Chayito ha escuchado mucho las noticias y sabe que el coronavirus es una enfermedad “bastante molesta” y que “puede manifestarse como una grave neumonía que la puede dejar sin respirar”. Aún así, esta mujer de 49 años no se confina en su casa, aunque podría. Cada mañana se despierta dispuesta a servir ad honorem. Claro que hace lo suyo y juiciosamente aplica al pie de la letra aquel refrán de “a Dios rogando y con el mazo dando”.
Ella pone en manos de Dios su salud, se lava las manos y trata de mantener distanciamiento social, aunque a diario se rodee de casi 100 niños como Kiara, Grettel, Kristhel y Jonathan.
Rosario Jiménez Narváez, conocida cariñosamente como Chayito, es voluntaria en el comedor infantil Génesis, ubicado al sur de San José, en la entrada de Tejarcillos de Alajuelita, comunidad perteneciente al distrito de San Felipe. Según el Índice de Desarrollo Cantonal, del 2013, en Tejarcillos un 4% de la población vive en pobreza extrema y un 17% de hogares son catalogados como pobres. En años recientes, el barrio también ha sonado en las noticias por la delincuencia que puso en vilo a sus habitantes.
Este comedor, que en su segundo piso funciona como red de cuido (a la que asisten entre 80 y 95 niños), no ha cerrado en tiempos del nuevo coronavirus, pues ahí se atiende a niños de la comunidad y de barrios vulnerables aledaños, que asisten a almorzar.
El comedor funciona con subsidios del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS), Patronato Nacional de la Infancia (PANI) y de la Fundación Génesis, organización perteneciente a la iglesia Comunidad Génesis y que administra el lugar.
Germán Gómez, director general de Fundación Génesis, dice que el comedor se mantiene abierto aun con la pandemia porque si se cierra “muchos niños no tendrían opción de alimento”.
Lo usual es que de lunes a viernes asistan unos 180 infantes entre los 0 y 12 años. Actualmente están llegando 95 pequeños que se han adaptado a los protocolos implementados para evitar contagios de covid-19.
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La fila
En las afueras del edificio, cuando faltan 30 minutos para las 11 a. m. y el sol se vuelve más ardiente, van llegando niños de diferentes tamaños y expresiones. Ya automáticamente se forman, al lado de una malla plateada, manteniendo una distancia prudente. Algunos más grandes llevan de la mano a sus hermanos pequeños. Cuando les abren el portón para su ingreso, una de las trabajadoras del lugar les toma la temperatura con un termómetro inalámbrico. Si no tienen calentura pueden pasar a lavarse las manos.
Por la situación actual, los niños ingresan en pequeños grupos de hasta diez y los sientan a la mesa distanciados. Allí reciben su almuerzo y un vaso con fresco de alguna fruta.
Las pequeñas visitas llegan directo a su objetivo: almorzar. Lo hacen rápido, porque saben que al salir, le dan la oportunidad a otro niño para ingresar.
Cuando el primer grupo acaba, de uno a uno se acercan a la puerta de salida (que es también la de entrada). Armada con varias cajas, Chayito despide a los pequeños ofreciéndoles bollos de pan, algo de repostería y bananos. El comedor recibe donaciones de algunas empresas, y parte de esos alimentos se le entregan a los infantes para que hagan una merienda más tarde en sus casas. Antes del nuevo coronavirus a ellos se les daba tiempo de desayuno a primera hora. Sin embargo, la administración procura que ahora estén fuera de sus casas el menor tiempo posible.
El pan y el afecto
Para la tercera semana de mayo, cuando la cifra de contagiados del nuevo coronavirus SARS-CoV2- causante de la covid-19, llegaba a 882 y se reportaban 10 fallecimientos, Chayito seguía levantándose temprano, caminando más de un kilómetro y llegando a servir a los niños del comedor.
Ella es vecina de Los Pinos, un asentamiento en el que las personas en su mayoría viven en ranchitos de latas y madera. Dice que cada día abre los ojos con la satisfacción de saber que va a hacer algo bueno. Sale de su casa con alegría de servir, aun cuando padece diabetes y es hipertensa, lo que la convierte en población de riesgo en plena pandemia.
“Me gusta venir con un corazón dispuesto para los niños. No importa (la pandemia), pase lo que pase aquí voy a estar siempre.
