La fila para entrar al auditorio Fillmore Miami Beach no era muy larga y, aunque avanzaba lento, su paso era seguro.
En minutos ya estaba enfrente de las dos jóvenes, ambas latinas, que me quitaron mi celular y mi reloj para meterlos en un estuche especial, equipado con un microchip que lo sella (como los sensores que se usan en las tiendas de ropa para evitar los robos).
“¿Se podrá abrir a la fuerza?”, fue lo primero que se me vino a la mente cuando me separaron de mi móvil. Ni siquiera lo intenté.
Además de pagar la entrada, ese era el otro requisito para disfrutar del nuevo espectáculo de Madonna, Madame X: un espacio libre de todo tipo de comunicación inalámbrica.
Estaba ya listo para entrar cuando una de las muchachas que me había apartado de mi celular, me agarró la mano y me jaló con fuerza. Sorprendido, pensé lo peor: “No voy a poder entrar”.
Su mirada de sorpresa en segundos se transformó en una de vergüenza: “¡Disculpe!, pensé que era Eugenio Derbez”, me dice apenada. “Es que todos los días vienen muchas estrellas”, me explica.
La mirada de sorpresa ahora era la mía: “¿Eugenio Derbez? ¿En serio?”. Era la primera vez que me confunden con un actor y jamás imaginé que podría ser con el señor Derbez… ¡El de la familia Peluche! No sabía cómo sentirme. Decidí olvidarme del asunto.
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Después de pasar el detector de metales, es inevitable contagiarse con el ambiente de fiesta que imperaba en el sitio: música de Madonna a todo volumen, bebidas espirituosas por doquier y algunas imitadoras de la veterana estrella ayudaban a alimentar la ansiedad que todos sentían previo al espectáculo.
Estaba la Madonna de Like a Virgen, la de Express Yourself y la de Vogue. ¡Sí, la de Vogue con una imitación del icónico corsé de Jean-Paul Gaultier! Mi primera reacción fue buscar mi celular para hacerme un selfi. La imagen quedaría para mi memoria y no para rajar en redes sociales, pues se me había olvidado que no tenía mi teléfono inteligente a mano.
Esa restricción no solo afectó a quienes, como yo, queríamos una foto; también cambió completamente la dinámica de socialización de todos. No había manera de esconderse tras una pantalla de celular y era inevitable hablar con algún desconocido que no sabía para donde mirar; con la chica de al lado que hacía pacientemente la fila para comprarse un trago o incluso para conversar más de la cuenta con el bartender.
Luego de un par de copas de vino espumante, llegó la hora de conocer el auditorio. Era mucho más pequeño de lo que imaginé, calculo que podría albergar a unos 2.500 espectadores.
Aunque mi asiento era el último del lugar, reconozco que es la primera vez que veo a Madonna tan de cerca: así de íntimo fue este espectáculo. Además, para mi sorpresa tenía a otra gran estrella sentada delante mío: nada más y nada menos que al gran Andrew Ivan Bell, el cantante de Erasure. Rubio, de pelo rizado y engominado y con una mirada amigable y juguetona, ¡nadie le pedía un foto!
De nuevo tuve el reflejo de sacar mi celular y pedirle un selfi para acordarme, segundos después, de que estaba metido en una bolsa impenetrable. ¡Con razón nadie lo estaba molestado!
Con la anécdota de Derbez, las Madonnas por doquier, los vinitos espumantes y la suerte que tuve de estar a la par de otra gran estrella de los 80, la noche pintaba muy bien. ¡Y no me equivoqué!
La sombra
Antes de que comenzara el show, había en el ambiente cierto temor de que la Reina del pop cancelara el espectáculo. Esta gira no ha sido fácil para Madonna, quien no ha podido cumplir con todas las fechas por fuertes dolores de espalda y rodillas.
No solo se vio obligada a postergar sus primeros espectáculos en Nueva York, en setiembre del 2019, cuando comenzó la gira, sino que en Boston la artista estuvo tan grave que no pudo cumplir con tres de las presentaciones programadas para esa ciudad.
Nuestros temores no eran infundados: la estrella no pudo presentarse en el último concierto de Miami y que sería el cierre de su gira en EE. UU., unos días después, el 23 de diciembre.
“Nunca dejé que una lesión me impidiera actuar, pero esta vez tengo que aceptar que no hay vergüenza en ser humano y tener que presionar el botón de pausa”, escribió la artista en sus redes sociales ese día.
Pero aquel 18 de diciembre tuvimos suerte: la sombra de Madame X, el alter ego que adoptó la artista para su nueva producción, apareció tras una gran cortina blanca delante de una máquina de escribir con un mensaje contundente del escritor y activista por los derechos civiles afroestadounidenses, James Baldwin, y que marcaría la tónica de su espectáculo: “Los artistas están acá para perturbar la paz”.
