Mientras al otro lado del mundo, 26 países buscan el avión malasio desaparecido hace dos semanas, en Costa Rica un grupo de voluntarios se interna cada año en las profundidades de Talamanca para rastrear una aeronave que se tragó la montaña.
Un vuelo de la Fuerza Aérea Argentina se perdió en alguna parte de la Fila Matama el 3 de noviembre de 1965.
El evento llevó dolor a las familias de las 69 víctimas y enlazó un nudo de misterio que, cinco décadas más tarde, sigue sin desatarse.
El avión, modelo TC48-C54, tuvo problemas con uno de sus cuatro motores cuando iba rumbo a El Salvador.
A bordo viajaban 60 cadetes recién graduados (59 argentinos y uno peruano), más nueve tripulantes, que se dirigían a celebrar su promoción.
Cuando se desató la crisis a bordo, los pilotos tuvieron tiempo de pedir ayuda, mientras cruzaban por aire la frontera entre Panamá y Costa Rica.
La última señal llegó a las 7:05 a. m., en el momento que la nave se dirigía a Limón en busca de un aeropuerto de emergencia.
El gran pájaro de metal ya iba a poca altura, volando por instrumentos.
A diferencia del avión malasio, cuya extraña desaparición está desencadenando todo tipo de hipótesis, está claro que el vuelo argentino no pudo encontrar auxilio y terminó desplomándose de forma trágica.
La gran duda que sigue sin resolverse es dónde ocurrió el fatal desenlace.
Una investigación de la Fuerza Aérea Argentina determinó en 1966 –luego de un año de indagaciones– que el aparato cayó en el mar.
Así consta en un documento de amarillentos folios mecanografiados que, en aquella época, dio por concluida la investigación oficial.
Pero una profesora de nombre Talía Rojas se encargó de cuestionar esa versión y de sembrar en uno de sus jóvenes estudiantes una fértil semilla de curiosidad que todavía sigue muy viva.
El geólogo Wilfredo Rojas Quesada y sus dos hermanos mayores, Ovidio y Alberto, fueron los discípulos a quienes doña Talía contó en Atenas la historia del avión TC48, en 1975.
Desde entonces, el primero se convirtió en el principal investigador del caso, pues conserva numerosos informes y testimonios sobre lo ocurrido.
Doña Talía –ya fallecida– les narró que aquella mañana de 1965, mientras daba clases a indígenas en Coroma de Talamanca, vio pasar el avión hecho una bola de fuego.
Por la descripción de la ruta, a Wilfredo Rojas le resultó evidente que la aeronave no cayó al mar, como concluyeron los militares argentinos, sino que se estrelló contra la montaña.
Con los años, don Wilfredo recabó otros datos para desechar la teoría del desplome en el mar. Poco a poco, fue atesorando evidencias sólidas del lugar aproximado en que ocurrió la tragedia ( ver recuadro ).
La conclusión es que el aparato se desplomó al norte de la Fila de Matama, cerca de las cabeceras del río La Estrella. Un valioso dato geográfico que le insufló vigor para emprender la búsqueda del avión desaparecido.
Pesada mochila al hombro
Así, desde hace 27 años, don Wilfredo realiza una excursión anual de diez días a la Fila de Matama, para tratar de hallar los restos de la aeronave.
Sus conocimientos como experimentado geólogo, y la pasión por cerrar el círculo que se abrió en aquella conversación con doña Talía, lo impulsan a adentrarse en la montaña junto a otros nueve voluntarios.
Todos los años revisan un sector distinto, siempre en Semana Santa, para aprovechar los días libres y porque en esa época el clima es benevolente.
Cada expedicionario tiene que cargar 35 kilos, entre equipo para acampar, herramientas y alimentos.
Solo para llegar al sitio de la búsqueda se necesitan tres días, mientras inician la caminata en Moravia de Chirripó, Asunción o Bajo Telire.
Es decir, de los diez días disponibles, seis se emplean entrando y saliendo de los laberintos verdes de Talamanca. Esto reduce la ventana de búsqueda a solo cuatro días… y después, hasta el año próximo.
En el grupo hay tres geólogos, dos abogados, un paramédico, un enfermero y un filósofo español, entre otras profesiones. Ellos mismos se financian la misión, salvo un aporte adicional que reciben de familiares de dos de las víctimas en Argentina.
“La región es muy extensa, de topografía difícil y selva virgen. Ya hicimos 25 incursiones y creo que todavía podemos hacer tres más”, comentó don Wilfredo en su casa en Sabanilla de Montes de Oca, junto a mapas y recortes de periódicos que colecciona sobre el tema.
Cada vez que un avión se extravía en cualquier parte del planeta, como ocurrió en Malasia, don Wilfredo desempolva los recuerdos para actualizar el relato de que aquí, en Costa Rica, un misterioso capítulo de la aviación mundial sigue inconcluso. “Dando por válido que cayó en la montaña, sería el avión desaparecido en tierra con más víctimas de toda la historia”, asegura.
Ojos bajo la tierra
En la zona de Talamanca y sus estribaciones, la vegetación crece a un ritmo aproximado de dos metros por año. Cuando se alcanzan 25 ó 30 metros de altura, las ramas caen y forman un manto natural que cubre toda la superficie.
De esta forma, la montaña es capaz de “tragarse” cualquier cosa, incluso el fuselaje de un avión incendiado, junto a los restos mortales y las pertenencias de 69 pasajeros.
Tal ciclo natural de renovación en el follaje constituye un enorme reto para la búsqueda: el TC48 ya no está a simple vista. Los expedicionarios podrían tenerlo en la pared montañosa de enfrente y no lo sabrían.
Para superar tal obstáculo, utilizan alta tecnología, como imágenes en infrarrojo, capturas de radar, mapas actualizados o fotos aéreas del Instituto Geográfico Nacional.
Con estas herramientas a mano, alistan cada incursión y definen los puntos de búsqueda. Ya en el terreno, hurgan entre los árboles y bajo la vegetación para dar con pistas más concretas. Es una forma de tomar una pequeña ventaja en un terreno inhóspito donde animales y plantas están prácticamente solos.
Leyendas
Durante todas estas décadas, circularon en Talamanca versiones de indígenas que supuestamente llegaron al sitio del accidente y recuperaron pertenencias de las víctimas.
Sin embargo, estas “pruebas” nunca pasaron de ser pequeños episodios sin confirmar, que se propagan al estilo de leyendas urbanas: todo el mundo dice que conoce a alguien, pero nunca es posible dar con el dueño original del testimonio.
Lo más tangible que don Wilfredo llegó a ver fue un anillo que, en todo caso, los familiares de los cadetes no pudieron reconocer.
En el 2008, la presidenta argentina Cristina Kirchner aceptó reabrir el caso por solicitud de las familias de las víctimas.
Ese país envió tres misiones, pero se devolvieron sin éxito. No podían completar en tan poco tiempo lo que a don Wilfredo y sus compañeros les ha tomado ya casi tres décadas.
Existe un proyecto en el parlamento argentino para enviar otras expediciones. Sin embargo, de momento no ha sido aprobado, así que todas las opciones de dar con el viejo aparato recaen en los aventureros costarricenses.
Con el mismo entusiasmo del primer día, Wilfredo Rojas anuncia que todavía seguirán unos años más. “Hay que ser perseverantes. La búsqueda todavía no se ha agotado”.