Este texto puede comenzar de dos maneras. La primera, a la segura y sin spoilers . La segunda, con ellos. Por diversión, la segunda será.
¿Listos? Acá les va el primero: me comí una jugosa larva viva que explotó en mi boca cuando la mordí. Uno más: también una crujiente cucaracha al curry (y me gustó).
Si las primeras dos palabras que detonaron automáticamente en su mente al leer esas confesiones no fueron “¡QUÉ ASCOOOO!”, –así, en mayúscula, con la O extendida y acompañadas de gestos faciales de absoluta repulsión–, es, probablemente, porque usted también se ha comido una cucaracha (y le gustó).
Es la reacción normal. En una sociedad occidentalizada como la nuestra, juntar dos palabras como ‘insectos’ y ‘comida’ es impensable. Pecado mortal. Quien se atreva a hacerlo, se atiene a las consecuencias: la varita mágica del juicio que tanto nos gusta usar atacará con furia y repugnancia. “¡Te reprendo, Satanás!”.
Para mí, llevarme una cucaracha a la boca fue como un acto de iniciación. Masticar el tabú con mis propias muelas y descubrir un mundo completamente ajeno. Fue como darle una cachetada a la zona de confort para abrirle paso a algo que nos enseñaron a rechazar desde que nacimos sin estar muy seguros del por qué.
¿Quién diría que un solo bocado se puede traer abajo tantas barreras mentales?
Costa Rica come insectos
Estamos en Sarchí y Gabriela Soto es nuestra anfitriona. Gabriela no llegó al mundo de los insectos comestibles por su esposo, el biólogo Federico Paniagua, pero sí se enganchó a sus bichitos debido a él.
Hoy, el patio de su casa está lleno de cajas plásticas adaptadas para una debida reproducción y cultivo de cada una de las especies que ahí viven. Cada recipiente es como un pequeño ecosistema en el que la vida está en constante movimiento.
Siempre le habían gustado los insectos, pero por su cabeza no había pasado la opción de probarlos... hasta que conoció a Federico.
A él, funcionario del Museo de Insectos de la Universidad de Costa Rica, lo conoció por un programa especial con insectos que creó la institución (dedicado a personas con discapacidad), del cual ella era colaboradora.
Él ya llevaba unos cuantos años trabajando con insectos comestibles: hace una década recibió una capacitación con varios especialistas en el Inbio Parque y ahí surgió la fascinación.
“Trajeron a José Manuel Pino y Julieta Ramos. Esos señores tienen alrededor de 40 años de experiencia en investigaciones de insectos comestibles en México. Tienen libros y trabajan en la Universidad Autónoma de México”, recuerda Paniagua.
“Yo ya para ese entonces trabajaba en el Museo de Insectos. Había adquirido una granja grande de cucarachones. Llegué a tener 120 bichos de esos. No sabía qué hacer con ellos, si liberarlos al campo, hacer una colección o qué. Para ese momento tuve la dicha de ir a esas charlas y dije: ‘aquí lo que hay que hacer es comida con ellos”.
La primera prueba salió fatal. Las arepas con cucarachón salado sabían mal y la degustación fue un fracaso.
“Comencé a tratar más solo y a hacer los platillos más atractivos”, dice Paniagua. “Lo siguiente que hice fueron pinchos de cucarachón. Los dejamos marinando desde el día antes en vinagre. Al día siguiente los empanizamos y los pusimos a freír. Sabían riquísimo. Los comimos con salsa y se fueron todos. Eso lo hicimos en el pretil de la UCR”.
Años más tarde, quien se convertiría en su esposa y mamá de su hija de cuatro años (Almendra), no se salvó de probarlos. “La familia come insectos”, su apodo sarchiseño, llegaría después.
“Federico a todo mundo le receta insectos. Resulta ser que al final a mí me gustaron”, recuerda Gabriela. “Él me habló del gran valor nutricional y más me interesó el tema. Me regaló un pie de cría de Tenebrio molitor (conocido como ‘escarabajo de la harina’). Con esa pecera comencé como con 20 bichos o 30. Ahora hice todo ‘esto’. Tengo nueve especies”.
