A veces es una elección, otras veces no. Pero cuando se va a otra tierra, no por turismo, sino para estar ahí un buen tiempo por la razón que sea, todo cambia. Se trata de insertar la vida cotidiana en otra realidad y eso implica, ante todo, una apertura mental e incluso un sentido amplio de supervivencia.
Todo es nuevo: desde los olores y sabores, hasta la misma forma de ver el mundo y de resolverlo. Dicen que cada ciudad tiene su propia energía, su luz, que es la suma de la de sus habitantes y, ¿por qué no?, de la propia que también formará parte.
Unas veces se crea un vínculo importante; otras, no, porque hay sitios que en la vida pueden pasar sin pena ni gloria, pero otros quedan impregnados en el interior para siempre.
Cuando no solo se visita un lugar, sino que también se construye allí parte de la vida, es como tomar una parte del mismo y llevarlo siempre consigo como una pieza clave de la historia personal.
Hay quienes nacen para recorrer los siete mares. Y, cuando es así, las velas llegan solas, solo basta que sople el viento. Pero algunas veces se elige únicamente uno de los siete para quedarse.
El privilegio de llamar casa a otro lugar, lo que incluso puede darse dentro de un mismo país, también viene con el derecho de poder regresar una y otra vez a esos puntos icónicos preferidos, donde sabe mejor el café, se lee con tranquilidad, se conversa intensamente o se intenta arreglar el mundo con el mejor escenario de fondo.
Cuando se ha reído, llorado, soñado, vivido intensamente e, incluso, pasado desafíos importantes en otro lugar, ya no es solo un sitio, se ha ganado el derecho de llamarse hogar. Es uno que puede dejar amistades para toda la vida y que se extraña con la misma intensidad de un buen amor porque es eso también.
Y como sucede en la vida, pueden ser varios los amores, cada uno en su propio espacio y tiempo.
El riesgo es quedarse en alguno de esos sitios o regresar no siendo la misma persona, sino una transformada por otra forma de vivir, de ver y asumir las cosas, que enriquece. Eso deja experimentar otra realidad, donde más que descubrir algo nuevo, es también una forma de encontrarse y de cambiar de perspectiva o de rumbo.
Y la belleza de todo eso es que siempre va a haber algo para extrañar que no está acá y viceversa.
Una amiga alemana que conocí en Roma porta un tatuaje de cada lugar que ha sido importante para ella, como la forma más visible de una experiencia construida en retazos de vida. Y, sin duda, más personas de las que podemos imaginar llevan el pura vida tico más allá de su piel gracias a una experiencia que les cambió la vida.
Yo llevo varias marcas e incontables impresiones tanto en la retina como en el corazón.
Hay lugares que me han cambiado profundamente, otros sospecho que lo harían si me quedara lo suficiente.
Por el momento, si alguien me preguntara hoy de dónde soy, podría decir que soy una guanacasteca romana con aire charrúa, que además coquetea un poco con Madrid y Nueva York.