Ya no es como antes. La imagen que tiene Marco Víquez de que en su natal Heredia había un taller de zapateros cada 100 metros o la que recuerda Ana Brenes de cuando el reparador de sombrillas pasaba puerta a puerta ofreciendo sus servicios, eso ya se perdió. Ya tampoco es tan común llevar las telas a la costurera para que confeccione los uniformes de la escuela de los niños.
Oficios otrora indispensables como los de las costureras, zapateros y reparadores de sombrillas han cambiado con los años y si bien la demanda por sus servicios han mermado, se niegan a perderse. Personas como Marco Víquez, Ana Brenes y Olga Valverde han logrado que sus habilidades se mantengan en el tiempo, ajustándose a la modernidad de la vida.
Aprendieron de grandes maestros, pero también se prepararon y estudiaron en el camino para convertirse en parte esencial e importante de grandes empresas que brindan estos servicios a clientes muy diferentes entre sí. Han tenido en sus manos joyas del diseño y también importantes recuerdos familiares; con sus conocimientos traen de vuelta al saco del abuelo, reviven aquellos hermosos zapatos e incluso reparan la sombrilla que parecía que ya no sirve para nada.
Hablamos con un zapatero, una costurera y dos reparadores de sombrillas quienes nos contaron las historias de cómo llegaron a ser profesionales en sus campos y de cómo día a día honran a quienes desde pequeños talleres en los pueblos le salvaban la tanda a más de uno que se quedaba sin sombrilla en pleno aguacero, o sin las tapillas de los zapatos antes de una boda o con un ruedo sueldo de camino al trabajo.
La zapatería, una pasión bien aprendida
Las ganas de trabajar para ayudarles a sus papás con el sustento de la familia llevaron a Marco Víquez a conocer un oficio que con los años se convirtió en su pasión, en un trabajo que lo llevó a viajar fuera del país, a comprar su propia casa y a sacar adelante a sus hijos.
Tenía apenas 13 años este vecino de Heredia cuando, con la guía de su hermano, consiguió trabajo en un taller de zapatería cerca de la casa. “Somos familia de constructores, pero un día en el taller necesitaban gente que fuera a coser zapatos a mano y mi hermano me llevó”, recordó este hombre de 51 años.
Cuando estaba en el taller me ganaba como ¢100 a la semana, pero cuando me fui con Chico, el primer pago fue de ¢300. ¡Ay, yo no sabía qué hacer con tanta plata! Le di ¢200 a mi mamá y me quedé con el resto que no sabía cómo gastarlo”
— Marco Víquez, zapatero
Ahí se quedó, la labor le llamó la atención. Para ese entonces los talleres de zapatería eran muy comunes porque en esos lugares se confeccionaban los zapatos antes de que el comercio internacional acaparara la oferta de calzado.
Víquez, quien actualmente labora con el diseñador Daniel del Barco, recordó que cuando empezó a aprender el oficio había varias ramas. Él comenzó como montador, era quien envolvía la horma para darle forma y pegarla a la suela.
“Primero fue como ayudante de una persona experta en el oficio. Siempre he pensado que el que quiere, se esfuerza; así que por la situación económica buscaba cómo ayudar a mi mamá en lo que saliera, hasta cogiendo café trabajé. Pero me llegó el momento de entrar al taller y ganaba un poquitico más de plata, entonces me sentía más útil”, contó el zapatero.
Siendo todavía un “periquillo”, como llamaban a los aprendices, conoció a un señor que al final se convirtió en su mentor. Don Francisco Arias acogió a Marco como si fuera un hijo y con amor y paciencia se encargó de enseñarle todo lo que sabía.
“Cuando estaba en el taller me ganaba como ¢100 a la semana, pero cuando me fui con Chico, el primer pago fue de ¢300. ¡Ay, yo no sabía qué hacer con tanta plata! Le di ¢200 a mi mamá y me quedé con el resto que no sabía cómo gastarlo”, contó entre risas y muy orgulloso por lo que fue logrando con su empeño.
La relación de Marco con don Chico y su esposa Elizabeth fue creciendo. Para ellos, más que un empleado, era como un hijo y así lo trataban. Ese cariño fue muy importante para el desarrollo del zapatero porque además de un oficio, entendió que con amor se puede aprender mejor.
“El primer año Chico me dijo que tenía un tarrito en el que iba guardando la plata de mi aguinaldo. Al final me dio una bolsa como con ¢1.200, con eso me compré una bicicleta”, afirmó.
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Durante aproximadamente cuatro años Marco y don Chico fueron compañeros. Víquez se instruyó en alistar zapatos y junto a su maestro brindaban servicio a diferentes talleres, hasta que se encontraron con el diseñador Daniel del Barco, empresario hoy de gran renombre que en ese tiempo también estaba empezando en el negocio.
“Don Daniel y otro señor armaron un taller en San Francisco de Dos Ríos, yo tenía casi 18 años y junto a don Chico nos fuimos a trabajar allí”, recordó.
