“Le rajaron el pecho, le sacaron el corazón y jugaron cascarita. Es decir, como un tipo de series pero sin balón… Y después de un rato agarraron el corazón y se lo echaron a un gato… y el gato se lo comió”.
Enrique Molina no olvida el día que mataron a Canalete, allá por la década de los años 70 en la Penitenciaría Central.
Canalete era un recluso que lavaba y planchaba la ropa de los policías, una labor que era mal vista por los demás reos del centro penal. Lo llamaban sapo, pero era el trabajo que debía realizar para ganarse unas cuantas monedas y sobrevivir allí.
“Muchos presos pensaban que Canalete no era de confianza y un día lo llamaron a cuentas”, relata Molina, quien descontó 17 años en la Penitenciaría por crímenes como robo e intento de homicidio.
Este fue un crimen que trascendió durante la época de Los hijos del diablo, una de las bandas más temibles que se formó dentro de esa cárcel y fue a ellos a quienes se les atribuyó el despiadado asesinato.
LEA MÁS: Penitenciaría Central: de pulguero a castillo
El caso de Canalete fue posiblemente el más mediático hasta la fecha y aunque muchos creen que es una leyenda, lo cierto es que hay exconvictos en diferentes partes del país que dan fe del crimen.
“Ahí habían varios códigos y uno era ver, oír y callar, que establecieron Los hijos del diablo, aquella famosa banda que fue muy temible y que era liderada por Pico e’ lapa y Caballón”, explica.
Han pasado 40 años desde que el centro penal cerró de forma definitiva sus puertas, poniéndole fin a un sin número de muertes, condiciones inhumanas y una gran cantidad de anécdotas, mayormente desagradables, que hasta la fecha, quienes en algún momento estuvieron reclusos recuerdan con mucho dolor.
Hoy en ese sitio se encuentra el Museo de los Niños y aunque sus muros actualmente son fuente de alegría, antes eran testigos de sufrimiento y terror. Allí un paso en falso era causal de muerte.
“Muchos amigos míos murieron, muchos quedaron ahí sepultados, muchos entraron y nunca salieron y nunca se supo que pasó con ellos. A mí me quisieron matar muchas veces. Imagínese lo que valía mi vida en ese entonces, que le habían pagado a un señor ¢800 para que me matara”, dice Molina, quien actualmente es pastor.
Pese a que sobrevivió, muchos otros reclusos no contaron con su misma suerte. Aún recuerda cuando desde su celda, en la planta baja del pabellón norte, vio cómo tres miembros de Los hijos del diablo apuñalaron a un hombre mientras caminaba con su taza de café en la mano.
“Lo venían acuchillando con un machete y llegó al servicio sanitario y en ese instinto de conservación él trato de defenderse y agarró un estañón con basura y lo levantó para tirárselos. En ese momento le cortaron el brazo y le quedó guindando. Tenía una prótesis en un ojo y yo vi cómo se le cayó y comenzó a agonizar, y lo terminaron de rematar ahí… Yo veía cómo se le metían las moscas dentro del ojo”.
Sopa de rata
A Ronald Sibaja le cuesta mucho revivir su paso por La Peni, como se le conoce popularmente al antiguo centro de reclusión. Sus ojos claros se cristalizan con solo desempolvar los momentos que vivió y la forma en que logró sobrevivir.
“Un animal no viviría ahí”, recuerda.
Él entró a esa cárcel tras una riña en las afueras de un bar capitalino: empujó a un hombre que se tropezó, se cayó, se golpeó contra una piedra y falleció, según cuenta.
Asegura que nunca fue problemático y desde que ingresó al centro penal se mantuvo alejado de las bandas y los problemas, lo único que quería era que los siete años de condena a los que fue sentenciado, se pasaran rápido.
Y aunque vio todo tipo de crímenes y abusos a lo interno del centro penal, para Sibaja lo más traumante fue comer y cocinar allí.
