Después de 30 años de matrimonio y tres desde su divorcio –aunque se había separado tiempo antes–, Leonor, que no se llama Leonor, apenas se estaba acostumbrando a la soledad. Pero acostumbrarse no es lo mismo que aceptarla o disfrutarla, y a ella no le gustaba.
Para combatirla, había decidido enfocarse en sí misma y en las cosas que disfrutaba, cosas que durante su tiempo casada había pospuesto de forma indefinida. Yoga, meditación y, para recuperarse de una lesión en la rodilla, natación.
Entonces, no cruzaba por su cabeza la idea de retomar su vida amorosa, de salir con alguien, de siquiera conocer a una persona que le despertara aquellas intenciones que creía estancadas. Mucho menos consideró que la piscina podría ser un lugar para encontrar a una persona, porque nadando nos ponemos en evidencia: las varices a plena vista, la gorra de baño espantosa, los anteojos oscuros inutilizando cualquier intento de cruce de miradas.
Así, fue una sorpresa tremenda para Leonor cuando, un día, después de una clase, mientras se duchaba a la salida de la piscina, un hombre de tez morena y sonrisa amplia se le acercó.
“Hola”, le dijo Juan.
“Hola”, respondió ella de vuelta.
Los engranajes estaban en movimiento.
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La vida debería tener un aviso permanente de precaución, curvas peligrosas adelante.
Casi cinco años antes, Juan, que no se llama Juan, se había enfrentado a, quizás, la curva más peligrosa y dolorosa de su vida, al enviudar tras 34 años de casado. Aunque contó con el apoyo de su familia para sobrellevar el duelo, la soledad nunca dejó de ser una sombra pesada sobre sus hombros: en su casa estaba solo él, sus hijos habían ya hecho vida.
Afligido por la melancolía, su rutina de clases de natación era un escape para mantenerse fresco cada semana. Lo mantenía activo y dinámico, algo crucial cuando se comienza a escalar la sexta década. Uno de esos días de natación, creyó reconocer a alguien.
Sabía que nunca había visto a aquella mujer, pero algo en ella se le hacía familiar. Envalentonado por la madurez de la edad, que no da espacios para los temores de la vida temprana, se le acercó al finalizar la clase.
“Hola, ¿vos sos hermana de Arnoldo?”.
“Hola, sí, soy yo”, respondió la mujer.
“Yo fui compañero de él en el colegio. Hace poco nos reunimos. Seguramente me vas a ver en la foto que va a subir a Facebook. Yo soy el más joven, por aquello”.
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Un año y medio después del primer encuentro, Juan y Leonor me contaron su historia de amor y de segundas oportunidades. Uno jubilado y la otra a un año de retirarse, son testimonio de que la edad es un estado mental: tomados de la mano, se hacen bromas, se dan cariño y se nutren entre sí.
Atrás quedaron los temores a la soledad; al fracaso que supuestamente representa un divorcio, o al dolor de la viudez. Tampoco tienen tiempo para preocuparse por el chisme y el qué dirán: en su madurez, no temen a mostrar sentimientos que, pareciera, solo están reservados para las parejas jóvenes.
Viajan, caminan tomados de la mano, hacen planes para el futuro inmediato y el futuro pronto, sin permitir que el peso de los años limite ningún deseo amoroso entre ellos.
Adiós, estereotipos
Manuel Bouza y su esposa Ana Victoria Mora llevan ya 43 años de casados. A diferencia de Juan y Leonor, las circunstancias han permitido mantener el curso de su plan de vida al unirse en matrimonio tiempo atrás –cuando él tenía 21 y ella 18–. Contando los tres años de noviazgo previo, la pareja lleva una vida entera junta.
“La clave es la paciencia y la constante comunicación”, cuenta Ana para explicar cómo se logra mantener la llama viva a través de las décadas, y sobre todo al entrar en una tercera edad no solo como individuos sino como pareja.
“Es un nuevo ciclo”, agrega Manuel, “pero no uno que nos limita. Hemos avanzado juntos, ayudándonos el uno al otro”.