Con Del Barco, Marco primero fue alistador y operario. Todo iba bien hasta que un día don Chico tuvo una nueva oportunidad de trabajo y se fue de la empresa. “Me dijo: ‘Maquillo, yo me voy a ir, pero usted quédese aquí y échele muchas ganas’”, contó.
Del Barco estaba muy a gusto con el trabajo de Marco o Maco, como le dicen de cariño y así, a como fue creciendo la empresa del diseñador, Víquez también fue practicando más y haciéndose más indispensable para la firma.
“Un par de años después ya yo me estaba haciendo cargo del taller, entregaba trabajos a los montadores, alistaba, producía y hasta despachaba”, recordó.
Hay personas que nos traen los tesoros de la familia, vienen con sombrillas que tienen 20 o 15 años y se las cuidamos con mucho cariño”
— Ana Brenes, reparadora de sombrillas
En el camino estudió sobre planificación de trabajo, producciones de temporadas e incluso atención al cliente. En Del Barco, este zapatero herediano también brinda servicio de reparación, principalmente para zapatos hechos en la empresa, pero nunca falta alguien que en una emergencia necesite un cambio de tapillas o que le cosan una tira.
“Me siento muy orgulloso porque a pesar de todo lo que la gente pensaba antes de los zapateros, como que no eran responsables, yo he aprendido mucho del oficio. Me gusta mucho la creación, ver desde cero cómo se hace un producto”, dijo.
Hay algo muy importante que Maco disfruta de su profesión y es que ha tenido la oportunidad incluso de ayudar a personas con algún tipo de discapacidad a caminar mejor.
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“Ha llegado gente que tal vez ha sufrido un problema en sus pies y ningún zapato les queda bien, entonces nosotros buscamos la manera de ajustarlos. Es muy satisfactorio, por ejemplo, ver a una señora que tenía muchos años de no usar unos zapatos de tacón alto, salir contenta hasta las lágrimas porque logramos ajustarle un par para sus necesidades”, expresó.
La vida de Marco, entre zapatos de mujer, de hombre, suelas, telas, pegamentos y herramientas, ha estado llena de satisfacciones y agradecimiento. Él recuerda y honra con mucho respeto a don Chico y vivirá agradecido con Del Barco por llevarlo de la mano en su crecimiento.
“Don Daniel ha estado en los más grandes momentos de mi vida, es una persona muy importante para nuestra familia, somos como hermanos. Estuvo el día que nació mi hija, me ha ayudado a crecer con la empresa y gracias a eso pude tener mi propia casa y sacar adelante a mi familia. Hemos pasado casi 33 años juntos”, concluyó.
Entre paraguas y sombrillas son los salvatandas de los aguaceros
Ana Brenes y Jeffrey Mora son compañeros de trabajo. Ambos viven su día a día entre paraguas y sombrillas y gracias a su labor es que podemos llamarlos los salvatandas de los aguaceros. En sus manos está la tarea de reparar sombrillas en San José, donde más de uno de fijo para en un puro carrerón cuando se da cuenta en plena lluvia de la tarde que su paraguas tiene una varilla quebrada.
Los dos trabajan en la icónica paragüería Rego, específicamente en la sucursal que está cerca del parque La Merced. Doña Ana tiene ya 27 años de laborar ahí, Jeffrey por su parte, lleva tres.
Ella recuerda con mucho cariño que comenzó en la empresa familiar trabajando en una de las tiendas que tenía una de las hijas de los fundadores Rogelio Rubinstein y su esposa María Reifer, pero cuando cerró pasó a la Rego.
“Ahora trabajo con la tercera generación, quedan los hijos y los nietos. Para mí es una gran bendición”, dijo doña Ana, quien atiende a los clientes de la tienda con un esmero que la ha caracterizado a lo largo de los años.
Pero además de estar atenta al público, doña Ana también tiene una función muy importante en la reparación. Este servicio cuesta mucho encontrarlo, hay pocas personas en la actualidad que saben hacer arreglos, así que la Rego es una muy buena opción para quienes tienen alguna sombrilla que necesite un arreglo.
Brenes tiene 63 años y mucha experiencia. “Aquí cosemos los paraguas y las sombrillas, hacemos de todo un poquito. Ha sido muy interesante porque hay personas que nos traen los tesoros de la familia, vienen con sombrillas que tienen 20 o 15 años y se las cuidamos con mucho cariño. Los productos han salido muy buenos, eso es una satisfacción, pero también nos traen otras que no fueron hechas aquí y aun así buscamos la manera de ayudarles”, dijo.
Doña Ana aprendió el oficio de manera empírica: ahí mismo en la Rego empezó cosiendo las sombrillas. “Todo tiene un proceso, hasta para recoger (cerrar) un paraguas hay que saber hacerlo porque no todas son iguales. Hay que saber guardarlas bien y cuidarlas”, explicó.
“Siempre he sido perseverante y me gusta aprender. Cuando estaba empezando le preguntaba a mis compañeras cómo se hacían las cosas y ahí poco a poco fui entendiendo todo”, agregó.
En la Rego ofrecen el servicio de reparación a quien lo necesite. En la sucursal cerca a La Merced tienen un tallercito en el que trabaja Jeffrey, de 36 años.