“En este momento es cuando más nos deberíamos de unir, porque pasamos por esa pandemia. Ojalá pase pronto porque es duro para los niños. Hay niños que no tienen que comer, a veces no tienen ni qué desayunar y eso a uno le duele. Uno se acuerda de lo que pasó, que le hizo falta el desayuno y el platito de comida. Saber que uno viene aquí y tiene ese apoyo se siente bien”, dice Chayito.
Su disposición también se debe a que hace más de dos décadas, cuando más lo requirió, en el comedor le brindaron ayuda alimentaria y psicológica. Recuerda que desde que sus hijos estaban en su vientre (es mamá de cuatro jóvenes, con edades entre los 12 y los 20 años), en el lugar siempre la apoyaron.
“Encontré apoyo hasta psicológico porque fui una mujer agredida. Estoy agradecida con Dios y con ellos por el apoyo que me brindaron”, dice.
En la cara de esta mujer hay una sonrisa radiante. La gratitud la superó y no se detiene mucho a recordar los momentos de carencia y agresión que vivió. A los niños los trata con adjetivos afectuosos y les concede sus peticiones cuando están por irse para sus casas.
Acostumbrados, los pequeños llevan alguna bolsa en la que después de degustar su almuerzo, les colocan algo para que coman más tarde.
Grettel Isaacs Alvarado, una niña de ocho años, disfrutó de su almuerzo y al salir se dirigió a Chayito. Sus luminosos ojos estaban puestos sobre una oreja de hojaldre azucarada que tenía la mitad recubierta de chocolate. La señora se la entregó y además, le compartió repostería adicional.
Frente al lugar, bajo la sombra de un almendro aguardaba Karla Alvarado, mamá de Grettel y de tres chicos más. Al comedor también llevó a Iker Gael (5), su hijo menor.
Mientras la rizada niña disfrutaba del postre, la mamá habló de lo difícil que está la situación, principalmente cuando se es jefa de hogar y se tienen dos meses sin trabajo. Ella trabajaba como salonera en un bar, pero la suspendieron “hasta nuevo aviso”. Desde entonces todo se ha puesto más difícil.
A la mamá le daba temor sacar a los niños de la casa, pero conforme su situación se volvió más estrecha, decidió llevarlos al comedor de Tejarcillos de lunes a viernes “para ayudarse con el almuerzo de ellos”. Mientras espera a que Iker Gael salga de almorzar, mantiene toda la distancia que puede de otras cuatro señoras que igual aguardan la salida de sus hijos, y con tímida sonrisa saluda de lejos a las caras conocidas.
“Aquí por lo menos nos ayudan con la comidita. Uno sin trabajo y casi sin ingresos vive un proceso duro y estresante. Uno se acomoda a como va pudiendo. Me da miedo venir. De hecho antes los traía con tapabocas y guantes, pero les estorba, les da calor, se desesperan y se los quitan y se los ponen. Eso no me gusta, es peor. Mejor los ando bien lavaditos. Cuando llegan a la casa se lavan las manos”, dice Karla.
Grettel, con azúcar salpicada en las mejillas que se confunde con sus pecas, agrega tranquila: “Llegamos a la casa y nos bañamos”.
Madre e hija esperan que la situación mejore. Que el virus pase y todo vuelva a ser al menos parecido a lo que era antes. La mamá anhela un salario fijo y la niña, quien cursa tercer grado, volver a las salidas esporádicas en las que iban a comer pizza o hamburguesas, o incluso paseaban yendo al Parque Diversiones y hasta a Orotina.
El portón
Grettel y Kiara Solano Rojas se han topado en el comedor, sobre todo, en estos días. Solamente que por el coronavirus no hay chance para conversar, es momento de distanciamiento social, aunque se encuentren seguido.
Kiara tiene 12 años y una gran cicatriz con decenas de puntadas en su pierna derecha. El 6 de agosto del 2019 un perro la mordió y estuvo internada un mes en el hospital.
Cuando entra en confianza, esta nena de ojos redondos y expresivos, baja ligeramente la gasa blanca que le cubre una parte del muslo y muestra la herida que cada vez se vuelve más blanca y que requiere valoración médica cada cierto tiempo. Aun después de su difícil experiencia, esta niña acaricia con dulzura a un perrito que se le acercó mientras esperaba en el portón para entrar en el comedor.
