Alrededor de la plaza de Cartago, justo donde el ganado está comiendo zacate, hay unas nueve manzanas de 100 metros por 100 metros, cada una con cuatro casas de adobe (una en cada extremo).
Son las primeras horas de un martes de 1821 y el silencio es absoluto. Solamente se escuchan el viento, las gallinas y otra aves en un día soleado. Por la calle empedrada del pueblo no camina nadie y a lo lejos se pueden ver los potreros, las montañas y el imponente volcán Irazú más al fondo.
Así era el centro de la antigua capital de Costa Rica, donde contrario a lo que podría pensarse de una metrópoli, el estilo de vida era pausado y sencillo.
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“Era sencillo, porque todavía la línea de lo que era urbano y rural era muy difusa y casi se puede decir que no existía. Entonces, era tremendamente colonial y las ciudades, más que ciudades, eran unas aldeas españolas mediterráneas ubicadas en el trópico, sin mayores edificios importantes. Los centros podían ser nueve manzanas alrededor de la plaza y eso era todo”, detalla el arquitecto e investigador Andrés Fernández.
Sin embargo, de aquella época, actualmente no queda prácticamente nada. Con los años las construcciones se fueron deteriorando y la Costa Rica de 1821, esa en la que vivían aproximadamente 50 mil personas y que ese mismo año se declaró independiente desapareció... a excepción de dos emblemáticos edificios.
Una de ellos es la pequeña pero imponente iglesia de Orosi, en Cartago, que para aquel entonces ya era muy frecuentada por los ticos los domingos, día de la misa. Esta tenía cerca de 50 años para la época de la Independencia, pues fue construida en 1776.
La segunda son las ruinas de Ujarrás, que datan de 1688 y que sí, ya eran ruinas en ese momento. De hecho, para 1821, año de la Independencia, Villa Ujarrás había sido abandonada recientemente.
Y aunque no hay fotos y no sobrevive más que el recuerdo de esa Costa Rica austera, cuyos habitantes dormían en camas de paja, vivían en casas de adobe, cocinaban en hornos de barro y recorrían caminos empedrados en la ciudad y de tierra en los alrededores, a continuación encontrará un retrato de cómo lucía el país hace 200 años, ese en el que no había electricidad, carreteras, ni mucho menos tecnología de punta.
Una vida sencilla
Se estima que para ese entonces, en la provincia de Cartago, habitaban unas 11,028 personas. Sin embargo, en los días entre semana, eran pocos los que se veían transitando por las calles, pues dentro de sus propias viviendas tenían una pequeña huerta donde cultivaban la tierra y allí mismo trabajaban. No tenían que salir a comprar nada.
Precisamente por eso, en ese entonces, no habían negocios, más que vinaterias y chicheras donde se compraba el vino y la chicha. Eran comercios cuyas fachadas eran similares a las que tenían las casas.
“Los únicos edificios públicos importantes eran las iglesias y no eran muy altas por dos factores: por un lado la pobreza colonial y, por el otro, los terremotos y las múltiples tragedias que se dieron en la única ciudad que hubo. El descuido era total y sumado a las erupciones del Irazú y las inundaciones no dejaron absolutamente nada en Cartago”,
— Arquitecto Andrés Fernández.
“El principal negocio no era fijo, ya que el mercado era los sábados en la plaza principal y era abierto. Todo lo que era comida estaba dentro de la plaza y en las calles de alrededor se vendía todo lo que se tuviera a mano. En esa actividad participaba desde el presidente de la República hasta el más humilde”, detalla Fernández.
Pasado ese día cada quien volvía a su casa, hasta el día siguiente, que asistían a misa.
De hecho, para aquella época, las edificaciones de iglesias eran las más importantes, las más grandes y las más llamativas. Sin embargo, los constantes terremotos hacían que se vieran descuidadas, al igual que la ciudad.
