Este texto es una continuación de la pieza ‘En las entrañas de Israel, el país de los mil rostros’.
Cisjordania, Palestina. Poco más de nueve kilómetros al noroeste de Jerusalén, la barrera que separa a Israel de Cisjordania comienza a elevarse entre los largos campos de tierra que abrazan la autopista.
Con uno que otro sobresalto en la carretera, el bus turístico en el que me transporto sigue una línea recta hasta alcanzar el límite territorial. Una alta barrera sin finalizar, que pretende alcanzar más de setecientos kilómetros, se extiende con algunos militares vigilantes.
“No se preocupen”, les dice Ariel Horowitz a los turistas que han llegado al país a participar de un curso académico que toma parte en Belén, territorio palestino. “Nada más será una pequeña revisión y listo”, dice.
Al aproximarnos a la frontera, el conductor detiene el bus y deja que dos soldados israelíes suban y chequeen por encima a los pasajeros. Los sombreros y rasgos delatan que los ocupantes son turistas así que, a los pocos minutos, los militares dejan pasar el bus sin tan siquiera solicitar pasaportes o bultos abiertos. “Les dije que sería sencillo”, retoma.
Ariel, judío, dice no ser partidario de los muros, pero confiesa estar a favor de esta barrera. “Y sé que ahora la discusión es más fuerte, con todo lo de Donald Trump y el muro en México, pero bueno. Lo que pasó aquí fue que se construyó la barrera y acabaron los atentados”.
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A pesar de movimientos detractores, el gobierno de Israel comenzó la construcción de una barrera que “impida la entrada de grupos terroristas a núcleos de población”, ante el incremento de atentados surgidos tras la Intifada de Al-Aqsa, que dejó más de mil personas asesinadas desde setiembre del 2000.
En ese momento, el entonces líder israelí Ariel Sharón, visitó la Explanada de las Mezquitas, con el visto bueno del jefe de la seguridad israelí en Cisjordania. Este suceso no fue bien recibido por la población palestina y, al día siguiente, durante la plegaria del viernes, cientos de jóvenes musulmanes lanzaron piedras desde la explanada a los judíos congregados en el Muro de los Lamentos. La policía israelí disparó y se extendieron incidentes en Jerusalén. “La barrera ha ayudado a que las cosas están tranquilas”, asegura Ariel. “No sabemos qué pueda suceder, pero todo parece estar calmado ahora”.
Una vez superada la barrera, Cisjordania deja ver sus diferencias con Israel: las construcciones verticales son rectangulares, el clima se siente más árido y las carreteras se vislumbran aún más largas.
En las calles se miran comercios acompañados de automóviles de todo tipo, desde chatarras con ruedas hasta carros último modelo. No se topan muchos transeúntes pues, posiblemente, la gente se resguarda del calor que sobrepasa los treinta grados centígrados.
En las intersecciones vehiculares, existen rótulos rojos sobre la prohibición de entrada a israelíes en la llamada área A. Incluso, los carteles informativos en territorios palestinos solo están escritos en árabe e inglés; no en hebreo.
“De hecho, yo hoy puedo estar tranquilo porque vengo acompañándolos”, le dice Ariel a los turistas, “pero imagínense que yo viniera con mi coche a vacacionar y entrara al área A. Sin duda tendría problemas”.
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Ariel cuenta con el certificado de guía turístico por su oficio en el Moriah International Center; aún así, no puede guiar en territorios palestinos por un acuerdo que únicamente autoriza a que los cisjordanos sean quienes realicen guías turísticas. De hecho, en una ciudad como Belén, prácticamente toda la población está dedicada al comercio y al turismo.
Esta restricción también se basa en las tensiones entre Palestina e Israel. Incluso, cuando se habla en Jerusalén sobre los territorios ocupados por el Estado israelí, la mayoría de judíos se refieren a estos como “territorios liberados”.
