mes pasado, cumplirá 90 antes de ser elegible para la libertad condicional, pero el juez del Tribunal Superior de Ontario, John McMahon, dijo que probablemente nunca será puesto en libertad.
El caso ha causado conmoción como suele ocurrir cuando de asesinos en serie se trata, solo que el asombro en Canadá está aderezado con indignación y dudas sobre lo que muchos consideran una pesquisa negligente por parte de las autoridades, pese a que la policía la describió como “la investigación más grande de Toronto”.
Y es que tuvieron que pasar casi ocho años desde el primer asesinato que se le atribuye, en el 2010, hasta que los detectives lograran establecer un cerco en torno a él y, eso sí, capturarlo prácticamente in fraganti, cuando estaba a punto de asesinar a quien sería su novena víctima.
Al leer el veredicto, el juez McMahon dijo que notó que McArthur no había mostrado ningún remordimiento por haberse aprovechado de sus víctimas, todos hombres vulnerables en los márgenes de la sociedad, algunos de los cuales estaban luchando contra adicciones a las drogas y su sexualidad oculta, según reseña AFP.
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Ya con el sospechoso detenido, en enero del año pasado la investigación se intensificó y derivó en la excavación de decenas de propiedades donde McArthur trabajaba como jardinero; las noticias que iban surgiendo a raudales alteraron a todo Canadá, especialmente a la comunidad gay.
Partes de los cuerpos de siete de las víctimas fueron encontradas escondidas dentro de grandes macetas que McArthur almacenó en la casa de una cliente, en el centro de Toronto.
Los restos de un octavo hombre fueron descubiertos más tarde en un barranco, detrás de esa misma propiedad.
La lista de víctimas por cuya muerte fue condenado el rollizo sociópata arrancó con un examante, con quien sostenía una relación subrepticia. Los demás parecieron ser el resultado de una macabra cacería en la que elegía a personas cuya ausencia no se destacara mucho en la comunidad: dos inmigrantes afganos; dos refugiados de Sri Lanka y otro de Irán; un ciudadano turco y un trabajador sexual sin hogar. Todos desaparecieron entre el 2010 y y el 2017.
El tribunal determinó que McArthur los estranguló y que los crímenes fueron “de naturaleza sexual”, pero el grado de sadismo con que ejecutó sus actos, dijeron las autoridades, hicieron temer por la salud emocional de quienes presenciaron los alegatos de las partes en la Corte.
Los detalles pronto trazaron una analogía entre el modus operandi de McArthur y uno de sus temibles antecesores, el estadounidense Jeffrey Dahmer, apodado el “Caníbal de Milwaukee” o el “Carnicero de Milwaukee”, quien entre 1978 y 1991 asesinó a 17 hombres, mayores y menores de edad, con quienes luego practicó necrofilia y canibalismo. Dahmer, de hecho, está considerado como uno de los psicópatas más malvados del siglo XX. Fue condenado a 936 años de prisión, de los cuales apenas cumplió un par, pues fue asesinado en la cárcel por otro recluso.
De vuelta a McArthur, el viernes 8 de febrero se sentó en silencio, con las manos cruzadas en su regazo, y escuchó su veredicto con gesto imperturbable.
Durante el proceso, el hoy convicto criminal solo participó para declararse culpable; los macabros detalles de los hechos fueron adjuntados por los detectives que llevaron la cruda investigación. “Bruce McArthur es un depredador sexual y un asesino que atrajo a sus víctimas con astucia y finalmente las mató para satisfacer sus propios deseos retorcidos y asquerosos”, aseguró el juez.
Entretanto, el clamor de la sociedad canadiense se ha intensificado en estos días ¿cómo pudo actuar McArthur durante tanto tiempo sin ser detectado? ¿Cuántas muertes pudieron haberse evitado? Algunos representantes de la comunidad gay de Toronto aseguraron a los medios canadienses que están decepcionados con la condena impuesta a McArthur, pues, consideran que no fue suficiente.
“Pienso que si se comete un crimen de tan magnitud, deberían dar la pena máxima, es decir, la prisión de por vida”, dijo Nicole Borthwick, amiga de tres de las personas asesinadas, en declaraciones a la agencia AFP. Por otra parte Susan Gapka, miembro de la comunidad LGBTI, dijo que Bruce McArthur traicionó la confianza como miembro de la comunidad: “mató a personas en situaciones de vulnerabilidad. Pasará mucho tiempo para recuperarnos de esto”, aseveró.
