El cortejo fúnebre llega a su destino. Sobre los hombros se carga el peso de la muerte, del adiós definitivo a la presencia física de un ser amado. Pueden ser los momentos más difíciles, ni testigos, ni amigos, ni familiares quieren que llegue, pero la muerte es lo único que tenemos seguro en esta vida.
Muchos no pensamos en ella, no queremos ni imaginar la propia o la de alguien querido, pero a diario hay personas que viven y trabajan de cara con la muerte y lidian con el dolor de otros y hasta con el propio. Les toca cavar la tierra, abrir nichos y cerrarlos. Día a día tienen la muerte en sus manos, inmersa en sus vidas.
Panteoneros o sepultureros, un oficio que algunos miran con desdén o algo de temor, pero que en realidad requiere de cualidades particulares porque no cualquiera está preparado para ganarse el pan diario con ese trabajo. Ellos a diario deben cargar sobre la espalda el dolor de un esposo que le dice adiós a su mujer, o del papá que entierra a un hijo, o del joven que despide a su madre, del amigo que no volverá a ver a su cómplice de infancia.
En su mayoría hombres, los panteoneros viven una, dos, tres y hasta cinco veces al día la impotencia del ser humano ante la muerte, ante el dolor y ahí, en medio del desconsuelo, ellos realizan su trabajo con respeto y delicadeza. En un espacio pequeñísimo, de escasos 50 centímetros cuadrados y rodeados por personas que tienen en ese momento posiblemente los sentimientos más profundos de sus vidas, los sepultureros tienen en sus manos la responsabilidad de cerrar con bloques los nichos.
¿Se imagina cargar con toda esa energía y dolor cada día? ¿Se imagina tener que sacar a una madre desconsolada del nicho donde está el cuerpo de su bebé? Este trabajo no cualquiera lo puede realizar, y que los panteoneros merecen respeto y admiración por la labor que ejecutan. ¿Qué sería además de la salud pública sin sus servicios?
Seis hombres cuyo trabajo es este, el de sepultureros, nos narran sus vivencias. Ellos abrieron sus corazones y sus espacios de trabajo (sí, ese lugar a donde no queremos llegar) para contar cómo es el día de un panteonero, de un trabajador del cementerio.
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Historias intensas
Por supuesto que las ocho horas de la jornada laboral son pesadas en un trabajo que también implica el uso de la fuerza física. Cavar una fosa nueva en tierra a punta de pico y pala no es cosa sencilla, se necesitan al menos dos días para lograr los 2 metros de profundidad por 2.20 de largo y si es para realizar una exhumación el trabajo es más intenso para llegar hasta el ataúd.
Cuando se trata de abrir los nichos de las bóvedas hay que picar cemento y losa, también hay hacer zanjas cuando los nichos se encuentran bajo tierra... tremenda faena.
En medio del olor a la tierra recién paleada, con una sensación extraña en la nariz y en la garganta por ese aroma particular que tiene un panteón, Álvaro Solís comenzó con el relato de su primer día de trabajo en el cementerio Campo La Esperanza, en San Antonio de Escazú.
“Estaba sin trabajo, pasé frente al cementerio y vi a un señor, que después me di cuenta de que era un primo mío, y le pregunté si necesitaban peones. La respuesta fue que sí y ese mismo día comencé. Mi primer encargo fue ayudar en una exhumación”, recordó este hombre de 49 años y quien ya tiene ocho de ser el panteonero del lugar. Antes de dedicarse a esta labor, trabajaba en una panadería.
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Cuando llegó el momento de descubrir “la cajita”, como Solís se refiere al ataúd, todo le tembló. Las piernas flaquearon, tomó un momento para respirar profundo y analizar si lo que estaba a punto de hacer era lo que quería como su oficio. “Las piernas se me hacían como gelatina mientras pensaba si me quedaba o me iba. Mi primo me dijo que si necesitaba realmente el trabajo, que lo hiciera, que si no, que mejor me fuera. Ya han pasado ocho años desde ese momento”, agregó Solís.
El martes, día de esta entrevista, don Álvaro trabajaba afanosamente en el repello del nicho de una bóveda. Era del sepelio de un joven muchacho que se llevó a cabo el día anterior: su sobrino. Con amor, Solís ponía la mezcla sobre los ladrillos que sellaban la sepultura que era resguardada por un colorido arreglo de flores amarillas, rosadas y blancas.