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El futuro Estado
Palestina es considerado un protoestado, lo que significa que es un Estado en construcción. Uno de los mayores problemas que acontece entre territorios palestinos e israelitas es la proclama de Jerusalén oriental como futura capital del Estado de Palestina.
Los conflictos entre ambos territorios han tomado puntos álgidos a raíz de las intifadas, eventos que en árabe literalmente significan “levantamientos”. Las intifadas han sido las rebeliones de los palestinos de Cisjordania y la franja de Gaza contra Israel.
Los objetivos de estas manifestaciones están sujetos a debate puesto que algunos señalan que es un combate por la ocupación de los territorios palestinos ocupados por Israel; otros aseguran que la meta de los levantamientos es la destrucción del pueblo judío. Mientras en Palestina afirman que las intifadas han sido manifestaciones populares (como los lanzamientos de piedras por ciudadanos), en Jerusalén señalan que estos levantamientos han sido movimientos organizados y orquestados por fuerzas terroristas.
A diferencia de la inmensa cantidad de musulmanes que se encuentra en Jerusalén, en Palestina cuesta distinguir judíos. Belén, por ejemplo, es una ciudad habitada mayoritariamente por población musulmana.
En este pueblo, que es considerado la cuna del cristianismo, cuenta con la particularidad de que la población cristiana va en disminución. De los veintisiete mil habitantes de la ciudad, actualmente solo cinco mil son cristianos, cuando para 1967 el cristianismo alcanzaba casi la mitad de la población.
En las afueras del centro de Belén, visité una tienda de recuerdos llamada Tabash. Allí, desde hace casi 25 años, varias familias cristianas volcadas por completo a las artesanías unieron fuerzas para construir una red de trabajo comercial, aprovechando que el turismo es la actividad económica que sostiene a Belén.
Ana, una de las propietarias de la tienda, asegura que el paso de los años ha dificultado la rentabilidad de su negocio. “Primero, porque cada vez somos menos cristianos y nos cuesta mucho apoyarnos entre nosotros; segundo, porque no nos sentimos cómodos. Nos sentimos mal mirados por los árabes”, cuenta.
La extraña construcción de Palestina ha contribuido a ese laberinto de identidades que choca en las calles.
Con la Primera Guerra Mundial acabó el dominio otomano sobre Palestina en 1917, y los británicos tomaron en sus manos el territorio en 1922. Belén contaba en ese entonces con casi siete mil habitantes. En 1947, con el Plan de Partición de Palestina propuesto por la Organización de Naciones Unidas, Belén fue designada junto a Jerusalén como territorio administrado por la ONU. Sin embargo, tras la primera guerra árabe-israelí, Belén fue ocupada para conformar en 1950 el Reino Hashemita de Jordania.
En 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Belén fue ocupada por el ejército israelí al igual que el resto de Cisjordania, hasta finales de 1995. A raíz de los Acuerdos de Oslo, fue transferida a manos de la Autoridad Nacional Palestina, que para 2013 adoptó el nombre de Estado de Palestina. “Sentimos que todas esas corrientes políticas nos han damnificado. Toda nuestra familia ha vivido aquí y es una tienda que desde los noventa hemos heredado. Tememos llegar a perder nuestro legado”, cuenta Ana.
En la tienda Tabash conocí a Nancy, quien se convertiría en la guía del grupo turístico ante la imposibilidad que tiene Ariel de guiar en Belén. Nancy es una muchacha bajita, nacida en Colombia, pero residente en Belén. Lleva la canción Despacito como tono de llamada del teléfono y vive al lado de la Iglesia de la Natividad.
Nancy confirma que muchos cristianos se van de Belén al sentir una hostigación por parte de los musulmanes. “Es una pena porque los cristianos somos pocos y, por tanto conflicto, hay poca libertad y poco trabajo. Las personas se van y cada vez somos menos. No sabemos cómo pueda acabar esto, pero es difícil ser optimista”, cuenta Nancy.