Enemigo íntimo
Quien hoy es conocido como el jardinero que descuartizaba y luego fotografiaba a sus víctimas en desquiciados y humillantes “juegos”, como cubrirlos con abrigos de piel y un cigarro en la boca para realizarles “retratos” postmorten, había logrado integrarse con éxito en Toronto no solo como jardinero, sino como paisajista, esto después de deshacer su vida anterior (un matrimonio y una pareja de hijos) para trasladarse a Toronto como miembro de la comunidad homosexual.
Sin embargo, McArthur tenía antecedentes policiales serios, que no trascendieron hasta que la policía tuvo prácticamente en sus narices al asesino a punto de perpetrar su noveno homicidio, detalle que encabeza las críticas que están recibiendo las autoridades locales por estos días.
En el año 2003 había agredido con un tubo de metal a una de sus parejas, caso por el que recibió una leve condena negociada con los tribunales; 10 años después, en el 2013, fue interrogado por la desaparición de tres de las víctimas que hoy se le atribuyen, pero los detectives no lograron cimentar sus sospechas y fue liberado. Luego, en el 2016, fue pasado de nuevo a los estrados judiciales por el intento de estrangulamiento contra un amigo suyo.
Paralelamente, como se sabe hoy, desde el 2010 empezó su destazadero mortal sin que la policía pusiera mayores reflectores en él, a pesar de sus ya descritos incidentes legales.
Sin embargo, las autoridades se defienden con el argumento de que McArthur supo organizó muy bien la “logística” de sus crímenes, como se verá más adelante.
Desde hace varios años, la comunidad gay de Toronto sospechaba de la presencia de un asesino en serie en la ciudad, pues, varios hombres habían desaparecido sin explicación.
Pero fue hasta enero del 2018, tras la muerte de Andrew Kinsman, de 49 años, que los detectives lograron atar cabos y, a partir del caso Kinsman, se decantó el descubrimiento de los otros asesinatos. De acuerdo con medios internacionales como la cadena CNN, McArthur mató a su primera víctima, Navaratnam, en setiembre de 2010. Después de que su última víctima, Andrew Kinsman, desapareció en junio de 2017, las autoridades comenzaron a investigar a McArthur. Fue así como hallaron un calendario dentro del departamento de Kinsman con el nombre “Bruce” escrito el 26 de junio de 2017, el día en que Kinsman desapareció.
Pasaron unos seis meses mientras los investigadores avanzaban con sus pesquisas.
En ese período descubrieron que las imágenes de vigilancia del vecindario de Kinsman lo mostraron al entrar en una Dodge Caravan roja cuya matrícula reveló que pertenecía a McArthur. Dentro del vehículo, que meses después sería hallado en un depósito de chatarra, los investigadores encontraron ADN que coincidía con Kinsman y también con Selim Esen, otra de las víctimas que, hasta ese momento, había sido dado por desaparecido.
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Tras el hallazgo del nombre “Bruce” en la agenda de Kinsman, la Policía de Toronto comenzó a seguir de cerca a McArthur. Se cuidaron de no ponerlo en alerta, pues si efectivamente estaban tratando con un asesino en serie, había que respirarle en la nuca para atraparlo pero sin permitir que volviera a matar. Así que, sin que McArthur supiera, y con una orden judicial, inspeccionaron su apartamento. No hallaron nada.
Pasaron medio año de seguimiento (la segunda mitad del 2017) sin resultados positivos. Hasta que la desaparición de otro hombre, John, los condujo de nuevo a McArthur. John -nombre ficticio con que se le identificó en la Corte de Toronto, pues cuenta con identidad protegida- encajaba perfectamente con el perfil de las otras víctimas del asesino serial de la ciudad canadiense. Con una nueva orden, golpearon a la puerta de su propiedad. El llamado salvó la vida de quien hubiera sido la novena presa del homicida.
La información proporcionada por John a la policía permitió, ya con McArthur detenido, ir descubriendo la magnitud de sus crímenes.
De acuerdo con una recopilación realizada por el portal argentino Infobae, John había llegado a Toronto hacía cinco años. Era gay, pero nadie en su familia lo sabía. Mantenía oculta esa parte de su vida por temor a las represalias que pudiera sufrir. Él y el asesino se conocieron mediante una app de citas y mantuvieron su vínculo en secreto.