Del coronavirus Kiara sabe que tiene que “mantener distancia y que hay que estornudar protegiéndose con el antebrazo”. En su casa las reglas de higiene son de oro. Carmen Rojas, la mamá, cuenta que su esposo es recolector de basura y que desde siempre él les ha enseñado protocolos de salud. Él llevó un gel a casa para que sus tres hijos se desinfecten las manos.
Al comedor solamente fue Kiara. Henry y Kerlyn, sus hermanos, prefirieron no asistir. La mamá dice que lleva a su niña a almorzar porque “a veces la comidita hace falta”.
“A veces no podemos (solventar algunos gastos) porque a mi esposo le pagan los 14 y 28 y pagamos casa. A veces no alcanza para acompañar el arroz y los frijoles”, dice la mamá de Kiara. Para ayudar con los gastos de la casa, esta sociable mujer, de 36 años, volverá a hacer rifas. Eso sí, se vio obligada a bajar el costo del número porque sus clientes le dijeron que por la situación a ₡300 no lo podían pagar. A ₡200, sí.
Para retomar la venta de los números, Carmen aprovechará los momentos en los que debe salir indispensablemente. Como cuando va a la escuela de sus hijos para que le den instrucciones de cómo crear un correo electrónico para que por allí le lleguen asignaciones (a inicios de abril el Ministerio de Educación Pública suspendió indefinidamente las clases presenciales ante la emergencia por la covid-19, mientras se ha implementado la educación a distancia), o bien, el próximo 26 de mayo cuando tiene que llevar a Kiara a cita médica para ver cómo va su cicatriz. Esta es la última vez que a su hija la atenderán en el Hospital de Niños, pues el otro año, por edad, pasará al San Juan de Dios, cuenta su mamá.
Mientras Kiara comía paciente su almuerzo, entre bocados sonreía a aquellos con quienes cruzaban miradas. Al salir y cuando ella y su madre están por irse a su casa, ubicada en la urbanización Juan Pablo Segundo, a más de un kilómetro del comedor, la mamá lleva en el hombro la bolsa de tela en la que Chayito le colocó a Kiara pan y bananos. La niña aprovecha para comerse una galleta que le regalaron cuando fue a la cocina a dejar el plato y el vaso que usó.
Cuando ve el pan, Carmen le dice a su hija que si alguien les pide ella les va a regalar, porque sabe que a veces “hay personas necesitando más que uno”.
El puente
En dirección opuesta a la que tomaron Kiara y su mamá Carmen para caminar hasta su casa, esperan Shirley Mendoza y Leslie Alemán, su bebé de año y siete meses. La mamá tiene a la niña acomodada en el pliegue del codo y sostenida en su cadera.
Shirley espera a sus otros tres hijos, quienes hacía poco habían ingresado a comer. José David (14), Jonathan Josué (11) y Kristhel Samantha Alemán (5). Leslie no pudo entrar porque en estos días de pandemia, es necesario que cada niño coma por sí solo. La pequeña de la familia espera con paciencia junto a su mamá. Los rayos del sol pegan ligeramente en sus hombros descubiertos, la mamá procura guarecerse en alguna sombra para cuidarla.
La madre y sus hijos mayores saben que salir de la casa es riesgoso y por eso tratan de tener cuidado. Ella acompaña a sus niños a comer porque “hay ciertas necesidades”. El padre de los chicos, José David Alemán trabaja en seguridad y aparte de los gastos básicos, la familia de seis tiene que invertir en leche para las niñas menores y en pañales para la más pequeña.
José David y Jonathan Josué salieron primero que su hermana Kristhel. Mientras ellos esperaban cerca de un puente de concreto por el que pasaban otros niños que ya se iban para la casa, los hermanos se entretenían jugando con un paraguas negro que llevaron por si llovía. El cielo se tornaba gris.
Kristhel salió con una galleta de chocolate y se la enseñaba a su mamá con emoción. Estaba feliz de encontrarse con su hermanita. Su mamá contó que por un mes se mantuvieron en casa, pero que al darse cuenta de que el comedor estaba abierto, se animaron a ir.
“Los traigo porque así tienen este tiempito de comida y les dan un pancito para que vayan a tomar a la casa. Gracias a Dios arroz y frijoles hay en la casa, pero venimos porque está abierto y porque la situación se está poniendo difícil. Yo los acompaño, tomando medidas. A la casa llegan a lavarse las manos y a cambiarse la ropa y no salimos más”, contó la vecina de Tejarcillos.
