En su despacho, vestido con la camisa manga larga que reza bomberos en cada hombro, el doctor Rodríguez atiende la llamada que ha estado esperando.
“Sí, por supuesto, por supuesto que yo les aviso”, dice. Cuando cuelga, el celular deja ver el interlocutor: BOMBEROS ISLA DEL COCO.
“Es que a ellos no les da el ancho de banda”, me explica el doctor, sentado en su despacho de la estación metropolitana sur de San José, una media hora antes del partido que definirá si la selección de fútbol de Costa Rica irá al mundial.
“Les llegará la noticia tarde, pero les llegará”, dice sonriendo. De paso, les envía un mensaje pidiendo que nos envíen una foto de los dos paramédicos ubicados allá con la bandera de Costa Rica, para tener una postal de aquellos lares.
“Es curioso porque justo ayer ingresaron a la isla”, cuenta el médico, “y cambian cada mes de rol. De casualidad les tocó ir a ver el partido allá, justo en esta fecha”.
Aunque no puede andar la camisa de la selección tica, el doctor Rodríguez ha preparado su oficina para la ocasión. Logró traer una antena para conectar a su pantalla y, aunque aparece la intermitencia constantemente, tiene asegurado el visionado del partido, sin importar las interrupciones.
“Igual más tarde paso al comedor”, dice, “porque para el almuerzo que preparamos vienen unos amigos paramédicos que van a dejar a un par de heridos de una balacera. Vienen para acá y vamos a ver el partido juntos”.
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A las afueras de su despacho, están dos altos mandos de la estación: Paul Núñez, quien está a cargo del departamento de mercadeo y Ricardo Mora, quien es jefe de batallón.
Ambos se ríen y se golpean los hombros en son de broma. Ante la particularidad de que los bomberos son uno de los cuerpos estatales que no pueden abandonar su labor, seguirán atentos a cualquier emergencia mientras los televisores estén encendidos.
“No se me olvida cuando pasó algo así un Día de la Madre”, recuerda el jefe Mora. “Habíamos traído a las mamás a una actividad a la estación y nos llamaron de una emergencia”.
El recuerdo no se olvida: cinco casas en fuego que dejaron en cenizas sus planes de celebración.
“Todos salimos corriendo y no pudimos volver a la actividad. Todas las mamás se quedaron solas acá”, dice Mora. Inmediatamente, Núñez le responde: “pero bueno, con esta clase de hijos pues mejor así”, y deja soltar una risotada.
Ambos se despiden y abren paso a la tropa de más de veinte bomberos que se disponen al comedor institucional, un salón gigante con ventanas que desnudan el centro de San José, donde, en medio de los árboles y caminos, las camisas rojas de la selección hacen notar que es un día distinto.
En uno de estos ventanales, dos fornidos bomberos instalan una parrillada. Desde hace una semana, hicieron una “banca” propia para comprar los alimentos y asegurarse un almuerzo de choripán para todos.
Con el carbón encendido, solo queda esperar.
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Hora del juego
Lo que era un comedor azul y gris se ha convertido en un salón típico costarricense. Manteles con forma de carretas rojas, refrescos gaseosos, olor a carne asada y el televisor estallado a todo volumen dan el ambiente idóneo para una jornada deportiva. De fondo, se escucha el narrador de la tevé contando las alineaciones de cada equipo.
Hay un barullo indescriptible: gritos, risas, chistes internos entre los bomberos... Una mezcla de sonidos que, antes que ruido, se perciben como si este fuese un día único para el trajín diario de la estación. Pero todo se detiene, por sorpresa, cuando el himno nacional suena en la tevé.
Aunque todos estaban sentados, en automático las sillas son separadas, sin excepción se levantan los presentes y cantan el himno tico fuerte, con los mismos gestos que en pantalla grande hacen jugadores como Yeltsin Tejeda u Oscar Duarte.
Los bomberos se sientan, pero no durarán demasiado así: el partido comienza y, a los sesenta segundos, se crea una jugada en ofensiva. Entre trabonazos, el delantero Anthony Contreras se abra espacio hacia la lateral para que lance un centro que, en un principio no parecía tener el hechizo de gol, pero que Joel Campbell logra impactar. Saca por arte de magia su botín en medio de dos defensores que lo intentan hacer un sándwich y suave, demasiado suave, toca el balón dirigido al puro ángulo inferior de la cancha rival. Es el minuto tres de partido. Hay gol. Hay palmas chocando. Hay gritos que parecen rebotar en las paredes porque los chiflidos son insostenibles para un oído indefenso.
El gol más esperado por cuatro años, el gol que da billete directo al mundial, aparece y se recibe como se esperaría: con una celebración de pie que se extiende por varios minutos. La sensación en la estación de bomberos es tal que no basta ver la repetición diez veces; el partido continúa pero muchos se quedan en pie como si sentarse significaría dejar de vivir el festejo.
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Y, superados esos minutos de pie, cuando finalmente uno de los bomberos más escandalosos decide respirar, suena el altavoz. Una emergencia aparece, no la más grande, pero emergencia al fin.
“Es un rescate a un perro”, dice rápidamente el muchacho. Sin fruncir el ceño, se levanta, se toma un largo trago de gaseosa, sale despavorido al despacho de camiones y, en menos de tres minutos, el vehículo de rescate sale con las luces encendidas.
El muchacho se perderá el primer tiempo, pero regresará para vivir los suspiros que generó el tapadón de Keylor Navas al minuto 60, la expulsión de un rival al 68, los arrebatos finales, en la agonía del partido, cuando todos pedían “pito, pito” para que el partido finalmente acabara y la selección tuviese el boleto para el Mundial de Fútbol.
Así fue. Vivió el segundo tiempo con sus colegas, gritando, abrazando como si la Fuente de la Hispanidad se hubiese transportado a este salón ahumado por el choripán. Con el pitazo final, buena parte de la tropa de bomberos se dirige al despacho de camiones y, desde allí, atestiguan a un vehículo salir.
El conductor pita rítmicamente, celebrando la victoria. Los transeúntes levantan la mano para unirse al festejo y, al salir de la estación, las bocinas del camión se disipan en esta luminosa tarde josefina, una tarde de victoria... Una tarde que ninguno quiere olvidar.