Eso es lo ha hecho Madonna desde los inicios de su carrera artística y esa noche no fue la excepción: unas horas antes, Donald Trump se convertía en el tercer presidente en la historia de Estados Unidos en enfrentar un juicio político en el Senado, acusado por abuso de poder y obstrucción al Congreso. ¡Qué bonita casualidad!
¡Violencia!
Este es el cuarto concierto de Madonna al que logro asistir. La primera vez que la vi fue en Boston, en la gira Confessions Tour (por mucho el mejor espectáculo que he presenciado de ella), en el 2006. Unos años después tuve la suerte de asistir al Sticky & Sweet Tour (para mí, el más aburrido de todos y eso que invitó a una muda Britney Spears al escenario y bailó junto a Justin Timberlake), en el 2008, y cuatro años más tarde disfruté del The MDNA Tour (otro gran espectáculo), ambos en Los Ángeles.
Los tres shows sobresalieron por ser producciones gigantes, montados en elaborados escenarios, con coreografías que le demandaban a la estrella un increíble esfuerzo físico. Cada movimiento de baile, cada pieza, cada cambio de luz… todo estaba milimétricamente pensado para ser perfecto.
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Por eso, cuando entré al auditorio en Miami, me senté en uno de los asientos de la última fila y la sombra de Madame X se reflejó tras una gran cortina blanca, entendí que estaba por presenciar algo muy distinto.
Esta Madonna era muy diferente a la que conocí en sus otros conciertos: una artista más madura, más consciente de sus evidentes limitaciones físicas que le impiden hacer las maromas de hace unos años, pero con un sentido de crítica social mucho más afinado del que nadie se salvó. ¡Ni ella misma!
“¿Por qué diablos me sorprende que Madonna envejezca?”, pensé. Por alguna extraña razón, que ahora me parece ridícula, siempre asumí que Madonna iba a lucir eternamente joven.
Esa noche hice las pases con la nueva Madonna de 61 años que tenía delante de mis ojos –y estoy seguro de que muchos de sus fans también–, y que no ha perdido la pasión por crear música; que aún sabe muy bien cómo reinventarse, y que siempre está dispuesta a perturbar la paz del status quo. ¡Esa es mi chica materialista!
No pudo elegir mejor canción para iniciar su espectáculo: God Control, uno de los temas más bailables y controversiales de su nuevo disco, y en el que hace una fuerte crítica en contra de la violencia con armas de fuego en Estados Unidos.
El video, que recrea con imágenes muy explícitas el tiroteo que ocurrió en el 2016, en donde 50 personas murieron en la discoteca gay Pulse en Orlando, deja en claro el tono que tendrá el show a partir de ese momento: ella y sus bailarines siendo atacados y abusados por policías en medio de coreografías y cantos.
A partir de ahí estábamos antes una experiencia teatral íntima; una obra de gran dramatismo, con Madonna interpretando a una espía, a una prostituta, a una madre, a una artista que acepta y reconoce su nuevo estatus dentro de la música, el de una mujer madura y talentosa que tiene mucho qué decir de las injusticias que se viven a diario en el mundo.
El escenario, con estructuras blancas que se movían de una lado a otro según las exigencias de cada canción, cambiaba radicalmente con poderosas proyecciones, logrando un efecto aún más teatral que, sin duda, ayudaba a conectar a la audiencia con cada presentación.
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Eso sucedió con temas de Madame X como Dark Ballet, I Don’t Search I Find, Medellín (con imágenes de Maluma cantando) y Crave (acompañada “virtualmente" por el rapero estadounidense Swae Lee).
Durante todo el concierto, Madonna aprovecha algunos espacios para hablar con el público (en realidad eran divertidos monólogos) sobre su vida, sus nuevos amores, las enseñanzas de crecer, la vejez, lo que le preocupa y lo que la hace feliz.
Ese día no ocultó su alegría por el juicio político que debería afrontar Donald Trump. La principal noticia de la noche la motivó a no solo burlarse del presidente estadounidense y de su miembro viril, sino que llamó la atención sobre el abuso de poder, el patriarcado y lo importante que es vivir en un país donde se pueda expresar con total libertad.
También dijo estar “fascinada” de poder ver los rostros de su audiencia y no la de cientos de flashes cuando la apuntan con las cámaras de los celulares.
El hecho de que nadie tuviera un teléfono móvil a mano también cambió la manera en la que se vive un concierto para quienes estábamos sentados al frente del escenario: no hay celulares que tapen el show; no hay nadie pendiente de escribir un tuit; no hay luces de pantallas que encandilen y no hay ansiedad por grabar un video para después colgarlo en alguna red social.
Sobreviví sin celular y lo digo con toda sinceridad, esa debería ser la tónica de todos los espectáculos.
