Don Roberto mira a ambos lados de la carretera repetidamente antes de salir a la calle principal del hotel. Una, dos... Va a arrancar, pero se detiene. Hay mucho automóvil de por medio.
Comienza a sudar, pausa por un momento la conversación que teníamos e incluso le baja el volumen al noticiero costarricense que tiene insertado en el radio estadounidense. Otra vez vuelca su mirada hacia la derecha y hacia la izquierda hasta que, al fin, mira una oportunidad de paso cuando el semáforo principal cambia a verde. Don Roberto acelera, logra colarse entre un camión y una motocicleta y entra a la pista principal.
Respira.
—¿Siempre es así de complicado?
—Siempre— responde.
Nos faltan unos 40 minutos para llegar a a los parques temáticos de Universal Studios, ubicados en Orlando, Florida. Este recinto de entretenimiento, junto con Disney World, son los dos ejes de turismo de esta ciudad estadounidense, que de paso es considerada como la meca del entretenimiento para los fanáticos de la cultura popular.
Justo ayer, cuando nos conocimos, don Roberto me contó que Orlando ha llevado la misma vida de siempre durante estas semanas, a pesar del brote del nuevo coronavirus que tiene en jaque a millones de personas en el mundo.
De hecho, en las horas previas a salir del país por mis vacaciones, se dio el anuncio del primer caso confirmado de covid-19 en Costa Rica. La sala de redacción de La Nación dejó puestos todos los televisores en los noticiarios locales para mirar al presidente Alvarado dar el informe sobre la llegada de la enfermedad al país.
Con la noticia, los costarricenses se preocuparon de inmediato. De mi parte, tuve una rápida reflexión: “¿será buena idea hacer el viaje?”. Verdaderamente, no sentí en ese momento que las alarmas en Orlando estuvieran encendidas y aún el asunto en Costa Rica parecía calmado. ¿Que había que lidiar con las tropas de turistas de los parques? Sí, pero tenía confianza en las precauciones que todos estamos tomando ante la pandemia.
En el aeropuerto Juan Santamaría, en el de Tocumen en Panamá (donde debí realizar escala) y en el de Orlando la situación era como la de cualquier otro día: muchos dispensadores de alcohol en gel, eso sí, pero ningún protocolo que encendiera alertas.
“Más bien aquí en Orlando todo va como de costumbre”, dice don Roberto con las manos al volante. “Todos están tranquilos porque aún no ha habido un caso en este sector, donde están los parques. Por supuesto la gente se está cuidando, pero nada de alarmas. Veo que la cosa allá está más fuerte".
Su criterio me tranquiliza aún más y alivia el cuerpo para enfrentarse a las grandes filas de gente que seguramente nos esperan en los parques.
En el campo
La carretera que nos lleva hacia Universal Studios Resort está apenas poblada. Don Roberto, costarricense que lleva poco más de diez años viviendo en Orlando con su esposa, aduce que la libertad en la pista se debe a la época: es la semana previa al spring break (vacaciones de primavera) de Estados Unidos y una de las temporadas en que la asistencia a los parques se reduce.
En mis adentros, me parece sospechoso. Más allá de estas vacaciones, culpabilizo al coronavirus pues, no sería de extrañarse que, quienes no tuvieran los tiquetes para los parques comprados con bastante anticipación (como yo) no se animaran a la travesía.
Al arribar a los edificios de Universal Studios, la entrada da la impresión de pueblo fantasma. Los pasos hacia la revisión de seguridad se dan en solitario, en una fría mañana de marzo. Apenas y un par de personas se asoman en los quinientos metros que separan al parqueo de la admisión general.
“Este vacío ha de ser por el coronavirus”, pienso de nuevo.
La tranquila llegada me da la confianza de tomarme el ingreso con calma. Falta una hora para la apertura de los parques, por lo que voy rápidamente al baño y al regreso a la zona principal veo que una tropa de buses cargados dejaron pelotones de turistas en pantalones cortos, quienes han abarrotado filas que hace cinco minutos no existían.
