“Yo no contaba lo que me contaron, yo contaba lo que yo viví”. Lisímaco Chavarría habla sobre sus libros como sus pequeños tesoros.
Ha publicado dos y el tercero, a sus 86 años, aún continúa en el horno.
La primera vez que lo veo está en la Feria del Libro (en la Antigua Aduana) sentado en una frágil silla. Pasa inadvertido por las masas de lectores sedientos de ofertas de las grandes editoriales.
Usa su gorrito militar mientras promueve uno de sus libros: Las dos batallas en San Isidro del General: relatos de la revolución y de otros aconteceres.
“Usted se preguntará: ¿qué estaba haciendo yo ahí a los 16 años?”, me dice don Lisímaco meses después, cuando logramos concretar una entrevista. Y sí, me lo pregunto.
“Antes la pobreza era mucho más pobreza que ahora, pero la gente se quejaba menos. Mientras tanto había trabajo sembrando cebolla, sembrando y recogiendo tomate. Trabajos de esa clase, pero no alcanzaba para estar bien todos. Me metieron al colegio pero no aguanté por falta de plata. Había que hacer algo”.
Así comienza a contar su historia de vida uno de los escasos combatientes de la Revolución del 48 que continúan vivos. Su memoria se mantiene casi intacta y es testigo de uno de los pocos conflictos armados en la historia reciente de Costa Rica.
A setenta años del desenlace del sangriento evento en el que murieron más de 2.000 personas, y que dejó como resultado la construcción de la Segunda República y la Constitución Política, Lisímaco desempolva recuerdos y los narra vívidamente con un objetivo: luchar contra el olvido colectivo.
Un adolescente en guerra
“Del 48, haciendo el milagro, yo creo que debemos haber vivos unos cinco”, comenta Chavarría. “Hay unos que dicen que fueron, pero por la edad los saco, no estuvieron ahí”. Tan jóvenes como él en campo de batalla casi no hubo y los números no le cierran.
Lisímaco, oriundo de Santa Ana, eligió combatir no por convicciones políticas arraigadas. A esa edad, la motivación era la aventura y su ubicación lo empujó a la guerra.
“Un primo que estaba en San Isidro del General con una farmacia tenía unas colmenas. Me dice: ‘yo te llevo, me atendés las colmenas y te ganás tu platica’. Me daba platica cuando sacábamos la miel. Me daba 100 colones que era un montón de plata. En eso era como 47 o 48 y se vino la revolución”, recuerda.
El Tribunal Electoral anuló las elecciones presidenciales realizadas en febrero del 48, en las que Otilio Ulate derrotó al expresidente oficialista Rafael Ángel Calderón Guardia y estalló la crisis.
El Congreso Constitucional, donde prevalecía el partido calderonista y sus aliados comunistas, anuló el 1.° de marzo los comicios presidenciales al haberse quemado las papeletas en un incidente no esclarecido y seguidores de ambos bandos se tiraron a las calles, con San Isidro del General siendo uno de sus principales epicentros. El conflicto bélico se extendió durante cuarenta días.
“Para la gente joven eso es un fiestón”, asegura. “A usted le dan un rifle a esa edad y usted es un Rambo 3. Hasta las moscas mata. Todo el mundo cogía rifles, practicaba en la plaza de deportes y allí íbamos a hacer blanco. Llegaba un avión a ametrallarnos y nosotros pum, pum, pum, le dábamos al avión. Diay, todo eso se sentía muy bien. Uno se motivó por la acción bélica que se daba en el lugar”.
A los 16 años, el único contacto con la política la había tenido por sus dos hermanos, uno era Calderonista y otro Cortecista. A Pepe Figueres, como líder, aún no lo había conocido.
Comenzó la revolución
“La plaza estaba dividida en trincheras. En el centro había una trinchera zigzagueando. Este lado era una trinchera y este otro lado era de la gente de Tijerino (el general nicaragüense Enrique Somarribas Tijerino) y Carlos Luis Fallas (Calufa)”, recuerda. “Yo conocí a Carlos Luis Fallas tomándose una taza de café en una casa esquinera a 200 metros donde estaba la balacera”.
