Se sabe que en los hospitales pocas veces se sonríe. Tal vez se puede dar un respiro de alivio, o una mirada de esperanza, pero la sonrisa suele ser un gesto que pareció haber sido desterrado de un centro médico desde que se creó el nombre de hospital.
En la sala de espera del Hospital Nacional Psiquiátrico Manuel Antonio Chapuí y Torres las caras no son tan diferentes de las que se puede encontrar en otro centro de atención. Basta compararlo con hospitales de gran concentración como el Hospital de Niños y el Calderón Guardia y la retahíla de rostros serios no difiere de gran manera.
Para entrar a este centro médico –ubicado en Pavas, San José– enfocado en problemas de índole mental, un oficial de seguridad es quien controla el ingreso al extenso hospital. El guarda se encarga de levantar una aguja para carros y direccionar a los pacientes al edificio correspondiente.
En la primera entrada a mano derecha, una vez superada la aguja, se encuentra el salón de atención de urgencias. En las afueras, y tras un largo parqueo, reposan tres vehículos de emergencia y se mira el pasar de algunos médicos de un edificio a otro.
Estamos ahí el jueves 14 de febrero, Día de San Valentín, lo que podría hacer creer que es un día intenso para el servicio de urgencias del hospital ante la atmósfera afectiva que se desarrolla en todo el mundo.
Desde las cuatro de la tarde ya se encuentran unas diez personas en sala de espera –entre familiares y pacientes– en un pequeño salón custodiado por un guarda de seguridad y un aparato de detección de metales.
Este es el primer edificio que recibe a los pacientes en el amplio terreno del Hospital Psiquiátrico. En total, son veintisiete hectáreas que albergan internamientos diferenciados para hombres y mujeres. A diferencia de otros centros médicos, el Psiquiátrico cuenta con largas y grandes zonas boscosas que se intercalan entre los edificios azules y celestes.
“Aquí las cosas son diferentes”, dice Roberth Rodriguez, el oficial de vigilancia al que hoy le toca resguardar la sala de urgencias. “Esto no es un encierro, aquí la gente camina entre los árboles y el ritmo es tranquilo. Uno ve toda clase de gente... Antes yo también veía toda clase de gente en la calle, pero ahora es muy diferente porque uno desarrolla otro tipo de sensibilidad”, confiesa el guarda.
Rodríguez lleva seis años de pasar sus días laborando en el centro psiquiátrico, después de haber trabajado un lustro como oficial de Fuerza Pública.
"Aquí es muy diferente porque uno aprende un trato especial. Aquí la gente no llega por un rasguño, llega por depresión o problemas psicológicos y uno tiene que saber tratarlos... Oiga, cuidado’.
El oficial interrumpe su discurso al ver a dos enfermeras correr hacia la sala de urgencias. Uno de los pacientes impide ligeramente la entrada a urgencias y Rodríguez le pide que se mueva.
Al minuto, las enfermeras salen con una camilla y unas vendas. “Parece que es un paro”, dice Rodriguez mientras mira a las enfermeras correr y perderse entre la vegetación del hospital.
El oficial se encuentra atento a pesar de que no considera que San Valentín sea un día que sature de forma extraordinaria el servicio de emergencias. “A veces son los días después de las festividades los que son más difíciles”, reflexiona.
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El comienzo
Ya son las cinco de la tarde y, tras una hora de calma, dos ambulancias llegan a urgencias tras ser referenciadas de otros centros médicos. Ha aparecido también un vehículo de la Policía Penitenciaria y, además, se encuentra en la sala una enfermera de Liberia que acompañó a un paciente desde el norte del país (el aeropuerto Tobías Bolaños se encuentra apenas a doce minutos del Psiquiátrico).
En este salón de emergencias hay seis filas de bancas azules, con dieciocho personas sentadas y un par de hombres de pie. Quien se muestra más adolorida entre los que esperan es una señora de unos cuarenta años de edad, de pelo café amarrado con una cola. Ella se contrae hacia adelante y hacia atrás sujetándose el estómago.
“No me deje salir al perro, no me lo deje salir”, dice la mujer al teléfono. “Espere a que lleguemos para sacarlo, porque yo no sé a qué horas vamos a terminar aquí, ni sabemos qué le va a decir el doctor a ella. Hay que esperar".
Frente a las bancas de espera un televisor LG proyecta la programación de telenovelas vespertinas de Teletica. Abajo del aparato se encuentra una máquina de bocadillos a la que nadie se le acerca y un letrero con información para los familiares de los pacientes.
"En el servicio de urgencias los pacientes son evaluados a su llegada y clasificados en cinco niveles de acuerdo con la prioridad de su consulta: azul es riesgo vital claro, rojo es muy urgente, amarillo es urgente, verde es estándar y blanco es no urgente’, se lee en el rótulo.
Quienes llegan al servicio de urgencias deben pasar primero a una ventanilla a dar sus datos, después a la preconsulta donde son evaluados y, posteriormente, son atendidos en la consulta regular. Los tiempos de espera pueden variar según la clasificación que se le dé al paciente.
‘Es que él era una muy mala persona’, retoma en altavoz la señora al hablar por teléfono. ‘Está muy afectada, piensa mucho en él, pero él era muy hostigador, insoportable. Ese mae es un vago’, agrega la mujer sin dar contexto.
En la fila contigua a la señora, llegan a sentarse tres personas: dos mujeres de cabello recogido y un hombre de 30 años, alto, grueso y de cabello corto. Ellas murmuran palabras ininteligibles mientras él nada más se sienta. Con una mano se toma la otra mientras que una de las mujeres que lo acompaña le soba la barriga con el propósito de tranquilizarlo.