Durante una noche en su apartamento, McArthur le dijo que quería probar “algo diferente”. Sacó unas esposas y lo encadenó a su cama. Le colocó una capucha negra en la cabeza, pero esta no tenía orificios para ver o respirar y el invitado del asesino entró en pánico. Intentó quitarse la bolsa pero Bruce se lo impidió. Justo en el momento del forcejeo, la policía golpeó la puerta con un tino que salvó de una cruenta muerte a John.
El dominó del terror empezó a develarse. En el allanamiento de la vivienda, los detectives encontraron una llave maya que contenía las fotos de todas sus víctimas, cuidadosamente ordenada en carpetas con sus nombres.
Las imágenes eran explícitas. En algunas, los hombres estaban desnudos. En otras, solo portaban un sombrero. Algunas de las fotografías mostraban a sus presas muertas con los ojos cerrados, otras con un cigarrillo colgando de sus labios. Evidentemente, como se dijo en el juicio, Bruce se solazaba “jugando” con los cadáveres de sus víctimas.
Luego de estrangularlas hasta la muerte, McArthur afeitaba sus cabezas y sus barbas. El nivel de sociopatía de Bruce se torna cada vez más extraño: colocaba los cabellos prolijamente en bolsas herméticas tipo Ziploc. Las guardó en un cobertizo cerca del cementerio de Toronto.
Antes de su captura, el perfil de Facebook de Mcarthur estaba lleno de recetas de cocina, fotografías de gatos y retratos de sus hijos y nietos. También era un declarado detractor de Donald Trump y compartía imágenes en las que aparecía vestido de papá Noel en un centro comercial. Mientras abrazaba niños y familias en la temporada navideña, su caleta de cuerpos desmembrados, escondidos en el jardín de una de sus clienta, se volvía más voluminosa.
La dura faena de los forenses
Un detallado recuento realizado por la revista Vanity Fair destaca que el verdadero horror de este caso bien podría consistir en la facilidad con la que Bruce no solo evadió a la policía, sino descuartizó y manipuló los cuerpos de sus víctimas en propiedades ajenas con total libertad durante años.
En enero del 2018, ya con el asesino detenido y en la búsqueda de pruebas para amarrar el caso, más de una docena de jardineras de fibra de vidrio fueron trasladadas al Servicio de Patología Forense de Ontario, al norte de Toronto. Aquel invierno fue particularmente frío y los contenedores estaban casi congelados, por lo que hubo que esperar unos días para que la doctora Kathy Gruspier comenzara a realizar radiografías. Pronto detectó un objeto extraño y llamó de urgencia a Hank Idsinga, veterano policía de Toronto, quien se desplazó junto con su equipo hacia el laboratorio.
Para entonces, los depósitos llevaban allí casi 10 días y empezaban a expeler un desagradable olor. Pronto descubrieron que el “objeto” que había descubierto la doctora Gruspier no eran otra cosa que una cabeza humana, torsos y extremidades.
Durante la ingrata y laboriosa faena, en la que realizaron análisis dentales y de huellas dactilares, el equipo finalmente logró ubicar siete conjuntos de restos en el resto de contenedores. El escándalo, analiza Vanity, fue mayúsculo en un país donde el homicidio no es frecuente y los asesinos en serie casi no se conocen: en orden de cantidad, los cargos penales en Canadá se relacionan predominantemente con el robo y otras conductas que caen bajo el título legal de “travesura”: la destrucción de propiedad, por ejemplo.
En el 2016, hubo 611 víctimas de homicidios en todo el país (solo el estado de Ohio, en EE.UU., tuvo 627 ese año). El caso más reciente de asesinato en serie involucró a una enfermera de 51 años que inyectó letalmente a varios pacientes ancianos con insulina entre 2007 y 2016. El homicidio es tan atípico en Canadá que Gruspier, de 56 años, es la única antropóloga forense de tiempo completo del país.
Por lo mismo, el arranque del 2018 sorprendió a los canadienses con la macabra noticia “digna de una serie de asesinatos de una novela de Stephen King” desplegada a lo largo de medios en todo el planeta.
Para principios de junio, el caso había detectado ocho víctimas. Seis de ellos, Skandaraj Navaratnam, Majeed Kayhan, Abdulbasir Faizi, Soroush Mahmudi, Selim Esen y Kirushna Kumar Kanagaratnam, eran de ascendencia del Medio Oriente o del sur de Asia.
