A lo largo del último año, la pandemia del nuevo coronavirus dejó a miles de dueños de bares y restaurantes sin facturar un solo colón.
El peligro de contagio provocó que sitios de encuentro para degustar un buen almuerzo o una cerveza fría, se convirtieran en aposentos con sillas vacías y cajas registradoras con pocos billetes.
Familias enteras se quedaron sin sustento y un gran número de trabajadores llegó a sentir niveles drásticos de estrés por no encontrar una salida a la crisis.
El virus llegó al país un 6 de marzo y, tan solo dos meses después, 121.000 trabajadores de ese sector perdieron el empleo, según datos de la Cámara Costarricense de Restaurantes y Afines (Cacore).
Y por si fuera poco, al menos unos 5.000 locales no lograron reabrir en todo el 2020, luego de las medidas sanitarias adoptadas para enfrentar la covid-19.
LEA MÁS: El año de la pandemia: Entretenimiento, la industria que pide a gritos volver a trabajar
A Jorge Barrantes, administrador del restaurante El Tenedor Argentino, le redujeron su jornada laboral a la mitad y tuvo que salir a vender apretados para poder alimentar a su hijo y pagar los recibos.
Este padre soltero de Tibás, San José, vivió duros momentos cuando le tocó decirle a todos los empleados a su cargo que tenían que irse para la casa por tiempo indefinido, hasta que la situación mejorara.
Hoy, agradece tener a algunos compañeros de vuelta y que las condiciones para trabajar sean un poco menos nefastas que en meses anteriores, pero todavía recuerda con dolor la desesperación que sufrió durante todo este primer año pandémico.
“En julio del 2019, Tenedor Argentino agrandó su capacidad para recibir clientes: de un aforo de 65 lo subimos a 180 personas. Nos había ido muy bien, veníamos subiendo y nos posicionamos como uno de los principales restaurantes de carnes en el país.
“Teníamos muy definido nuestro rumbo, pero cae la pandemia y de vender una cantidad bastante buena a diario, pasamos a vender solo un 5% de eso, en un lapso de 15 a 22 días”, relató Barrantes.
El administrador confiesa que en muchos momentos pensaron en cerrar el negocio, guardar todo en una bodega y esperar a que la emergencia disminuyera.
Tuvieron días en los que solo facturaron ¢25.000. Sin embargo, los cobros del alquiler, agua y luz siguieron llegando mes a mes y el estado del restaurante se hundía cada vez más en números rojos.
“Estuvimos durante dos meses ayudándole a compañeros que no tenían qué comer. No recibían un solo colón de ingreso. Teníamos que sacar dinero de nuestros bolsillos para comprar diarios para ellos.
“Yo mantuve a un compañero durante cuatro meses porque era increíble la situación de necesidad que pasaba. Se me quiebra la voz de solo recordarme de esas cosas. Fue muy duro”, expresó el tibaseño.
Los trabajadores de este restaurante, ubicado al costado sur del Teatro Nacional, aseguran que al inicio de la pandemia el centro de San José quedó desierto y que su clientela cayó abruptamente.
Meses después, el dueño del negocio, Jorge Saggal, tomó la decisión de endeudarse un poco y abrir un nuevo local en un centro comercial en Curridabat, en donde lograron mejorar un poco las ventas.
Esta segunda casa de Tenedor Argentino fue construida con partes que desmantelaron de su comercio en la capital y permitió que viejos colaboradores recuperaran su empleo.
Un punto que resalta el personal del restaurante es que el servicio de entrega a domicilio nunca fue efectivo, ya que además de compartir ganancias con las plataformas digitales, no se tiene la certeza de que la comida llegue intacta al cliente.
Lizethe Fuentes, jefa del equipo de cocina, relata que mantener la calidad de los platillos también fue un reto, ya que ella tuvo que asumir las tareas que realizaban todos sus compañeros que fueron despedidos.
“Fue un cambio muy difícil tener que entrar más temprano y empezar a hacer un poco de todo porque ya no estaban los encargados de producción, la pila o la panadería”, explicó la cocinera, quien fue la única trabajadora, además de Jorge Barrantes, que no fue suspendida al inicio de la pandemia.