El estrés aparece y entro de golpe en la fila.
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Desde que compré los boletos para esta visita, pasé revisando los tiempos de espera en la aplicación y he notado cómo las filas han ido reduciendo en el paso de las últimas semanas. No creo que sea casualidad.
Tras pasar la revisión de seguridad, salgo disparado hacia la reja que antecede los parques y me sorprende que hay unas diez filas para entrar verdaderamente cortas; nada diferente a la fila que haría en el banco que queda por mi casa en Goicoechea cuando necesito hacer alguna transacción financiera.
Por fortuna, los parques se abren pocos minutos antes del tiempo oficial. Mi sorpresa es que, más allá del ingreso tempranero, los tiempos de espera para las atracciones están bajísimos. Hay muy pocas personas. “Esto en verdad debe ser efecto del coronavirus”, reflexiono en silencio. En los últimos tres meses, no había habido un día en que las filas estuvieran con tiempos de espera tan bajos. Lo comprobé con la aplicación que tengo en el celular.
Por ejemplo, en la más reciente atracción instalada del mundo de Harry Potter, que se trata de una montaña rusa, los tiempos de espera en diciembre eran en promedio de 220 minutos. ¿Cuál fue la espera de esta mañana? 60 minutos. Algo excepcional.
Con las otras atracciones ni qué decir. La otra montaña rusa del mundo de Harry Potter estuvo en enero en un tiempo promedio de espera de una hora; hoy ingreso directamente. En la entrada se leían 10 minutos de espera, pero en tiempo real fue mucho menos.
Sï, la respuesta a esta baja tiene respuesta, más allá de la época del año, es el coronavirus.
La estadía en Universal Studios fue una burbuja absoluta. Parecía que todos habían olvidado que fuera de este mundo de atracciones una pandemia se expandía. Por ejemplo, en una de las filas, un puñado de adolescentes jugaba una suerte de “manitas calientes” para matar el tiempo de la cola. “Bueno, tendré que desinfectarme bien después de tocar el carrito de la montaña rusa”, pensé.
Al caer la noche, y tras regresar al carro de don Roberto para el retorno al hotel, el conductor nos cuenta que Costa Rica está en alerta amarilla por registrar nueve casos del nuevo coronavirus.
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Es difícil de creer. En Orlando parece que todo es normal, que es un día como cualquiera. No hay alarmas, mucho menos rumores sobre cerrar los parques.
Al llamar a casa un par de horas más tardes, la situación parece crítica. El alcohol en gel se agota en las tiendas, pero en Orlando todo está como de costumbre, según nos cuentan con quienes topamos en el hotel.
A la mañana siguiente, cuando don Roberto aparece para conducir con destino hacia Disney World Resort, la salida está aún más que complicada que el día anterior. “Hoy está más bravo que ayer”, dice entre risas, refiriéndose a la misma salida del hotel que lo atrapó la mañana anterior.
Al topar con un espacio en blanco, don Roberto entra a la pista y de inmediato se topa con un tráfico más lento. El camino hacia Disney World desde el hotel es más corto, pero menos fluido. Pocos metros a la salida del hotel, nos topamos con una ligera presa que se engorda con el paso de los minutos.
Don Roberto se rasca la cabeza y yo también. No tenía presupuestado que tardáramos tanto en llegar a los parques.
“Es el efecto Mickey”, pienso en mi cabeza. Nadie se resiste a Mickey Mouse. El ratón de seguro arrastra muchas más multitudes que lo que puede hacer Universal Studios. “El coronavirus no detiene las presas”, dice vacilando don Roberto.
Con la llegada a los puestos de admisión, el efecto embudo aparece. Decenas de carros se apretujan y buscan un espacio: todo sea por el querido ratón y sus atracciones. No importa el coronavirus.
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Tras bajarme poco antes de la entrada principal para ganar tiempo, las filas de acceso son mucho mayores que las de Universal.
En medio de las revisiones, con la pausa que exige la espera, botellitas en gel cuelgan de los bolsos de los turistas. Desde ayer llevo la mía, pero veo que hoy muchas más personas cargan con una medida rápida de desinfección para las manos.