“Los únicos edificios públicos importantes eran las iglesias y no eran muy altas por dos factores: por un lado la pobreza colonial y, por el otro, los terremotos y las múltiples tragedias que se dieron en la única ciudad que hubo. El descuido era total y sumado a las erupciones del Irazú y las inundaciones no dejaron absolutamente nada en Cartago”, añade el arquitecto.
De hecho, según detalló Fernández, el sitio en el que se firmó el Acta de Independencia no tenía ningún distintivo. Lo único que diferenciaba esta aposento cartaginés de todos los demás es que era un poco más grande.
Modelo propio
Para el año de la Independencia el modelo de las casas de adobe ya estaba consolidado en Costa Rica, sobre todo en provincias como Heredia, Cartago, San José y Alajuela, donde se concentraba la mayor parte de la población costarricense.
Según explica Fernández, se trataba de una construcción muy sencilla y contaba con un modelo propio desarrollado en el país, que era diferente al nicaragüense que tenía casas más esbeltas, altas y ornamentadas.
“Lo de nosotros era muy sencillo. Bloque sobre bloque, no había ningún artificio y todo se construía con maderas de los bosques cercanos. Eso sí, ya para la independencia habían llegado algunos tipos de barrotes, que eran muy típicos en las casas de los ricos”, comenta el arquitecto.
John Hale, el primer extranjero que entró a Costa Rica y dejó un testimonio de su visita al país, publicó en 1825 su libro Six Months Residence and Travels in Central America en el que describe cómo eran las viviendas de ese entonces.
“Se vivía prácticamente a lo franciscano. No hay mayores lujos”.
— Arquitecto Andrés Fernández.
El inglés detalla que eran casas cuadriculadas y describe los materiales que se usaban para la construcción.
“Consisten en un piso bajo únicamente, cuyas paredes son hechas de adobe o ladrillos de una arcilla que parece tierra, que mezclan con césped picado o bagazo de caña de azúcar haciéndola pisar por bueyes para que estos ingredientes se amalgamen bien.
“Luego hacen ladrillos de dos pies de largo por unas 12 pulgadas de ancho y cuatro o cinco de grueso, que ponen a secar al sol. Las puertas, las ventanas y los techos son de cedro y estos con tejas. Los pisos tienen por lo general un pavimento de ladrillo cocido al fuego, cuya forma varía según el gusto del propietario”, específica.
Según detalla el escritor, las casas eran blancas por dentro y por fuera. No vio por ningún lado pintura, ni tampoco ventanas de vidrio, todas eran abiertas.
El piso era de tierra, en el caso de los más pobres. Se trataba de una tierra apisonada que según Fernández “picaban con un cuchillo mocho, chorreaban con ocre, le echaban agua y después le pasaban una yaneta de madera y quedaba liso”.
“Es muy sencillo todo. En el marco material de vida de la Independencia lo principal es hacer énfasis en la austeridad. Se vivía prácticamente a lo franciscano. No hay mayores lujos”, recalca Fernández.
Los corredores eran anchos y servían para terminar una serie de labores agrícolas, como desgranar maíz, debido a que llovía habitualmente a partir de las 2 p. m. También servía para reunirse en familia y pasar una tarde entretenida y, precisamente por ello, es que nunca faltaban las bancas de madera en esa parte de la casa.
Además, había una diferencia entre las casas urbanas y las rurales. Las urbanas eran en forma de L, mientras que las rurales eran más rectangulares. Lo cierto es que todas, por el lado trasero, tenían un amplio patio, donde cultivaban sus propios productos y no faltaban los árboles de limón o naranja.
En cuanto al techo, muchas de las casas de la clase media se cubrían no con tejas, sino con paja. Además, en el camino, se podía ver alguno que otro rancho de paja, en los cuales vivían los indígenas, que para aquella época ya muchos habían emigrado a las zonas más alejadas del país.
La gente más pobre, por su parte, vivía en las orillas de los pueblos, en ranchos de madera con techos de paja.