La receta de la alimentación diaria era sencilla: en un fogón se echaba un saco de arroz, agua, unas cuántas pelotas de manteca, sal y se cocinaba la mezcla en un recipiente tipo barril. Al final, el remanente era una masa que servía de cena para los reos.
Con los frijoles la cocción era más sencilla; solamente mezclaban ese grano con agua. A veces les echaban bicarbonato.
Otra sorpresa del menú era el aguadulce, bebida que los privados de libertad tomaban bajo su propio riesgo: “ahí nos podía salir cualquier tipo de cosa”.
Para la hora de la comida, las largas filas aparecían y aunque unos contaban con un plato en el que le servían el alimento, habían muchos otros que debían poner sus manos.
“Cuando yo no tenía un plato para comer, tenía que poner la mano para que me echaran el arroz y los frijoles. A veces uno tenía que tirar la comida al piso y comérsela como un perro, porque tal vez estaba caliente y uno la dejaba caer”, afirma.
Esperar por una proteína era solamente un sueño. Sibaja recuerda que, ante la desesperación por comer carne, las ratas se convirtieron en el platillo más sabroso.
En un principio parecía desagradable, sin embargo, tras una riña, a Sibaja lo encerraron en el calabozo, donde lo único que comía era pan y agua. Pasó tres meses allí con dos reclusos más.
Según relata, un día uno de ellos, ante la desesperación de no contar con otro tipo de alimentos, se comió una rata. Él y su compañero solamente veían como la saboreaba y querían probarla también.
“Se veía tan rico, tan rico como se la comía que nos abrió el apetito y nosotros también comimos”, relata el hombre.
Después de salir del calabozo entró a la cocina de La Peni como ayudante y otros reclusos le pidieron preparar una sopa de rata, para una fiesta de otro reo.
“Yo la hice por miedo a que me fueran a linchar. Ellos le dijeron a los demás que mandaron a traer carne de afuera, pero en realidad eran ratas. E hicimos una sopa, y yo ese día comí rata, de hecho, todos comimos. Los que sabíamos tuvimos que comerla a la fuerza porque uno se la comía o lo hacían comérsela”, afirma.
Castillo europeo
De la historia de La Peni se pueden contar muchas cosas. Fue violenta e inhumana, pero también fue todo un misterio. No existe una fecha exacta del día que se abrió el centro penal, aunque Cristian Salazar, director del Museo Penitenciario presume que fue a inicios de 1910.
Cuando se inauguró el reclusorio, tenía como fin albergar a un máximo de 300 reos, quienes entrarían por delitos menores. La idea era que los convictos reflexionaran acerca del acto ilícito que habían cometido.
La dinámica del centro fue adoptada de reclusorios de Estados Unidos y Europa, según una investigación hecha a lo largo de un año por Octavio Beeche, un jurista a quien el gobierno le encomendó recorrer distintos países a finales del siglo XIX para conocer cómo funcionaban los centros penales.
De hecho, la fachada en forma de castillo proviene de los resultados de la investigación hecha por el abogado.
Al inicio, la población penitenciaria estaba constituida por campesinos y algunos presidiarios de diferentes partes del país por delitos como hurto, contrabando, lesiones y estafas. Años más tarde, era por ebriedad y reincidencia. También por robo de ganado, atentado a la autoridad, injurias, insolencia, amenazas, falsificación, calumnias, falsedad, timo, y abandono, entre otros.
Además, durante los primeros años había mujeres y niños, sin embargo, se desconoce en qué año se trasladaron a otro centro penal.
Los problemas comenzaron cuando transcurría la década de 1920, en esa época ya no había control de la cantidad de personas que estaban en la prisión, por lo que el hacinamiento comenzó a ser cada vez más notorio. La Penitenciaría Central llegó a albergar a 1.200 reos, es decir, cuatro veces más la población para la que fue construida.
“Desde el principio hubo sobrepoblación o por lo menos más de una persona por celda y lo ideal era que solo hubiera uno por celda para que a través de la espiritualidad, de la reflexión, de la soledad se pudieran incorporar, sin embargo nunca fue así. Desde ese momento la visión que se tenía comenzó a diluirse un poco”, detalla Salazar.