Por su parte, la salonera Karla Rodríguez fue una de las pocas empleadas que logró recuperar su puesto, aunque acepta que el número de tareas incrementó mucho y que el pago de propinas se vino abajo.
“El puesto de salonera ahora es zoila porque se redujo completamente la cantidad de personal, entonces ahora nosotros, aparte de ser saloneros, desempeñamos prácticamente todas las funciones”, resaltó Rodríguez.
La trabajadora indica que tener que usar la mascarilla durante toda la jornada es agotador, pero que no se compara con las complicaciones que sufrieron varios de sus compañeros que se quedaron sin nada.
De hecho, el administrador Jorge Barrantes afirma que conoció historias desgarradoras durante todo el último año y que la incertidumbre fue el peor mal que tuvieron que soportar muchos de sus colegas del gremio.
“Tengo testimonios de saloneros que lloraban porque no le podían dar de comer a sus hijos y de otros empleados que tuvieron que tirarse a la calle a vender medias y bolsitas de mango con sal.
“También conozco a cuatro personas que trabajaban en el sector de alimentos y que se suicidaron por estar ahogadas por deudas, porque después de ganar un salario y tener un ingreso normal, pasaron a cero. El daño que se le hizo a la persona humilde trabajadora fue increíble”, exclamó el gerente de Tenedor Argentino.
LEA MÁS: El año de la pandemia: Del Cenare al Ceaco y la conversión total de un hospital
La tragedia de los bares
Otro de los cambios más severos que trajo la pandemia fue la paralización del modus operandi convencional en los bares del país. Los bailes en grupo y los abrazos para tomarse un trago ahora son historia del pasado.
Las medidas para protegerse del virus van en contra de todo lo que usualmente sucedía en estos animados lugares de encuentro y la efímera actividad de compartir una cerveza con desconocidos se esfumó.
Todo esto significó un duro golpe para los dueños de estos negocios ya que, además de tener que cerrar sus puertas por varios meses, tuvieron que adaptarse a una situación que no les favorece, explicó Jorge Motta.
“Cuando empezó todo, creímos que no iba a durar mucho, pero conforme avanzó el tiempo, uno veía que la cosa no mejoraba. Y ahí entró la preocupación, porque ¿cómo asume uno tener un negocio cerrado?
“Yo pasé por varios estados de ánimo e incluso llegué a un extremo que, cuando ya se autorizó la apertura, más bien me dio miedo por el contagio y por tener que trabajar con condiciones tan diferentes”, dijo Motta.
El conocido don “Giorgo” tiene más de 30 años de atender el bar La Bohemia. Su abuelo José Motta Stabile fue quien abrió las puertas de la cantina en 1936, cuando en ese entonces también funcionaba como pulpería.
Su local se ubica en una esquina del corazón de San José, donde se cruza la avenida 12 y la calle 5. Se llega caminando 100 metros al sur de la parada de Cartago, o 200 al este y 100 al norte de la Clínica Bíblica.
Desde la década de 1990, Jorge se convirtió en propietario, cantinero y encargado de comunicación de este mítico negocio familiar, luego de que por la barra se sucedieran su papá y su tío Giovanni.
El atractivo de esta legendaria cantina se ha renovado con el pasar de los años y su clientela aborda todo tipo de edades. No obstante, las sillas no se han vuelto a llenar igual desde que llegó el coronavirus.
“Ahora vendemos un 30% de lo que vendíamos normalmente. Porque no es solo las medidas, sino también el cliente. Nosotros teníamos una base de clientes de 70 años para arriba y ellos ya no salen, se cuidan y no van a lugares públicos, solo a lo estrictamente necesario”, afirmó el dueño.
La Bohemia antes podía albergar hasta 40 personas, pero ahora solo puede llenar 15 espacios. Los famosos cuadros que adornaban el espacio hoy están acompañados de avisos sobre las medidas contra la covid-19.
El ambiente ha cambiado y las noches de júbilo ahora terminan más temprano o, en muchas ocasiones, ni siquiera ocurren. Pero si algo es cierto, es que este bar se ha esforzado por cumplir todas las reglas sanitarias.
“Ahora no es como antes, a como uno estaba acostumbrado. Ahora uno se preocupa de cometer errores porque eso puede traer prejuicios, multas y hasta cierres. Ya no se trabaja igual de tranquilo que antes.