Solís con su experiencia en construcción fue el encargado de enterrar al muchacho y también de consolar a la familia, porque al final de cuentas ese también es su trabajo. Lo mismo hace todos los días con extraños y cercanos pues su labor lo amerita; su oficio lo obliga a convertirse incluso en el “malo” que aleja a las familias de sus seres amados porque él es quien pone entre la vida y la muerte un muro físico y, para colmo, lo remata con cemento y pintura de color blanco.
20 años entre tumbas
Con 22 años de trabajar en el cementerio de Aserrí, don Rodrigo Umaña, de 62 años y una sonrisa cautivadora y una voz serena que despliegan paz, recuerda que todos los días vive situaciones que a ratos lo sacan de la realidad de su oficio.
¿Que si en dos décadas habrá historias dolorosas? Sí las hay, pero Umaña asegura que cuando recibe un abrazo o un apretón de manos en agradecimiento todo se olvida. Afirma, eso sí, que ha visto de todo, desde pleitos que se arman entre las familias en medio de los funerales hasta personas que no se quieren ir del cementerio luego del entierro . “He tenido que dejar la cuchara y la mezcla botadas para llamarle la atención a la gente, a veces tengo que llamar a la policía”, recuerda este aserriceño que está a punto de pensionarse.
“Muchas veces pasa que viene una sola persona a hacer el entierro, hay que ayudar a cargar el cuerpo”, explicó Umaña, quien hasta por las noches recibe llamadas a su celular para avisarle que un vecino murió. “Me llaman para pedir campo, para preguntarme cuál es el trámite que hay que hacer, yo los atiendo a todos, de eso se trata mi trabajo y gracias al respeto de los vecinos y al cariño es que me tienen esa confianza”, agregó.
Su compañero en el cementerio es Berny Gamboa, también de 62 años y con tres de trabajar en el ahí. Gamboa es maestro de obras y esos conocimientos lo ayudaron a hacerse con un puesto en el cementerio; asegura que es el trabajo más tranquilo que ha tenido en su vida, que para él el panteón significa paz y descanso; una visión que debería ser la común.
“Me llevo muy bien con la gente. Si se ponen a rezar, yo rezo. Si se persignan, yo me persigno. Si cantan y me la sé, la canto también”, dijo Berny. Y es que de eso se trata ser panteonero, de tener empatía.
Les ha pasado a estos dos señores que han recibido gritos, malas palabras y hasta golpes de las personas que no dejan que ellos hagan su trabajo porque en medio del sufrimiento los dolientes no quieren despedirse.
“En el último entierro que hice una muchacha no se me despegó en todo el rato que estuve poniendo los ladrillos. Me quitó el último que iba a poner y no me lo quería devolver, en ese caso traté de calmarla un poco, solo eso queda, apoyarlos. Hay que comprender el momento que están pasando”, recordó Gamboa.
Don Rodrigo una vez tuvo que separar a dos señoras en el sepelio del esposo de una de ellas, pues la otra era la segunda en discordia.
De recuerdos, los más complicados que han vivido estos señores ha sido sentirse en peligro cuando les ha tocado algún funeral de personas con problemas de pandillas, por ejemplo. A don Berny una vez lo bajaron de un pedestal donde estaba trabajando en un nicho porque había una amenaza de balacera.
Se han dado cuenta también de personas que quieren abrir las tumbas para sacar joyas o hasta dinero que hay enterradas con los cuerpos, además de que han tenido que sortear intenciones de cobrar venganza con los cadáveres.
Impactante
Si ya de por sí es complicado y doloroso enterrar a alguien, los panteoneros además viven situaciones que a cualquiera dejarían estupefacto.
Hay relatos que parecen imposibles de creer, otros que provocan nudos en la garganta; algunas de esas anécdotas impactantes son las que han pasado Cristian Núñez, Carlos Porras y Wilson Espinoza en el cementerio de Coronado desde hace más de 15 años que tienen de trabajar ahí.
“Pasó una vez que había dos funerales a la misma hora. Le pedí a los que llegaron de segundo que esperaran para terminar el primero; cuando volví al nicho habían metido el ataúd y las personas se fueron”, recordó Núñez.