El centro de Belén, que tiene como foco turístico el sitio donde nació Jesús, es una ciudad de altas edificaciones, pintada en un solo color crema que se extiende imponente. Las calles son estrechas y cerca de la Iglesia de la Natividad resulta imposible parquear, por lo que el bus turístico debe estacionar en un centro comercial que queda a unas cinco cuadras de la iglesia.
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En los pisos del parqueo, un puñado de árabes vende mercaderías en las salidas de las escaleras eléctricas. La mayoría de estos árabes hablan un español decente ante su necesidad de sobrevivir como comerciantes.
En este estacionamiento aprovecho para conversar con Almed, un corpulento árabe belemita que intenta venderme unos bolsos de cueros.
Aunque Almed intenta evadir la conversación para enfocarse en sus ventas, me cuenta que en su círculo de amistades no tiene personas cristianas. “¿Se vería mal si salieras de fiesta con un cristiano, por ejemplo?”, le pregunto. Él tan solo levanta sus hombros.
“¿Y te ilusiona un futuro estado de Palestina?”, le repregunto y apenas comenta. “Algún día pasará. Yo vivo en el presente, yo vivo en el hoy”, dice, y continúa regateando el precio de las carteras.
Después de que Nancy nos llevó a la Iglesia de la Natividad, paramos a comer en un sabroso restaurante que se encuentra a un par de kilómetros fuera de la ciudad. Allí, un pequeño y barbudo señor sirve pollo y cordero junto a su familia de tradición cristiana.
Aunque no pareciera, el adulto mayor no teme ponerse político: “yo vivo aquí, pero yo no me considero palestino. Yo soy cristiano antes que palestino”, dice.
Oasis
A diferencia de Belén, Jericó es una ciudad donde los edificios escasean y las largas explanadas ocre rellenan un hirviente paisaje, que supera los treinta y cinco grados centígrados.
Al lado del monte donde la tradición indica que Jesús fue tentado por el demonio, aparece un comercio apropiadamente llamado Temptation Restaurant. En sus afueras, un grupo de árabes me cuenta sobre sus costumbres.
“Todos mis días son de estar aquí”, me dice un alto vendedor en un atarantado español. “Toda mi familia ha trabajado de las ventas. Yo igual”. Al preguntarle sobre sus hijas solo responde: “véalas. Ahí están”, señalando al final de la tienda. “Es un negocio de familia y ellas son parte”.
Otra muchacha presente solo me dice que tiene poco por contar. “No pasa mucho aquí”, resume. “Lo del Estado de Palestina lo espero. Mi familia lo ha esperado. Uno crece esperándolo”.
Al centro de Jericó, las edificaciones se presentan como hileras de renglones que se elevan, con vallas envueltas en alambres de púas y el desierto a lo lejos. En algunos comercios, las paredes están grafitadas y, al igual que en Belén, todo tipo de vehículos se miran pasar.
Jericó es una ciudad limpia –mucho más que Belén– y está cargada de verde en medio de un desierto inhóspito. En la Biblia este sitio fue descrito como un oasis y verdaderamente lo es.
Allí comí en un restaurante administrado por un panameño de dientes chuecos llamado Ray, aunque todos los locales lo conocen como Rahí. Es alto, negro, anda en sandalías y hace quince años viajó a Jericó para quedarse un mes y ya lleva quince años establecido.
Él es el único de su familia que vive en Jericó, pues el resto de sus parientes vive en Paso Canoas, en la frontera entre Costa Rica y Panamá. Confiesa que se le está olvidando el español porque nunca lo practica y que desde hace años se siente un palestino más.
“No sé qué hay aquí, pero me gusta. No sé si es tranquilidad, no sé si es no tener una ciudad gigantesca, pero bueno, yo ya me quedé y no pienso irme ”, cuenta. “Estoy contento y me basta esta vida”.
Tercera entrega: En Tel Aviv, el espejo invertido de Jerusalén