Con ‘esto’ se refiere a su granja de insectos criados para consumo humano. Desde hace seis años, Gabriela comenzó su proyecto que fue creciendo por pedido del público. Al inicio era únicamente una página de Facebook con información educativa ( Costa Rica come insectos ) y una pequeñita granja para consumo familiar. Actualmente vende al público por pedidos larvas de escarabajo, cucarachas y grillos.
“A raíz de la página yo comencé a despachar”, cuenta Soto. “Yo le agradezco mucho a las personas porque yo no hubiera hecho esto más grande si las personas mismas no me dan la pauta. Empecé a vender porque la gente me comenzó a pedir. También me comenzaron a preguntar para ver cómo podían hacer una granja de insectos. Entonces implementé los talleres y el tour del insecto”.
Todo iba bien, manejable, hasta hace poco más de un mes. Una de sus publicaciones hizo a la página explotar en likes . En menos de un mes, pasó de tener cerca de 2.000 seguidores a casi 10.000.
La publicación tenía fotos de un pedido especial de una cliente: tres decenas de cucarachas bañadas en chocolate.
“Una señora me pidió Periplaneta americana , que es la cucaracha casera. Yo me sorprendí porque las cucas yo ya las tenía hace años pero me las habían comprado para comerciales o para laboratorios”, expresa Soto. “Aquí es mucho tabú, no es nuestra cultura. Resulta ser que yo le mandé otro mensaje y le dije: ‘¿usted está segura? Esas son cucas caseras, de las que usted ve en la casa, nada más que cultivadas’. Me mandó una mano del pulgar hacia arriba. Le dije: ‘ahí las tiene mañana’”.
La ha llamado gente de Colombia, de México, de Nicaragua diciéndole que quieren probar. “Hubo mucho revoluta. Por dicha solo una señora llamó a ofenderme. Me dijo hasta lo que me iba a morir. ‘¡Cochina! ¿Cómo a usted se le ocurre darle de comer cucarachas a la gente?’”.
¿Por qué comer insectos?
Como toda costumbre, lo que es absurdo para muchos, para otros es cotidiano. Para la familia Paniagua Soto, convencer a las personas de que comer insectos tiene muchos beneficios económicos, de salud y ambientales es como una evangelización. Un peregrinaje hacia la verdad.
Los datos hablan claro y duro. La ingesta de insectos como alternativa a la crisis de la carne toma cada vez más fuerza en el mundo.
Se calcula que la población mundial pasará de 7.000 a casi 10.000 millones de personas de aquí al 2050. El consumo de carne se acelera a un ritmo acelerado y la producción no podrá mantener la cadencia.
"Aplicar las matemáticas es sencillo. De media, en occidente, se consumen 120 kilos de carne por persona (al año). En China la media es de 80 kilos por cabeza, pero nos están alcanzando rápidamente", le dijo a la BBC el profesor Arnol van Huis, entomólogo de la Universidad de Wageningen en los Países Bajos y consultor para la Organización para la Agricultura y la Alimentación de Naciones Unidas (FAO).
"Si cinco mil millones de personas comen 100 kilos de ternera o cerdo, necesitaremos cultivar una media de 6,5 billones de kilos de forraje al año”, agregó. “No hay suficiente espacio o nutrientes en la Tierra para soportar esto y eso supone que los más pobres simplemente se morirán de hambre".
La buena noticia, enfatiza, es que los insectos no solo requieren de poca comida para ser criados, sino que los humanos no necesitamos ingerir tantos para poder sobrevivir al ser una fuente tan rica de proteínas y vitaminas.
“En el mundo, lejos de los regiones donde tradicionalmente se han consumido insectos, como es México (país que más consume insectos), Asia y África, ya lugares como Europa y Estados Unidos comienzan a tener un cambio en los consumidores”, agrega Federico Paniagua. “Han comenzado a tirarle a la onda de alimentos sanos, sin gluten y van cayendo a los insectos. Tienen alto valor nutricional, tienen vitaminas, proteínas, tienen minerales, ácidos grasos y fibra cruda. Además, casi no tienen calorías, entonces no engorda uno, es un alimento bastante completo”.
¿Por qué el asco?