Luego vino la Guerra Civil de 1948 y los presos políticos. Líderes opositores al nuevo régimen fueron conducidos a celdas por considerar que atentaban contra la seguridad del Estado. Entre ellos había intelectuales, políticos, profesionales y empresarios como Carlos Luis Fallas, Carlos Luis Sáenz y Arnoldo Ferreto, quienes durante los meses que estuvieron detenidos enseñaron a escribir y leer a algunos reos.
Pasada esa época apareció la figura del “travesti”, quienes se convirtieron en líderes, siempre de acuerdo con aquellos que vivieron esa época.
“Hombres que empezaron a travestirse aquí o que ya se prostituían afuera, llegan a cumplir un rol femenino. Y es interesante porque terminan por asumir un rol maternal y de alegría al espacio y no era que andaban en harapos, tenían sus buenas ropas”, cuenta Salazar.
Organizaban concursos de belleza, bailes, conciertos. De hecho hasta llegaron a tener un bar clandestino llamado Salón París, donde hacían fiestas y shows.
“También tenían pulperías formales e informales internamente, era un sociedad dentro de muros porque había panadería, cafetines o barbería”, asegura. Además, había personajes como Manco, quien se encargaba de vender armas en ¢5.
Incluso aprendieron a hacer licor: agarraban la aguadulce y el pan (que tiene levadura) y lo dejaban fermentar a lo largo de la semana.
La época más crítica de La Peni se presentó a finales de la década de los 60, cuando aparecieron las bandas criminales. La más conocida hasta la fecha es Los hijos del diablo, aunque hubo otras muy peligrosas como Los escorpiones negros y Los nietos de Satanás. Todos ellos mataron, amenazaron y torturaron a reclusos, autoridades y visitantes.
“Los asesinatos y las fugas estaban en el ojo público. La Peni era conocida como la vergüenza nacional, la gente le tenía pánico, los líderes empiezan a protagonizar más hechos violentos, el mercado de la droga a lo interno era muy fuerte, habían violaciones sexuales. Se escapaban con frecuencia”, reseña Salazar.
Para el profesor Vladimir de la Cruz, era importante que sus estudiantes de la Universidad de Costa Rica (UCR) conocieran lo que pasaba a lo interno del centro penal y apostó por llevarlos para que hablaran con los presos y vieran la realidad de esa cárcel.
Confiesa que hubo un momento en el que se asustó y prefirió dejar de llevar a los jóvenes allí.
“Era un vivo ejemplo de violación de derechos, de deshumanización. Yo me atreví a llevar a los muchachos porque tenían una vivencia directa con los presos pero dejé de hacer las visitas porque se presentó un motín que generó un pleito interno en el que hubo retenidos entre ellos mismos, y frente a eso yo tomé la decisión de no volver a llevar a estudiantes a sitios que tenían ese nivel de peligrosidad”, recuerda.
En esos últimos años, la Penitenciaría se había salido de control y los reos no estaban dispuestos a seguir aguantando las condiciones en las que habían estado viviendo por décadas. Fue allí donde se comenzaron a dar los motines.
Los reclusos tenían acceso a las oficinas de las autoridades y provocaron incendios que acabaron con los archivos en los que se documentaba la historia del penal.
Finalmente, en 1979, la ministra de Justicia de aquel entonces, Elizabeth Odio, dio la orden de cerrar el reclusorio: el sitio era inhabitable, por lo que se trasladan los reos a otras cárceles.
Nuevo comienzo
A finales de la década de los años 80 la exprimera dama, Gloria Bejarano se propuso construir un Museo de los Niños en Costa Rica. Tenía claro lo que quería, visualizaba un lugar recreativo y feliz, donde los pequeños pudieran divertirse y a su vez aprender.