‘Sí, puede ser que le falte agua o algo, pero es que ha estado pensando mucho en ese mae. Y era un vago. Es un vago’, vuelve a decir en altavoz la otra señora al teléfono, a quien posiblemente su llamada le ha superado ya los quince minutos.
El tiempo pasa
De nuevo, el Psiquiátrico no se exime de condiciones que enfrentan otros centros médicos. Los horarios de espera pueden subir las dos horas (por ejemplo, el muchacho de gorra que lleva una muñequera de atención verde ha sobrepasado hora y media de espera) y estos tiempos crean en la sala de urgencias una propia banda sonora.
Un adulto mayor, vestido con una bata celeste de paciente, cuenta en altavoz cómo conoció a Daniel Oduber y la molestia que le genera el reconocimiento que se le da al expresidente de la República.
–¡Y hasta un aeropuerto y colegio hicieron con su nombre!– le dice un enfermero al señor.
-¡No importa! Él fue malo, yo sé que fue malo y eso es lo que importa. Si me llevan a la mierda por decirlo, ¡que me lleven!- grita mientras el enfermero no sabe cómo reaccionar.
Minutos después, un hombre de unos cuarenta años se acerca al oficial Rodríguez para externarle una consulta. El sujeto habla pausadamente, se muerde el labio, lleva un sombrero de pesca mal colocado y un caminado tambaleante.
–Perdone, ¿puedo usar el baño de mujeres?– le pregunta con cierto balbuceo.
–¿Por qué, señor?– le contesta Rodríguez.
–Es que está cerrado.
-No, no está cerrado– le responde suavemente el oficial–. Dele un tiempito y ya sale el que está adentro.
El hombre con el sombrero de pesca busca de nuevo su asiento mientras que, a su lado, una mujer canta –con bastante afinación– una canción de música plancha.
Finalmente, el sujeto consigue sentarse junto a una madre y una hija que intentan calentarse con un abrazo. La hija le seca las lágrimas a su madre mientras recuesta la cabeza sobre su hombro.
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Los doctores
A un costado de la sala de urgencias, se encuentran las pesadas puertas que abren paso a las filas de consultorios. Son dos pasillos –uno hacia el frente y otro hacia la izquierda– los que reciben a los pacientes.
Esta tarde, el jefe de urgencias debió retirarse por una emergencia familiar, así que son dos los médicos especialistas que resguardan la sala de urgencias.
El doctor Róger Obando, de camisa de botones y vestimenta casual, se acompaña del doctor Felipe Donato, quien porta un scrub verde. Ambos se encuentran de guardia hasta la madrugada en esta fecha que parecería especial para este servicio.
La pregunta para ellos es obligatoria: ¿verdaderamente afecta San Valentín en emergencias?
“Lamentablemente no hay estudios que corroboren que haya fechas del año donde haya mayor o menor consulta”, dice en uno de los consultorios el doctor Obando. “A veces hay otro tipo de factores como desastres naturales, terremotos, que son situaciones especiales y sin duda se siente un mayor flujo de pacientes, pero pensar en fechas como San Valentín o el Día de la Madre no me hace pensar en un repunte. No es como en otros hospitales que, cuando hay época de lluvia se sabe que aumentan las consultas”.
El doctor Obando ha trabajado casi cuatro años en este hospital, y el doctor Donato lleva diez. Ambos no recuerdan una relación estricta entre consultas y fechas del año. En un día como hoy, han atendido a pacientes adultos mayores con enfermedades mentales, algunos pacientes más jóvenes con trastornos psicóticos y un par de casos por “cuestiones afectivas”, como señala el doctor Obando.
“El flujo hoy es normal, como siempre muy aleatorio. Por ser una fecha asociada a eventos afectivos no es que vayamos a recibir solo alteraciones en este campo. También esta es una fecha que no es tan popular para ciertos estratos y mucha gente no la celebra. No puedo decirle que esperamos situaciones especiales”, asegura el doctor Donato.
“Justamente, ahora estábamos hablando de los casos que se reportaron del 2017 al 2018. No son los datos oficiales, pero atendimos unas 15.000 emergencias y unos tres mil casos de no emergencia. Todos los días las personas vienen y se requiere un tratamiento. Las enfermedades mentales también deben tener un acompañamiento médico y es importante que la gente lo tenga claro”, dice el doctor Obando.
“La atención acá es a personas que tienen un sufrimiento que no es físico”, agrega el doctor Donato. “Hay gente que no comprende que es un sufrimiento que igual debe ser tratado. A mí siempre me apasionó el funcionamiento de las personas y aquí estamos para ayudar. El hospital nunca cierra, el flujo es constante y es importante visibilizar y quitar los mitos en torno a los trastornos de este tipo”.
Afuera del consultorio de los doctores, se escuchan aviones que despegan del aeropuerto Tobías Bolaños.
Un muchacho de cabello rizado espera a que el sonido del avión se difumine mientras habla por teléfono. “Ma, ¿me escucha?”, dice al celular. “La doctora dice que prefiere que me quede internado para que no tenga ansiedad”, susurra. Él apoya su brazo sobre una pared y simplemente asiente al escuchar la respuesta de su progenitora.
A su lado, una enfermera del pasillo vuelve su mirada hacia el cielo raso y escucha la partida del mismo avión. Sin darse cuenta, una paciente en silla ruedas se le queda mirando sin apartar sus ojos. Ella mantiene sostenida la mirada hasta que el sonido del aeroplano se desvanece.