“Es evidente que la casa de adobes fue la respuesta más directa a las necesidades de los moradores de la época y que este tipo de vivienda ha sido el que más se ha identificado con nuestro ambiente socioeconómico, representando así la primera vivienda autóctona del país”, dice en su libro Manuel Gutiérrez, La casa de adobes costarricense.
Dentro de las casas
Para 1821 en las casas no existía sala, ni mucho menos sillones, por ese importante motivo las visitas se recibían en el corredor.
“Las casas según la usanza campesina y debido a los pocos objetos que se importaban en esa época, estaban amueblados lo mínimo posible”, explica la escritora Clotilde Obregón en su libro San José a comienzos del siglo XIX.
Por ejemplo, la escritora describe que en la casa de don José Chacón y doña Micaela Aguilar (una pareja de la época), contaban con una mesa, una banca, un banco, un estrado con dos tablas, un escaño y una cuja.
Las cujas eran camas convencionales en forma de tijereta que se podían cerrar para que no estorbara. Por las noches se les ponía un cuero de vaca prensado, paja encima y una sábana.
Por su parte, en la casa de don Manuel Aguilar (otro señor de aquellos tiempos), tenían un estrado de dos tablas, un escaño, una mesa grande y una pequeña, seis sillas, seis bancos, dos taburetes, dos cujas, un armario y tres baúles.
De acuerdo con Obregón, los adornos consistían en su mayoría en objetos religiosos, cuadros e imágenes y unos cuantos candelabros esenciales para alumbrarse.
Por su parte, en la cocina, había un filtro para el agua del río o del pozo, la cual caía en una tinaja que la mantenía fría. La cocina como tal tenía una base de barro con un tablón de madera.
Había un pilón donde se pilaba todo tipo de cosas como arroz, frijoles y trigo. También un horno de barro en ladrillos cocidos y un moledero donde preparaban y picaban las comidas, que estaba formado por dos bancos y una tabla.
“La cocina estaba aperada con pocos utensilios: dos ollas de fierro, una de ellas pequeña, dos o tres piedras de moler, una de ellas era para moler cacao, unas canoas y unos cuantos trastes, un cuchillo y un hacha”, agrega Obregón.
Infraestructura vial
En 1821, viajar de Cartago a Puntarenas era toda una aventura, que necesariamente había que completar en tramos. Los caminos eran muy frecuentemente de tierra y la lluvia complicaba el trayecto.
Los únicos caminos que estaban empedrados eran los del centro de los pueblos, sin embargo, tan solo por unos metros. Para que se haga una idea, el empedrado del centro de San José iba, aproximadamente, desde el Teatro Nacional hasta el Hospital San Juan de Dios, después de allí era un potrero.
“San José era muy pequeño, tenía entre 20 y 25 manzanas. En los cascos urbanos te encontrabas los potreros, los bosques y los tabacales a 500 metros del centro”, dice Fernández.
Las calles de piedra eran con caño al centro, aceras de piedra y todo era arquitectura de barro.
Además, no existían puentes, al menos no como se conocen ahora. Eran de madera, pues no habían constructores.
“Los puentes de piedra los empiezan a hacer después y, en realidad, más que puentes de madera, eran árboles cortados que se dejaban ir de un lado a otro del cauce. Se les ponía piedra o tierra y ahí la gente pasaba pero no eran puentes en el sentido estricto... la infraestructura era terriblemente pobre”, añade.
Con este retrato histórico, que se puede trazar en la mente como si fuera una pintura, no cabe duda que la Costa Rica que se independizó de España era más sencilla y austera de lo que podría pensarse. Se vivía con lo básico y, en su infraestructura, se podían palpar las limitaciones.
Prácticamente todos los costarricenses vivían de la misma manera -eran ‘igualiticos’-, a excepción de unos pocos que gozaban de más recursos.
Lo cierto es que la huella de esas tantas casas de adobe, que fueron testigos inertes del día en que Costa Rica se declaró libre e independiente, ya no existe. Desapareció con los años y hoy solo quedan recuerdos y los nostálgicos relatos de escritores y expertos.