Esa noche, Madonna sacó su vieja cámara Polaroid y se tomó el único selfi de la noche con un fanático que eligió al azar; luego se la vendió por casi $500 para donarle ese dinero a Raising Malawi, la fundación de la cantante que se dedica a la asistencia de niños en riesgo social de ese país.
En uno de esos monólogos, Madonna también contó cómo un viaje a Lisboa para matricular a su hijo en una academia de fútbol, la ayudó descubrir no solo a los artistas de la capital de Portugal, sino las “maravillas” de la fado, genero tradicional en la música portuguesa.
De ahí, cuenta, nace la esencia de su último álbum y la participación en el espectáculo de varios artistas portugueses, entre ellos el guitarrista Gaspar Varela, de tan solo 16 años, y quien la acompaña en todas sus presentaciones. Con él Madonna canta un fado que popularizó su bisabuela, Celeste Rodrigues, quien la diva dijo admirar y que logró conocer antes de que muriera en el 2018.
Al igual que en el video Batuka, durante el show entran a escena varias mujeres integrantes de la Orquesta de Batukadeiras, con su sabor, ritmo y baile. Es, por mucho, uno de los momentos más emotivos del espectáculo, sobre todo cuando Madonna se les une, armando una gran fiesta.
Durante esta presentación, la reina del pop vuelve a celebrar la libertad artística de estas mujeres, y recuerda cómo, en algún momento, ellas fueron perseguidas por la iglesia por ser considerada su música un acto de rebeldía.
Renovada
Para ese momento del espectáculo comprendí que a Madonna le dejaron de importar las apariencias. Está consciente de no tener la agilidad física de antes; sabe que dejó de ser la estrella más popular de la música y creo que podría reconocer que ya hasta “pasó de moda”.
Ella ya demostró quién es y ahora quiere utilizar y disfrutar de su arte para propagar un mensaje de libertad y respeto. Esta es su verdadera reinvención. También se da la oportunidad de mostrar un espectáculo con un mensaje mucho más elaborado, claro y social, y que sin duda le permite explotar más sus facultades vocales.
Quizá por eso no mostró nuevas versiones de algunos de sus éxitos más populares (como ha sido tradición en sus conciertos), y dejó que su público saboree lo viejo tal y como lo escuchó la primera vez, hace 10, 20 o 30 años atrás. Aunque el tour Madame X contiene mayoritariamente los temas de su último disco, también interpretó algunos viejos éxitos que emocionaron a todos.
Me acuerdo perfectamente de la presentación de Vogue: un escenario lleno de Madonnas que bailaban, corrían y se escondían, mientras tratábamos de encontrar a la verdadera cantante.
Me pareció muy ingenioso cómo decidió cambiar el estribillo de la canción Papa Don’t Preach (donde dice “Voy a quedarme con mi bebé” por “No voy a quedarme con mi bebé”) para apoyar y defender el derecho al aborto de las mujeres.
De sus viejos temas, el montaje que más me gustó fue el de Human Nature: Madonna, sola en el escenario, perseguida por sombras que la señalan, la juzgan, la atormentan, mientras baila con los famosos beats de este clásico.
Finalmente, la sencilla presentación que hizo de Frozen, acompañada solo con imágenes gigantes de su hija Lourdes bailando, y su interpretación a capela de Express Yourself fueron algunos de los momentos más sublimes del espectáculo y que emocionaron a un público hipnotizado (recuerde, sin celulares de por medio).
Y ese mismo patrón se repitió con otros de sus temas más conocidos como American Life, La isla bonita y Rescue me.
Al final, un público eufórico cantaba y bailaba sin parar, bombardeado por las manifestaciones políticas y sociales de sus nuevas canciones y envuelto en los recuerdos y la nostalgia de algunos de sus clásicos más populares.
Fueron más de dos horas de éxtasis colectivo, cuando finalmente la Reina del pop decidió ponerle punto final a su espectáculo con un himno que coescribió el año pasado para defender los derechos de todas las personas que han sido marginadas, agredidas y calladas por la religión y la política: I Rise.
Madonna dejó el podio, bajó del escenario y caminó con la frente en alto por los pasillos del auditorio, mientras la mayoría alzaron la voz y las manos en protesta por la discriminación y la violencia en el mundo. De pronto todo quedó a oscuras; el espectáculo había llegado a su fin.
Casi de inmediato, las luces del auditorio se encendieron y encandilaron a todos. ¿En serio había terminado? Sí, y asumirlo así de repente fue extraño.
Cuando los ojos se habituaron de nuevo a la claridad, cientos de fanáticos felices comenzando a salir, embargados por la emoción y algunos hasta con lágrimas en los ojos. Madonna sigue tocando corazones, sigue cuestionando al mundo y sigue siendo la Reina del pop.