Max Ortega, administrador del cementerio de Coronado, comentó que todos los días se viven experiencias diferentes, desde personas que llegan a las oficinas municipales a pedir permiso para sacar tierra del cementerio, hasta gente de otras culturas que le llevan comida a sus muertos o dejan monedas en el recorrido de la tumba a la entrada del camposanto.
“Por supuesto que nunca hemos dejado que nadie venga a llevarse tierra del cementerio. Ni preguntamos para qué, tampoco. Simplemente es algo que no permitimos. Cuando son temas culturales o de creencias, siempre y cuando respeten las reglas del lugar, no hay problemas”, explicó Ortega.
Estos trabajadores recuerdan que hay funerales de funerales, unos repletos de gente y otros más bien en los cuales llega solo la carroza de la funeraria con el cuerpo. Cada uno tiene su atención especial, pero afirman que muchas veces los de pocas personas son los más complicados, ya que la mayoría del tiempo se quedan los panteoneros solos terminando la inhumación.
Concuerdan con sus colegas de Escazú y Aserrí en que tal vez los momentos más difíciles de su trabajo los viven cuando los entierros son de niños. Todos afirman que el dolor de los padres en ese momento no tiene comparación.
“Me ha tocado sacar a una mamá del nicho varias veces porque no quieren dejar la cajita adentro”, recordó Solís, en Escazú.
¿Que si les afecta? Por supuesto, pero el trabajo amerita ser fuertes aunque por dentro también se contagien del dolor.
“Con los niños es muy duro porque uno tiene los propios y piensa en ellos. Ver a los papás y sentirse el malo porque uno se los quita es desgarrador”, relató Cristian.
Recuerdan los sepultureros que una de las historias más tristes que han visto es la de una señora que enterró a su hijo en el día y por la noche llegó al cementerio con un martillo a abrir el nicho. “Me llamó el guarda para decirme que ahí estaba la señora dándole con el martillo a la pared, vinimos, llamamos a la policía y lo único que pudimos hacer fue dejarla terminar. Le dimos un pequeño tiempo junto a su hijo, se calmó y se fue. Volvimos a meter el ataúd y cerramos de inmediato”, recordó Ortega.
Otro que afirma que estos son los momentos más fuertes de su labor es don Álvaro Gutiérrez, de Carrillo de Guanacaste. A sus 76 años, este miembro de la Junta Administrativa del cementerio de Carrillo ha sabido lo que es consolar a papás que despiden a sus hijos, aunque dice que la tranquilidad se las da diciéndoles que los pequeños son como ángeles.
“Ellos son limpios, son puros y no tienen pecados, no tienen sufrimiento porque creo que van directo al cielo. Los adultos somos los que quedamos acá con el dolor”, comentó Gutiérrez, quien es pensionado pero sigue ayudando en labores del cementerio de su pueblo.
Dolor ajeno y el propio
¿Qué pasa cuando son parientes o amigos?
“Sepultar seres queridos es muy duro. Enterré a mis padres y a mi hermana, yo hice las bóvedas y los sepulté. Yo soy muy creyente en Dios, así que le pedí que me diera las fuerzas, no podía flaquear porque sino no hacía el trabajo; me fui a llorar hasta la noche a la casa”, recordó don Álvaro, de Guanacaste.
En el cementerio de San Antonio de Escazú a Álvaro le tocó exhumar el cuerpo de su padre cuando tenía ocho años de fallecido. Según recordó fue muy intensa la sensación de ver los restos de su papá y recordar los momentos de alegría que vivió junto a él, así lo comentó con la voz visiblemente quebrada por la emoción. “Es un golpe complicado para el corazón, tuve que ser fuerte porque hay que hacer el trabajo por el que me pagan, si lo acepté tengo que hacerle frente a estas situaciones”, dijo.
Don Rodrigo, de Aserrí, también se ocupó de sepultar y exhumar a su padre. “Yo quise estar ahí, asimilar lo que es la vida, lo que es la muerte. En este trabajo no sabe uno si está cavando su propia fosa o abriendo un nicho para un ser querido, es parte de la vida porque hoy estamos y mañana no sabemos”, reflexionó el panteonero.
Las exhumaciones son otros de los momentos más complejos del oficio del sepulturero, porque acorde con sus experiencias, coinciden en que estas son más dolorosas, pues es recordar el momento de la muerte del ser querido.