“Qué alivio”, pienso al ver sus botellas de alcohol. “Aún así, hoy deberé cuidarme el triple”.
Al acceder directamente al parque, el tránsito es difícil.
Por ejemplo, en la calle que simula al Teatro Chino de Hollywood, es imposible caminar. Verdaderamente imposible. Hay que parar poco menos de un kilómetro antes del ingreso para la tierra de Star Wars, algo que en fotos solo había atestiguado en diciembre.
La distancia prudencial para evitar el contagio es imposible. Todos se apretujan. No se escuchan tosidos (gracias al cielo), pero entre muchos nos rozamos los codos en esta marea de gente.
Poco se puede hacer.
Se abre este acceso y la gente comienza a circular. Con el flujo, el espacio cada vez se mira más grande. Sí: no era tanta gente. No era la masa que creí.
En el grupo de Facebook sobre tips para ir a Disney World, confirman que la asistencia de hoy es menor de la usual para estas fechas, aquejando nuevamente la situación a la pandemia.
Dentro del parque, son notorias las frecuentes visitas a los baños, inclusive solo para lavado de manos. El alcohol en gel también aparece mucho más y, al sentarme a comer en unas bancas, es visible que muchos sacan de sus bolsos la botellita para desinfectarse. Algo similar ocurre tras algunas de las atracciones pues, tras tocar barandas en común, no cae mal despegar todo el alcohol que se tenga para manos.
La alegría de la gente está intacta. El temor por la epidemia pareciera no tener lugar acá.
En la recreación de Sunset Boulevard, muchos personeros de Disney soplan burbujas de jabón. Un niño de unos 6 años revienta unas cuantas pompas y, tras correr en la callecita, regresa a su madre para restregarse un poco del gel que queda en la botella del bolso.
No sabe —al igual que yo— la suerte que corremos. Son los últimos días de este parque abierto. Aunque los gritos de las torres y las montañas rusas hagan parecer que todo está normal, afuera de estos confines el mundo exige otras medidas, unas que cerrarán las puertas del parque hasta nuevo aviso.
Para el regreso a Costa Rica, el aeropuerto de Orlando se encuentra con la misma tranquilidad. Más alcohol en gel, sí, pero ningún protocolo distinto. Las distancias son asumidas por cada quien; nada más.
Diferente fue en el aeropuerto panameño, donde el pánico colectivo se olía desde lejos y resultaba difícil no sumarse. “Sí, hay mucha gente, muchos lugares donde contagiarse, mucha gente tosiendo, mucha gente tocando todo...”, pensé.
Con el paso de los minutos en el aeropuerto (en una escala de tres horas) fue sencillo comprobar la histeria. Al rato de sentarme en una sala de espera, veo a un hombre con una gigantesca máscara de fumigación y cubierto con una sotana negra. Más que una medida preventiva contra el coronavirus, pareciera un cosplay de Resident Evil.
También, en otras sillas, un par de mujeres se cubren la boca con bufandas, a pesar de lo terrible que esto puede significar para el contagio. Otros muchachos, por ejemplo, intentan protegerse con lentes de sol para, imagino, evitar que cualquier fluido entre por sus ojos.
Es una colección de imágenes disonantes entre sí. Algunas personas sí portan los cubrebocas correctos, pero son minoría. Más bien, parece un pánico que raya la locura.
De regreso a Costa Rica, el aeropuerto Juan Santamaría tuvo el trámite de costumbre. Nada diferente.
La diferencia está al escribir estas letras, lejos de la redacción de La Nación.
En verdad parecía inesperado que este viaje me lanzara a un aislamiento de un par de semanas para evitar riesgo de contagio.
No tengo tos, no tengo fiebre... No tengo síntomas en general. Solo tengo la esperanza que todo vuelva a la normalidad, mientras escribo en mi escritorio acompañado de mi nuevo droide de Star Wars y las fotos que se hacen un espacio en el estante.