Curiosamente él no viene de una escuela de reparadores, sino que aprendió ahí mismo en la tienda hace tres años cuando comenzó a trabajar allí.
Muchos de sus trabajos tienen que ver con varillas, que por lo general es la parte de las sombrillas que más rápido se daña. “Trabajo con los armazones, no es algo complicado, pero se requiere de mucha dedicación”, afirmó.
Antes de laborar en la tienda, él fue funcionario de un desaparecido periódico y se desempeñaba en el departamento de despacho. Nunca se imaginó llegar a ser un maestro en la reparación de sombrillas y paraguas, pero aprendió bien gracias a lo que le enseñó un compañero en la Rego.
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“Se trabaja mucho en las varillas, pero también en los puños y los remaches. Usamos herramientas sencillas como alicates, mete pines, y cortadoras. Algunas veces nos traen sombrillas que son muy lindas y tienen muchos años en las familias, hay que cuidar de no romperles las telas. Incluso una vez me trajeron una que el palo central era de madera de arce; esa vez hubo un cuidado increíble para no dañarlo”, explicó.
Costurera desde los nueve años
La vida de doña Olga Valverde ha sido de grandes aprendizajes, pero el más importante lo recibió gracias a la insistencia de su padre, quien cuando ella tenía nueve años la mandó donde una costurera del barrio para que aprendiera un oficio con el cual defenderse en el futuro.
Hay varias personas que me ayudan y es una satisfacción muy grande darles trabajito. Hay señoras que son madres solteras y yo veo todo lo que pasé antes, entonces me siento muy feliz de poder ayudarles”
— Olga Valverde, costurera
Esta oriunda de Ciudad Colón contó que la señora con la que aprendió la sentaba junto a ella a la par de la máquina de coser y entre retazos e hilos descubrió una pasión que años después la ayudó a formarse como una pequeña empresaria. Actualmente, ella le brinda servicios a la compañía Dry Clean USA, la cual realiza, además de lavado, la reparación y ajuste de prendas.
“Cuando entré al colegio no me gustaban las faldas del uniforme, así que me compraba la tela y las hacía yo misma. Después empecé a hacer cositas para mí”, recordó doña Olga.
Esta costurera, sabiendo que tenía talento para el oficio, empezó a estudiar en el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA). Ahí llevó cursos de laboratorio de textil, diseño industrial de modas, confección de ropa para niños y adultos, entre varios más.
Con ese aprendizaje se aventuró a poner su propio tallercito de costura en la cochera de la casa. Ahí recibía trabajos de reparación e incluso de diseño y confección. Un tiempo después doña Olga se divorció y esa situación marcó un antes y un después en su vida, pero también fue una enseñanza para salir adelante.
“Entré en depresión. Mi cuñada vivía en Estados Unidos y me dijo que me fuera para allá a trabajar... para lograrlo vendí las maquinitas del taller. Mis hijos me apoyaron en la decisión, así que me fui; sin embargo, a los tres meses regresé”, contó.
De nuevo a casa, sin máquinas y con una familia que sacar adelante, doña Olga comenzó a ver cómo generaba trabajo. Cierto día le pasaron “un santo” de que tal vez en una empresa de lavandería podrían necesitar el servicio de costura, así que se propuso ofrecer sus servicios.
“Desde ese momento empecé a insistir con una supervisora. Seguro la tenía tan cansada que me brindó la oportunidad de ser costurera en una sucursal de la lavandería”, dijo.
Con el paso del tiempo y por el buen trabajo que había realizado doña Olga, se presentó la oportunidad de que también fuera la costurera de otras sucursales de la compañía y su emprendimiento creció rápidamente.
Ahora, ella contrata a otras costureras para lograr salir con todo el trabajo que le llega de la Dry Clean USA, así que más mujeres se ven beneficiadas. “Ahí vi un plus para levantarme, hay varias personas que me ayudan y es una satisfacción muy grande darles trabajito. Hay señoras que son madres solteras y yo veo todo lo que pasé antes, entonces me siento muy feliz de poder ayudarles”, agregó.
Pero, además de que trabaja y se mueve todos los días entre las sucursales de la cadena de lavandería para hacer arreglos, doña Olga también recibe en su casa órdenes para diseñar y confeccionar prendas, e incluso hasta hace vestidos de novia.
En la lavandería reciben reparaciones muy complejas para hacer, en algunas ocasiones les llevan prendas hechas por diseñadores internacionales. “Muchos de esos detalles que hay que arreglar se hacen a mano. Una vez me llegó un abrigo de mink y ese material tiene una fecha de caducidad, se daña si lleva mucha humedad y para repararlo se va cosiendo con mucho cuidado porque se echa a perder la tela”, contó.
A la lavandería llegan clientes con pedidos de todo tipo: desde que les ayuden a pegar un botón, hasta hacer ruedos, remiendos y, por supuesto, los que llegan con un mink para ajustar.
“Gracias a este trabajo he ayudado a muchas personas, mi hermana también trabaja conmigo. Este oficio me dio un carrito para andar, ayudar a mis hijos, tener una casita bonita y hasta tener un apartamento”, concluyó doña Olga.