Las víctimas dejaron de ser “innominadas” y sus rostros e historias empezaron a humanizar la espeluznante historia. Navaratnam era un refugiado tamil de Sri Lanka de 40 años; Kayhan era un hombre afgano de 58 años, estaba casado y tenía un hijo; Faizi, de 42 años, había nacido en Afganistán pero había emigrado de Irán, estaba casado y tenía una familia; Mahmudi, de 50 años, era de Irán y vivía con su esposa y su hijastro de Sri Lanka; y Esen, de 44 años, era un ciudadano turco.
Otro dato relevante para comprender la elección de las víctimas del asesino, siempre según Vanity Fair, es que más de la mitad de los 2,7 millones de residentes de Toronto se identifican como una minoría visible: alrededor del 15 % son del sur de Asia y el 1 % proviene de Medio Oriente. La ciudad es conocida por su inclusión, pero aún puede ser un lugar desafiante para los nuevos ciudadanos canadienses. Casi todos los hombres, así como otras dos víctimas, Dean Lisowick, de 47 años, y Andrew Kinsman, de 49, desaparecieron de la Iglesia y del vecindario de Wellesley, también conocida como Gay Village de Toronto, entre 2010 y 2017; el área funciona principalmente como un lugar de reunión para personas que se conectan en línea y vienen a la ciudad a tomar algo. Varias de las familias de las víctimas han dicho que no sabían nada de las visitas de sus seres queridos a la Villa, o que los hombres llevaban vidas dobles.
El caso por el que McArthur había sido interrogado (y liberado) en el 2013, fue el de Navaratnam. Hubo pistas que ubicaron a Bruce entre el círculo de amigos cibernéticos del desaparecido. Viéndolo en retrospectiva, aquella investigación debe haber sido tremendamente surreal.
Nacido en la zona rural de Ontario en 1951, Bruce McArthur se graduó en la escuela secundaria de Fenelon Falls, se casó con su novia de secundaria y se convirtió en vendedor, primero en Stanfield y luego en McGregor Socks, ambos fabricantes canadienses de prendas de vestir. La pareja tuvo un hijo y una hija, hoy adultos.
Por ahí de 1998, cuando tenía unos 40 años, McArthur al parecer decidió salirse del clóset, se divorció y se instaló en Village. Quienes lo conocieron por aquel entonces aseguran que Bruce era un tipo de costumbres sencillas, incluso humilde, a quien le encantaba el vino, hornear panecillos y hasta tenía el detalle de regalar rosas a sus amigos en sus cumpleaños.
“La persona más amable que he conocido” es como lo describió uno de los muchos amigos de McArthur, de acuerdo con el prontuario policial. Hasta diciembre de 2017, seis meses después de la desaparición de Kinsman, el jefe de la policía de Toronto, Mark Saunders, insistió en que “no había evidencia de un asesino en serie” en la seguidilla de casos, pese a que la existencia de un sociópata a aquellas alturas parecía una obviedad para muchos en la comunidad.
Sin embargo, para el último semestre del año pasado el detective Indsinga armó un equipo que se denominó “Proyecto Prisma”, destinado a atrapar al asesino en serie... mínimo, a demostrar que existía un patrón de conducta que relacionara los crímenes entre sí y, por lo tanto, la posible existencia de un único autor material. Los cruces de la investigación ubicaron a Andrew Kinsman como amigo de McArthur. Kinsman trabajaba en un bar que Bruce frecuentaba; luego el asesino lo contrató en su empresa de paisajismo. La policía halló un paralelismo: Navaratnam, quien en ese momento estaba desaparecido, como todos los demás, también había sido empleado por McArthur.
Las autoridades siguieron su frenética actividad en aplicaciones gay y sitios web como Grindr, Scruff, Manjam y SilverDaddies. Poco a poco se fue armando el rompecabezas: a finales del 2017 se descubrió el ya mencionado hallazgo del ADN de dos víctimas en el Dodge Caravan que Bruce había vendido a un deshuesadero y ya a partir de entonces la policía empezó con el seguimiento a McArthur, que culminó con su detención el 18 de enero, cuando estaba a punto de matar a John, quien habría sido su novena víctima.
El paradero de los restos de los cuerpos, hallados en la macabra colección de fotos del asesino, dio pie a que la policía hiciera cábalas sobre los sitios a los cuales tenía acceso McArthur, entonces utilizaron su guía de clientes como jardinero y, tras un rastreo intenso en toda la ciudad, dieron con una pequeña y bonita casa en Mallory Crescent, donde McArthur trabajaba a cambio de guardar herramientas de jardinería. De ahí salieron los contenedores atestados de trozos de cuerpos humanos congelados, ya con la investigación a todo vapor, justo un año atrás.
