Con lentes cuadrados, una camisa arremangada y el estuche de sus ojos en el bolsillo, Jorge “Giorgio” Motta parece más un profe de Cálculo que las manos detrás de la barra de la legendaria cantina La Bohemia.
Uno de sus clientes incluso sugirió, a los gritos –el único que se escuchó en este bar tan sereno–, que nuestro interés en el cantinero venía por su parecido con ese muerto célebre que es Robin Williams. Podríamos conceder que el rostro de Giorgio guarda cierto aire con la foto del actor. ¿Su personalidad? Es su negativo.
Giorgio es un tipo muy sereno que se toma sus buenos tres segundos para empezar a responder cada pregunta con la que lo importunamos.
El atractivo en su cantina vieja se ha renovado desde hace unos pocos años, y su clientela se ha rejuvenecido.
Una de sus máximas es “el cantinero hace al bar”. Por ello no extraña que La Bohemia sea el lugar de elección para quien prefiera conversar, para quien todavía le guste oír la percusión del vaso sobre la madera de esa ele larga que sirve de límite, solo imaginario, entre el cantinero y su clientela.
Sabor de Italia
Giuseppe Motta Stabile se convertiría en José cuando llegó a Costa Rica desde Italia. Él abrió La Bohemia en 1936. La suya fue una más de las cantinas que, como buenas representantes de una raza de negocios, llenarían otras esquinas de San José: La Alcancía, Bar Villalobos, San Bosco, El Faro, La Vieja Lira, La Nueva Lira...
Giorgio adivina que el nombre del negocio viene inspirado por la ópera de Puccini. A La Bohemia se llega caminando 100 metros al sur de la parada de Cartago, o 200 al este y 100 al norte de la Clínica Bíblica.
El nieto del fundador recuerda los tiempos en los que su casa y la cantina eran la misma cosa, y cuando la cantina era de todo: pulpería, bazar, ferretería y expendio de artículos de zapatería.
Giorgio, que hoy tiene 55 años, recuerda que desde pequeño ayudaba a armar las listas del diario que dejaban encargadas los vecinos.
Aún hoy, el cantinero vive en los altos de su negocio, el cual empezó a regentar en los 80, luego de que por la barra se sucedieran su abuelo, su papá y su tío Giovanni. Ya para los últimos años de aquella dinastía se acabó el negocio mixto.
“Hay gente que sigue a los cantineros”, nos dice el dueño del negocio; y cuando le preguntamos a qué atribuye la permanencia del negocio, él simplemente alude a su propia “necedad” de mantenerlo abierto.
Giorgio cuenta que, en alguna época, La Bohemia se convirtió en “la cantina de los pensionados”, con una edad promedio de su clientela entre los 50 y los 60 años.
El rejuvenecimiento actual lo atribuye al arquitecto, investigador y divulgador de historia Andrés Fernández , quien ha promovido que nuevas generaciones conozcan estos negocios viejos.
Las noches de los jueves y viernes el bar se llena de música que algunos clientes se animan a tocar en el más inesperado de los momentos, en un ambiente en donde todos se llegan a conocer.
“Yo tengo cierto pesimismo de que las cantinas puedan sobrevivir”, retruca el cantinero, quien confiesa que rara vez se toma un vino o una Imperial Light.
Cosas que le gustan a Giorgio: la conversación, el bolero y el rock de los 70. Cosas que no le gustan: el escándalo y el olor a fritanga. Por esto último es que, en La Bohemia, usted solo comerá un platillo de arroz blanco con albóndigas en salsa que él mismo prepara en su casa (“receta italiana familiar”). Unos pocos días hay garbanzos, pero no más.
“Quien venga aquí, tiene que llegar comido”, admite Giorgio sin rudeza, fiel a otra de sus máximas: “El cliente se adapta al negocio”.