Los niños que no pueden temer al coronavirus
Por el puente del que se acaban de ir José, Jonathan, Kristhel y Leslie para dar espacio a nuevos comensales, bajaron como remolinos cuatro hermanos. Ellos llegaron sin compañía de sus padres, como muchos de los niños asistentes.
Son poco más de las 12 m. y por las coloridas mesas y bancas del comedor ya han pasado unos 70 chiquitos.
De los chicos recién llegados los tres más grandes tienen nombre que inicia con A; el más pequeño y hablantín, no, pero su semblante y corte de cabello sí son iguales a los de sus hermanos.
A (12), A (10), A (8) y J (5) viven en Tejarcillos con cuatro hermanos más, su mamá, su abuela y una tía, dicen.
“En mi casa somos como 30. De niños somos un montón”, cuenta el niño de 10 años, sin precisar si también viven con los hijos de su tía. Lo que sí dejan claro es que ellos son ocho hermanos en total.
Del coronavirus los más grandes saben que es una enfermedad “que se anda pegando”. En su noción tienen temor de enfermarse, pero ellos no ven alternativa en quedarse en casa.
“Nos da miedo salir. Pero venimos porque es para comer”, asegura el mayor del grupo mientras con una seña hecha con la mano trata de sosegar a su bromista hermano de 10 años.
En su casa la economía se ha complicado. Ellos no saben mucho la situación país, de las polémicas que ocurrieron recientemente en la Asamblea Legislativa o de la importancia de una pronta reactivación económica, de lo que sí tienen conocimiento es que su mamá trabajaba en seguridad y la despidieron.
Después de almorzar, un repentino y poderoso aguacero cayó. Los niños se quedaron escampando en el comedor. Mientras pasaba el tiempo, el mayor y el menor se acercaron por separado donde Chayito tenía la comida para llevar a la casa. A los dos les ofreció repostería, pero lo que buscaban era un banano.
Apenas disminuyera la lluvia los cuatro varones sabían que llegando a casa tenían que lavarse las manos y dependiendo de cómo estuviera su hogar podían ver tele o ayudar con el oficio. En otro momento los más grandes debían completar las tareas de la escuela que les están dando en folletos.
Si hay algo que ellos quieren es “que deje de existir el coronavirus”. Ansían salir de su casa tranquilos a jugar y, ojalá, que “haya plata” para que los lleven al Parque Diversiones o a la playa.
Su traviesa osadía los hizo marcharse a casa aun cuando una gruesa lluvia cae. Los hermanos del medio se fueron corriendo y brincando sobre la pequeña corriente de agua y tierra que atraviesa el puente de Tejarcillos; debajo hay una quebrada que con el potente aguacero se llenó y amenazó con rebalsarse. El hermano mayor cargó al más pequeño para que no se le mojaran los pies en el profundo charco. Tras pasar por el agua empozada rápidamente alcanzaron a los otros dos. La alegría de jugar bajo la lluvia los hizo subir rápidamente la empinada cuesta que los dirige a su hogar.
Cuando aun los cuatro hermanos saltarines corren bajo la lluvia, Cinthya Elizondo se refugia en un rincón del comedor. En estos tiempos evitan el ingreso de las mamás para que no se formen aglomeraciones, pero el agua caía con tanta fuerza que ella corrió buscando amparo. Diagonal a ella está su pequeña Yeilin Torres, de cinco años. Con timidez ella le ofrece a lo lejos cucharadas de su almuerzo a su mamá, detalles que la madre rechaza para asegurar que su niña quede satisfecha.
En otra mesa está Justin Bermúdez, el hijo mayor de Cinthya, que hace poco terminó de comer. Él mientras convive con otros niños que escampan la lluvia; tiene 10 años y la costumbre de asistir al comedor los cinco días que abre. En su mente infantil no tiene noción de los estragos que la covid-19 causa en el mundo. Para él su salida a almorzar es un momento especial porque aparte de estar fuera de casa, puede ir a probar una rica comida y a sorprenderse con la merienda que le dan para llevar.