Si comer insectos es más barato, más saludable y muchísimo más sostenible para el ambiente, ¿por qué nos genera tanta repulsión la idea de incluirlos en nuestros platos? La respuesta es simple: prejuicio puro y duro.
Para entenderlo, explica Paniagua, hay que irnos atrás en la historia.
“Las culturas prehispánicas hicieron un muy buen uso de los insectos comestibles. En Sudamérica también estaba bastante establecida la tradición, pero en Centroamérica no tanto”, cuenta el especialista. “Aquí había mucha opción de carnes: tepezcuintles, venados, iguanas, culebras, peces. El recurso de insectos, aunque se hacía uso de él, no era tanto. Para poner un ejemplo, es más fácil tirarle una flecha a un tepezcuintle a 100 metros que ir a recolectar 300 chapulines que no los encuentras en todo lado”.
El ser humano comía insectos siempre y cuando los hubiera en abundancia y representara un menor gasto energético recolectarlos que cazar cualquier otro tipo de animal más grande. En nuestro caso, elegimos lo segundo.
Otro hecho que alejó los insectos de nuestro sistema digestivo fue la fue la llegada de los españoles a América. “Ellos trajeron la aversión a comer insectos”, cuenta. “Y más recientemente, en la segunda mitad del siglo 20, llegó la revolución verde. Desarrollaron miles de moléculas químicas para contrarrestar las plagas de insectos. Las grandes corporaciones comenzaron a hacer publicidad negativa alrededor de los insectos y se hizo como una mala vibra”.
La explosión de insecticidas, como el Baygon, nos terminó de convencer que los insectos eran sinónimo de suciedad, que convivir con ellos en nuestras casas era de personas desaseadas. “Esa es la publicidad que nos meten”, asegura. “De un solo tiro se adquiere una repulsión hacia los insectos”.
Así es como nos hemos excluido de los dos mil millones de personas que según la FAO consumen insectos en su vida diaria. Más de 2.000 tipos de insectos comestibles registrados han quedado etiquetados y condenados sin la posibilidad de defenderse.
El asco es aprendido
Fue Almendra, de cuatro años (hija de la pareja), quien nos animó a probarlos. Larvas, cucarachas, escarabajos: todo entra a su boca sin un ápice de desagrado. Si para la niña comer cucarachas silvestres es el equivalente a comer confites, ¿con qué cara nos íbamos a negar a probarlos al frente suyo?
“Cuando los prueben van a ver que no es como uno se imagina”, nos dijo Gabriela, acostumbrada a dar valor a todo el que entra en su casa con el objetivo de comer bichitos.
El fotógrafo John Durán ya lo había advertido: se podía comer lo que fuera menos una cucaracha. Su posición, al igual que la mía, no tardó mucho en cambiar.
Aunque la prueba final era un pequeño plato con insectos variados preparados al curry, la primera prueba fue la más dura.
Las larvas vivas se retuercen cuando uno las agarra. Los escarabajos del maní no tanto. Ambos, sin embargo, provocan lo mismo: una incontenible risa nerviosa antes de llevarlos a la boca.
Les pedimos perdón y a lo que vinimos. Para nuestra sorpresa, todos los insectos que probamos ese día resultaron tener un sabor bastante rico –ilusa sorpresa, evidentemente: si supieran mal, no había dos mil millones de personas en el mundo que los comen–.
No aruñan, las patas no se quedan pegadas a los dientes, no saben a insecticida. Lo obvio nos confrontó: todo lo que creemos sobre el sabor de los insectos ha sido construido por nuestra propia imaginación, y claro, con ayuda del bombardeo de publicidad que alimenta el tabú.
Los planes para la familia incluyen, algún día, abrir una cocina para la degustación de sus clientes.
“Sarchí nos ha apoyado muchísimo. Sarchí siempre ha sido la cuna de la artesanía nacional y ahora es la cuna del insecto comestible”, dice Gabriela con orgullo. “Aquí estamos y no nos vamos, como dice la canción”.
Y como no se van, ya saben en dónde pueden conseguir insectos si quisieran salir de la duda.
Si nada de este texto sirvió para aminorar el asco y el rechazo haré un último intento compartiendo una frase llena de sabiduría que nos dijo nuestra anfitriona que quizás ayude: “peores cosas se ha metido a uno en la boca”.