“Y es que hay que tomar en cuenta que un bar es completamente lo contrario a las medidas que se toman con la pandemia: distanciamiento social, no gritar, no abrazarse. La gente se emborracha y difícilmente va a respetar la distancia del metro ochenta”, destacó don Giorgo.
El propietario de la cantina resalta que no sintió tanta presión económica porque el negocio se sostuvo por medio de ahorros que eran para el futuro y con la ayuda de familiares que aportaron lo que pudieron.
Jorge, de 62 años, asegura que tiene esperanza de que la situación mejore y afirma que no tiene temor porque sabe que sus comensales (la mayoría amigos suyos) estarán ahí en las buenas y en las malas.
“Yo tengo mucha confianza porque siempre hemos tenido una clientela muy solida y uno ve solidaridad en ellos. Incluso muchos vienen por solidaridad. De hecho, mientras estuvimos cerrados, grupos de clientes hacían colectas y nos traían dinero”, contó el propietario.
Nancy Ramírez, salonera de La Bohemia, dice que se sintió muy afortunada porque nunca le rebajaron su salario y siempre tuvo la convicción de que las cosas iban a salir bien, a pesar de las dificultades.
Esta trabajadora lleva 14 años en el bar y dice que nunca había vivido una situación como esta, pero que eso no fue motivo para tirar la toalla, sino para salir adelante con mucho compromiso, esfuerzo y constancia.
“Me siento alegre de volver al trabajo. Pude dedicarle un poco más de tiempo a mis hijos y mi hogar, pero sí me hacía mucha falta venir aquí porque este lugar es como mi segunda casa”, manifestó Ramírez.
Afuera de la GAM
El SARS-CoV-2 no solo afectó a los comercios del Gran Área Metropolitana (GAM). Las consecuencias de este maligno virus llegaron hasta las zonas más alejadas de las regiones rurales de todo el territorio nacional.
Sin embargo, el impacto de la crisis fue menos radical para los establecimientos de comida que han dominado estas localidades periféricas por muchos años: las hogareñas, familiares y trascendentales sodas.
Estos espacios, muchas veces más humildes y sabrosos que los negocios del casco central del país, lograron mantenerse a base de los clientes del barrio que preferían quedarse en sus pueblos y no salir a la ciudad.
Un ejemplo de esto es el emprendimiento de Yuri Jiménez y su mamá Marta Aguilar, quienes el 4 de setiembre del 2020, en plena pandemia, tomaron la riendas de un pequeño espacio que nombraron Soda La San Pedreña.
La soda se ubica en San Pedro de Turrubares y se especializa en casados caseros, ollas de carne, lengua en salsa, papas supremas y, por supuesto, el infaltable y codiciado ceviche de la casa.
“Aunque para muchos fuese una tontería o una locura, decidimos alquilar un local al costado oeste de la plaza de deportes. Hasta el momento, nos ha ido bien, a pesar de un tiempo como este. No nos podemos quejar.
“Hemos tenido mucho apoyo de la gente y quizá no nos hemos sentido tan impactadas por la pandemia por ser de una zona rural y de un cantón que se ha caracterizado por tener pocos casos de covid”, afirmó Jiménez.
Esta muchacha de 24 años se encarga de administrar el negocio de lunes a viernes y su mamá le ayuda los fines de semana. Su propósito es poder alimentar a su hijo y salir adelante como emprendedora.
A unos 140 kilómetros de este sitio se ubica otra soda, llamada La Cabañita, en la que varios vecinos de Venecia de San Carlos disfrutan de una agua dulce por la tarde o de un pinto con huevo bien temprano.
La cocinera Dominga Calderón, de 47 años, cuenta que al inicio de la pandemia la clientela bajó un poco, pero que nunca dejaron de llegar los comensales eternos que mantienen el rústico puesto a flote.
“Casi siempre vienen los mismos. Son clientes parroquiales, nunca defraudan. Gracias a Dios nunca tuvimos que cerrar y a ninguna de las que trabajan aquí les ha dado el virus”, comentó emocionada.
Así como esta soda, muchos otros negocios rurales han logrado sobrevivir a la emergencia sanitaria gracias al calor y acompañamiento de los pobladores, que están ahí para acuerparlos como si fueran una sola familia.