El comedor está bastante vacío y por la potencia del agua es probable que ya no lleguen más niños. De igual manera, si alguno llegara cerca de las 12:50 p. m. se les abre el portón para que disfruten del menú del día: arroz, frijoles, ensalada mixta y medio canelón.
Cinthya continúa en su rincón. Aunque podría acercarse y conversar un poco con las funcionarias del comedor a quienes conoce, tal y como lo hizo otra mamá, ella prefiere mantener la distancia y sujetarse a lo que tanto ha repetido el Ministro de Salud, Daniel Salas, en las noticias que ve. Esta mujer tiene 44 años y una memoria de acontecimientos tristes, dice con tono de confidencia.
Hace un tiempo el papá de su hija decidió dejar este mundo y tras el trágico acontecimiento, ella quedó sola con sus dos hijos. Acude al comedor para asegurar que sus niños coman. Reconoce que hay días en los que pasa necesidades.
“La niña recibe una pensión del papá, pero es lo único. Yo a ellos los traigo todos los días porque a veces tengo y a veces no. Para cuidarlos del virus les lavo las manos y cuando llegamos les cambio la ropa y los zapatos. Alcohol no tengo, pero siempre se lavan las manos con agüita y jabón”, cuenta Cinthya, quien también agradece los diarios que el Ministerio de Educación Pública (MEP) le da a sus hijos, y a 850.000 estudiantes más, cada 22 días, tras el cierre de los comedores escolares.
La cocina
Hace más de dos meses y medio que se detectó el primer caso de coronavirus en Costa Rica. En estas últimas semanas se entró en una primera etapa en la que se han relajado algunas medidas de mitigación y en las que se permite que personas, dentro de sus burbujas sociales, puedan acudir al cine, al restaurante o algún parque nacional, eso sí, se pide que entre burbujas se mantenga al menos 1.8 metros de distancia para reducir la posibilidad de contagio.
En la cocina del comedor varias mujeres se encargan de cocinar y servirle a los niños. En su espacio de trabajo no pueden mantener el distanciamiento social: aunque ellas se consideran familia, todas son de burbujas sociales diferentes.
Antes de ingresar a sus trabajos, a todas se les toma la temperatura, se lavan las manos y tienen cuidados para cuidarse ellas y proteger a los niños.
Ericka Bustamante, la directora del comedor, afirma que en el lugar son como familia. Que muchas vieron crecer allí a sus niños “y se casaron con la obra”.
“Trabajar ha sido difícil porque hay que cuidarnos y no poder abrazarlos ni besarlos, aunque ellos se acercan a uno y hay que explicarles que no podemos abrazarnos. Es duro porque tengo que cuidar a mi abuelita que vive conmigo también”, dijo. Inmediatamente un pequeño la abrazó por la espalda y ella le correspondió con una caricia en la cabeza, tacto no recomendado pero sí lleno de calor. Cuenta que en los últimos días se ha disparado la agresión en los hogares de los infantes y que algunos de ellos o sus mamás han llegado golpeados. Afirma que como tienen convenio con el PANI, de inmediato reportan las situaciones.
De vuelta a la cocina, una de las trabajadoras que está comprometida con el comedor es Marlene Bermúdez. De sus 59 años ha dedicado 12 a cocinar para los niños. Dice que le gusta mucho trabajar, aun en estas circunstancias. Primero porque sabe que “los niños lo necesitan” y segundo porque en su empleo se siente como en casa, en ese lugar han aprendido a superar adversidades juntos y también, han visto a niños nacer, crecer, convertirse en adultos y hasta en mamás.
Luego de cocinar unos canelones, Marlene está calurosa pero contenta de ver que su cuchara alegró la barriga de los pequeños. Ella garantiza que se cuida mucho para “no llevar, ni traer” la enfermedad. Confía en que sus compañeras Juana, Martina y Ericka lo hacen de igual manera y eso le regala serenidad.
“Hemos tenido mucha confianza y al menos siento que ahora que está la pandemia estoy más saludable que nunca. Otras veces me he resfriado. Entre nosotras nos apoyamos. Somos familia. Hay mucho amor y compañerismo aquí. Lo hacemos por los niños”, dice.
Cuando el tiempo de comida terminó, la lluvia dejó de caer. Los pequeños comensales de Tejarcillos ya están en sus casas, donde todos saben que la recomendación es no salir. Aun así, el viaje diario al comedor infantil no es negociable.