Él se quedó en San Isidro y posteriormente se movilizó a Dominical, uno de los lugares al que se extendió la batalla.
“En el libro yo cuento que nos encontramos a un señor de apellido Bedoya, muy valiente, y nos dijo: ‘mijitos, yo me quedo aquí con ustedes’. A Bedoya después lo mataron. Lo encontré con un balazo en la frente”.
En una de las batallas, los soldados de Tijerino, a quien ya habían matado, vieron una tanqueta acercarse. Eran del bando opuesto y no lo sabían.
“Recuerdo sangrientamente que un jeep iba llena de gente al alto, pero con una ametralladora que teníamos de sitio les dieron y no quedó nadie con vida. Me tocó recoger los muertos”, dice sin inmutarse.
“Después de una batalla hay que limpiar, todo lo que se mueva hay que darle. Todo lo que se mueve hay que volarle bala después de una batalla. ¿Por qué? Porque se pudre la gente cuando tiene contacto con la pólvora. En tres, cuatro días está descompuesto. Hay que agarrarlos, enterrarlos o quemarlos. Los quemábamos. El equipo de carajillos recogíamos los muertos, los echábamos en un lugar común y ahí se les echaba gasolina”.
Las memorias crudas del campo de batalla las cuenta sin asombro, como quien enlista lo que desayunó. Sobre la vez que el olor de uno de los cadáveres con los que tropezó lo golpeó de frente y de cuando encontró a uno de sus amigos de la infancia sin vida, habla sin muchas muestras visibles de dolor. Los años han alivianado los recuerdos.
“A mí me hirieron en la pancita. Yo andaba en el alto de San Pedro, yendo a Dominical. Fue una descarga de ametralladora por detrás. Yo estaba tirado de panza con el rifle esperando que pasaran. Pasaron unos por detrás y a mí me ametrallaron. Fueron como cuatro balazos. Arrancaron la carne hasta el hueso y me molieron todo el pecho. Como andaba metido en la montaña se pudrió y se me hizo una gusanera, pero la gusanera me salvó. Se comen todo lo malo”.
Las sombras del conflicto
Lisímaco Chavarría ve en retrospectiva su vida y defiende su participación. Tenía que haber guerra en esa ocasión, dice. La sociedad se sacude por épocas y en esa, para él, era inevitable.
“Lo que yo digo es que Calderón Guardia le dio a los costarricenses un sánguche de pan con pan. No había nada que echarle adentro. Pepe Figueres fue el que le puso la carne adentro, el tomate y la salsita”, agrega. “Con la guerra del 48 reafirmamos las garantías de Calderón Guardia, por un lado, y con Pepe Figueres le llenamos la panza a la gente con arroz, frijoles y maíz, con los estancos del Consejo de la Producción. Pusimos a circular el dinero en la calle”.
No puede evitar referirse al conflicto en tercera persona y plural. “Nosotros”. No fue él, fueron muchos, y el arrepentimiento no existe cuando el orgullo que siente por sus motivos es grande.
“Para un montón de gente de la calle que no participó uno es un héroe. Todo eso le quita a uno el remordimiento. La guerra es de odio contra odio. Es rifle contra rifle. El primero que jale el gato es el que queda vivo”, asegura. “A uno lo mandan a matar, porque sino ellos venían a matarnos a nosotros. Se va haciendo esa pirámide del odio y por eso es que se comete tanto abuso en las guerras”.
La suya y sus razones fueron nobles, está seguro. Algunos, cuando ven su gorra le dicen una frase a la que ya está habituado: “ya aburre con eso”. Su respuesta es la misma: “Esta gorrita, que llevo puesta siempre, es en homenaje a los muertos. Fueron más de 2.000”.