Karen Fraser, propietaria de la casa, comentó en entrevista con la BBC que McArthur nunca dio ninguna pista sobre qué tipo de hombre era realmente. Dice que era enérgico y alegre, amaba las plantas y estaba obsesionado con sus nietos. “Como yo lo veo, el hombre que conocí no existió”, afirma.
El impacto de descubrir que su preciado hogar se había convertido en el cementerio de un asesino en serie la ha devastado, asegura. Hace unas semanas, mientras el hombre se preparaba para ser sentenciado, Fraser confesó que ella no tiene nada que decirle. “No me gusta mucho el perdón, no me gusta mucho el cierre. Se hicieron cosas terribles”, dijo con un tono de resignación.
La cadena CBCNews, entre otras, localizó a algunos hombres que habían salido con McArthur y quienes vivieron para contarlo. Hablaron de que asumía un rol sumiso que poco a poco se volvía violento. Varios fueron agredidos o drogados; en estos últimos casos, hubo quienes despertaron con McArthur sentado a horcajadas en su cabeza, violando su garganta y a punto de asfixiarlos con todo su peso corporal sobre sus cabezas.
Resulta que la colección de fotos de McArthur incluía no solo a sus víctimas, sino también a quienes pudieron serlo, pues varios de los hombres que estuvieron inconscientes bajo su dominio, fueron fotografiados en el ínterin. Las autoridades recolectaron unas 18.000 fotos del departamento de McArthur.
Indignación y homenajes póstumos
Su arresto, en enero del 2018 confirmó los peores temores de muchos en Village, el barrio gay de Toronto. Desde que cayó en manos de la policía y el caso empezó a aclararse rápidamente, la comunidad empezó a alzar la voz por los caídos. BBC reseñó que en febrero de 2018, alrededor de 200 personas se reunieron en un pequeño parque en el corazón Village para llorar a las víctimas
“Se ha perdido demasiada gente durante demasiado tiempo en nuestra comunidad”, decía Troy Jackson, uno de los organizadores de la vigilia.
A la luz de los hechos y a raíz del juicio y la reciente condena del asesino, la población sigue pidiendo cuentas sobre la demora que, insisten, tuvo la policía para resolver un caso que parecía estallarles en la cara con tanta evidencia durante casi ocho años. El clamor generalizado tiene que ver con la indefensión total en la que estuvieron las víctimas, conforme fueron avanzando los crímenes, al estar expuestas a un sociópata que seguía sumando su espeluznante lista mientras la policía no le hincaba el diente al caso porque no lograron detectar un patrón hasta que las víctimas estuvieron a punto de alcanzar la novena.
Muchos de los participantes en el homenaje póstumo llevaban brazaletes pintados con las palabras “amar”, “sanar”, “levantarse”, “recordar”. Las consignas fueron usadas en un emotivo intercambio entre los organizadores y la multitud. “Hoy recordamos”, decían, y las palabras se hacían eco entre la multitud.“Hoy resistimos. Hoy sanamos. Hoy nos levantamos. Hoy, especialmente hoy, amamos”.
Y en junio del año pasado, el desfile de Orgullo Gay estuvo lejos de su exuberancia habitual: hubo quienes se vistieron de negro para honrar a las víctimas y la lluvia pareció ser cómplice al propiciar un clima sombrío.
Aunque la policía no descarta que, eventualmente, surjan los nombres de nuevas víctimas, por ahora Toronto recuerda con impotencia a quienes cayeron en la trampa del hasta ahora inmutable Bruce McArthur, considerado un verdadero monstruo en la historia criminal de Canadá. Un monstruo, por demás, silencioso, quien podría guardar su mutismo para siempre.
De todas maneras, quizá no haya mucho que explicar. Y si hablara, también es probable que les eche ácido a las heridas. La vulnerabilidad de las víctimas en vida es lo que más entristece a muchos dolientes. Porque, como dijo Vanity Fair, “lo que une a los hombres es su aislamiento social, o las partes de sus vidas que los aislaron de sus seres queridos. Lisowick estaba sin hogar. Kanagaratnam y Navaratnam eran refugiados. Esen luchó con la adicción. Los amigos de Andrew Kinsman aseguran que este luchaba con sus demonios”.
Al final, todos cayeron en la pira siniestra del demente y despiadado asesino de Toronto.