Pero, indudablemente, son necesarias. Para realizarlas –ya sea porque se ocupa el espacio donde hay un cuerpo para enterrar uno reciente o por solicitud de la familia para llevar los restos al osario– se debe usar equipo especial de protección como guantes, tapa bocas, botas y trajes desechables para evitar contagios o enfermedades causadas por el manejo de restos humanos.
Entre las anécdotas de estos panteoneros se escuchan muchas que ocurren cuando los cuerpos no “están listos” para la exhumación. ¿Cómo saber si lo están o no? Pues no hay otra manera que abrir las sepulturas y revisar el cuerpo. Hay personas que tienen más de 20 años de fallecidas y sus cuerpos no se han descompuesto por completo, algo que pasa muy a menudo (“pan de cada día”, según Álvaro, en el cementerio de Escazú).
“Lo que se hace es volver a meter la cajita y cerrar la sepultura. Vieras qué problema cuando pasa eso en los nichos en tierra porque es un trabajo muy fuerte físicamente, pero toca volverlos a meter”, explicó.
Hay muchas situaciones que influyen en la lenta descomposición de los cuerpos, puede ser por las bajas temperaturas de los nichos o incluso, según dicen los panteoneros, hay gente que toma muchos medicamentos en vida y eso retrasa el proceso.
En medio de todo eso, los sepultureros ven la muerte con naturalidad, como algo inherente a la vida.
Para ellos es normal trabajar con la muerte de frente, no por eso van a detener sus vidas. “Uno asimila las cosas muy naturalmente. Tratamos de que no nos afecten las energías, hay que ser fuertes y tener entereza porque casi todos los días hay un funeral o una exhumación”, afirmó Álvaro.
“Es un trabajo rodeado de dolor, pero siempre pongo a Dios de primero y cuando paso por el portoncito, los muertitos se quedan en el cementerio y mi vida sigue igual”, agregó.
En Coronado, según aseguran sus trabajadores, se han preocupado por guiar a los panteoneros no solo con cursos de atención al cliente sino que también han recibido charlas con una psicóloga que los ha ayudado a saber manejar las emociones.
“La idea es servir a los demás y al irme a la casa con el deber realizado siento que voy tranquilo”, finalizó don Rodrigo de Aserrí.
El miedo y lo desconocido
Por su naturaleza, por lo desconocido de lo que pasa después de la muerte o por creencias, los cementerios son centro de atención del miedo aunque también son espacios, como comentaba antes uno de los sepultureros, de paz.
Los trabajadores constantemente se encuentran artilugios extraños. Dice don Álvaro que en Carrillo se ha topado billetes de ¢1.000 y que supuestamente los dejan ahí en pago por haberse llevado tierra del cementerio. “Una vez lo que hice fue comprarme un fresco de esos grandotes, no hay que creer en nada de lo malo”, dijo entre risas.
Un chile dulce con la foto de un muchacho pegada con alfileres, gallinas sin cabeza y hasta un frasquito de vidrio con un muñeco adentro y que salió de la tumba en una exhumación, son las cosas más extrañas que recuerdan en el cementerio de Coronado.
En Escazú, Álvaro se ha encontrado carne en descomposición y un muñeco con un clavo de acero atravesado de lado a lado; también cosas con ajos y cebollas. “Eso del muñeco me afectó mucho, me decaí como por tres meses porque no entiendo cómo una persona busca hacerle daño a otra”, recordó.
Para estos hombres su lugar de trabajo es sagrado. Merece respeto y por ello se esmeran todos los días en tener lo que se convertirá en nuestro último hogar lo mejor que puedan.
Labores de jardinería, de mantenimiento, de limpieza y por supuesto su responsabilidad como panteoneros son el día a día de estas personas que viven con la muerte en sus manos, con el dolor ajeno sobre sus hombros y muchas veces con la desolación propia en el corazón; sin embargo pican, palean y construyen para que el final de la vida sea lo más honrosa posible.
Salud (recuadro)
Según el Reglamento general de cementerios del Ministerio de Salud, la dirección, vigilancia y conservación de estos lugares están a cargo de una Junta Administradora que velará por el cumplimiento del reglamento; de no haber una junta, la administración le corresponderá a las municipalidades correspondientes.
Este reglamento incluye, entre otras, las especificaciones de cómo realizar las inhumaciones y las exhumaciones, se ordena además que cada cementerio debe de contar con un reglamento interno.
En el documento, el Ministerio de Salud también explica cómo manejar los restos humanos.