Así, salen a bailar, a pasear, a nadar, y al mismo tiempo mantienen su independencia: ninguno requiere del otro para sobrevivir –pues se han preparado para cuando alguno de los dos falte–, lo que los mantiene juntos por gusto y amor, y no por costumbre y negación.
“Nos hemos dado libertad para crecer como individuos, y al mismo tiempo lo hemos hecho como pareja”, cuentan.
Una de las claves para ello, como ha sido el caso de Juan y Leonor también, ha sido la normalización del cariño, del afecto físico y de la sexualidad.
“A veces nos damos un beso o hablamos de sexo, y los hijos como que se sorprenden. Pero el menor no, él nos defiende porque sabe que es lo más normal. Los adultos mayores no somos seres asexuados”, cuenta Ana.
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Ese precisamente fue el núcleo en torno al cual se construyeron las charlas que ofreció en nuestro país la doctora Zhélide Quevedo Hunter, sexóloga brasileña especializada en adultos mayores.
“Pensar que los mayores de 65 años no tienen deseos o urgencias es negar una parte trascendental de la sexualidad”, dijo Quevedo Hunter. “Esas ideas prolongan estereotipos que hay que dejar atrás, porque limitan la idea de los adultos mayores como personas completas, capaces de amar y de sentir placer con total normalidad”.
Invitada por la Asociación Gerontológica Costarricense, Quevedo Hunter lideró varios talleres con parejas de adultos mayores en noviembre pasado, en un intento por seguir rompiendo las barreras que limitan a las personas maduras a roles de cuidadores de nietos, de personas frágiles o, en el peor de los casos, de estorbos.
La suya es una posición que poco a poco comienza a difundirse y que espera que se convierta en una norma, para el bienestar de las personas mayores.
“Los problemas sexuales siempre son indicativo de que algo no va bien: puede ser un problema de salud cardiovascular, la toma de fármacos, un conflicto de pareja. Pero no es un tema de edad. Solo por el hecho de cumplir años no es normal tener dificultades sexuales; no hay razones para abandonar la vida sexual e íntima”, dijo a El Diario, de España, Santiago Frago, codirector del Instituto de Sexología y Psicoterapia Amaltea. “En principio, el deseo erótico y amoroso no tiene mucho que ver con la edad. La edad sí condiciona la salud y las enfermedades, con lo que con más años, somos más proclives a la toma de fármacos. La suma de esos factores, enfermedades y fármacos, puede provocar que alguna expresión de nuestra vida erótica se vea un tanto limitada. Claro, eso no significa que esa expresión erótica no sea posible”.
“Hay que perderle el miedo a tocarnos, a besarnos, a expresarnos deseo. Los mismos pilares que construyen una relación de pareja en la juventud aplican en la tercera edad, así sea una pareja nueva o una que ha estado junta toda la vida”, contó Quevedo Hunter. “Tener años acumulados no nos condena: nos libera”.
Máquina del tiempo
Hace muchos años, Juan, que no se llama Juan, tuvo un tío abuelo que se casó muy joven y que, también, enviudó antes de tiempo.
Ese tío abuelo creyó que su vida amorosa se había acabado tras el fallecimiento de su esposa, pero las curvas peligrosas de la vida fueron benévolas con él y conoció a una mujer de la que se enamoró ya tarde en la vida, y con quien se casó.
Su segunda esposa fue una mujer que se mantuvo soltera hasta una edad avanzada, y quien seguramente creyó que se quedaría sola de por vida. Hasta que la vida le dio una segunda oportunidad. Esa segunda esposa tuvo, también, una sobrino nieta: Leonor, que no se llama Leonor.
Cuando les pedí a los enamorados que me contaran su historia, me pidieron que cambiara sus nombres verdaderos y que no les tomaran fotos, lo cual contradecía la libertad con la que han llevado su segunda oportunidad, la que desafía el tiempo. Me explicaron, entonces, que más bien querían hacer un homenaje a sus antepasados quienes, sin que ellos lo supieran, también se encontraron cuando ya los cabellos tenían canas y las sonrisas tenían arrugas.
Sus nombres eran Juan y Leonor.