Aunque tocó muchas puertas, nadie tenía disponible una infraestructura que le permitiera a doña Gloria realizar su proyecto; tampoco contaba con el dinero para construir un museo. La única opción que le dieron en aquel momento fue la antigua Penitenciaría, que para ese entonces había cumplido 12 años desde su cierre y estaba en estado de abandono.
“Yo no conocía la Penitenciaría (a lo interno) y cuando uno pasaba por la calle ni siquiera quería voltear a ver del horror que le daba a uno ver a ese lugar. Pero yo me quedé con la idea y quería ver qué me encontraba y en el momento en el que yo subí la cuesta y miré aquel castillo simple y sencillamente a mí se me iluminó la mirada”, relata.
Bejarano afirma que al cruzar la fachada quedó asombrada de la infraestructura, aunque también reconoce que “era fantasmagórico y terrible”: estaba destechado, lleno de humedad, las ventanas estaban cerradas con ladrillos, había muchas rejas caídas y un fuerte olor a putrefacción.
Y sin dudarlo, la amante de las infraestructuras antiguas adoptó el lugar, ya que visualizó no solo un museo, también se imagino una galería, un auditorio y un anfiteatro dentro de las instalaciones.
“Dentro de todo yo vi un espacio con muchas posibilidades. Nunca me arrepentí, porque yo estaba segura que era un lugar que estaba en el corazón de San José al que iba a tener acceso la mayor parte de la gente, porque el desplazamiento era muy fácil, tenía la oportunidad de tener jardines a su alrededor, de tener espacios tan amplios. Creo que fue amor a primera vista”, añade.
Pese a que estaba segura de que ese era el lugar que andaba buscando, tuvo mucha oposición por parte de diversos sectores, que asegura se mantiene hasta la fecha (aunque en menor cantidad), principalmente por lo que había sido el edificio en el pasado.
“Yo lo que siempre digo es que el edificio es solo eso: un edificio. No tiene la culpa de lo que ahí se vivió, somos los seres humanos los que creamos los espacios y el uso que le damos y si nosotros podíamos transformar aquella leyenda negra y darle una proyección de educación, cultura, luz y reivindicación, era también un mensaje de que aún de lo peor podíamos crear algo que fuera lo opuesto”, señala.
El Museo de los Niños se inauguró finalmente en 1994 y con el pasar de años ha ido creciendo: cuenta con la Galería Nacional, el Auditorio Nacional y está en construcción un anfiteatro.
Además, hace prácticamente tres años se inauguró el Museo Penitenciario, que hace un recorrido por la historia del antiguo penal: las salas están dentro de calabozos reales, hay figuras hechas a escala, pisos originales y algunos objetos que fueron rescatados de aquel entonces.
“Yo creo que el Museo Penitenciario no cuenta solo historia de la prisión, que de por sí es interesante por sí sola. El hecho de que en 1880 los gobernantes hubieran visualizado el construir una infraestructura que buscaba la rehabilitación de las personas que delinquían era una visión en grande y eso nos tiene que hablar mucho de los antepasados. Y ya después el deterioro que se dio a lo largo de los años nos habla del descuido que hubo y la forma en que se trató esta población, cómo se mezclaron guerrilleros con personas comunes, con reos, con los presos políticos de 1948”, cuenta la exprimera dama.
Para abrir este museo, Bejarano explica que contaron con la ayuda de testimonios de muchos exconvictos, autoridades y familias a quienes entrevistaron. La investigación tardó aproximadamente ocho años.
“Hay historias terribles y muy dolorosas que nos hablan del grado de violación de los derechos humanos por la condición en que vivían los internos”, comenta.
Y aunque el hoy colorido lugar ha ido borrando las tristes escenas que ahí se desarrollaron, Ronald Sibaja asegura que él no puede poner un pie dentro del museo. Una vez lo intentó, pero fueron tantos los dolorosos recuerdos que se vinieron a su mente, que tuvo que dejar que su hijo entrara solo.
Han pasado cuatro décadas y casi cinco desde que salió de la Penitenciaría, pero todavía no está preparado para cruzar sus muros. La marca quedó para siempre.