Comienza el día menos esperado, con un escozor en las manos o una pregunta sin respuesta. El hecho es que se atraviesa y estorba. Incomoda. Cuesta mucho ponerle nombre a ese desconcierto: de repente ya no querés hacer lo que haces. Es muy confuso, sobre todo cuando tu trabajo es bueno, estable y hasta satisfactorio.
En mi caso, la certeza fue como un balde de agua fría: me gusta mucho mi trabajo, pero no amo lo que hago... Durante meses, el miedo a “cambiar a mi mamá por un chancho” me detuvo en el intento. Era mejor viejo conocido. Era mejor que alguien más se preocupara. Pero llegó un momento en el que no logré darle más largas y decidí, ante el asombro de mucha gente querida y cercana, dejar mi trabajo maravilloso, lleno de experiencias enriquecedoras, viajes y proyectos, y comprar un horno de panadería.
Una no entiende este sentimiento hasta que finalmente lo experimenta: una plenitud exquisita, sazonada con el picante de la incertidumbre, adobada en la alegría del vértigo. El primer paso es difícil, pero una vez que lo das, esa pregunta, la que te seguía con insistencia incomodando todos los ámbitos de tu vida, finalmente toma forma: ¿cómo pude vivir tantos años privándome de hacer lo que me apasiona?
Claro que luego vienen las certezas, el choque contra la vida cotidiana, las ganas inevitables de volver atrás cuando te topás con la burocracia, con la cantidad exagerada de días que se demora un trámite, con la corrupción que se ha instalado como un cáncer en el sistema y con un estado que, en vez de premiar tu atrevimiento, lo castiga de las maneras más absurdas y perversas. Emprender en Costa Rica puede convertir tu más grande sueño en tu peor pesadilla. A veces desanima hasta el punto del arrepentimiento.
Hace exactamente un año inicié un proyecto propio en el que tengo metidas las manos, el corazón, la cabeza. En el día a día es increíblemente difícil lidiar con todas las implicaciones de esta decisión, porque nadie nace aprendido. Mis seis años de carrera no me prepararon para ser empresaria ni para entender que una empresa no se sostiene sobre el amor que le tengamos. El amor es lo que te levanta por las mañanas en los días difíciles, pero lo otro, los números, el mercadeo, la tramitología, se aprende a las patadas, a punta de obstinación y con mucha paciencia para con una misma y para con ese sistema que te aprieta el cuello cada vez que puede.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que este año ha valido la pena. He llorado muchas madrugadas pensando en cuánto me falta para ajustar los salarios de mis colaboradoras. El fin de mes a veces me da fobia. No tengo tiempo para salir a correr por las mañanas y creo que no sé en dónde está mi pasaporte.
Pero le deseo a cada costarricense, vivo o por nacer, la posibilidad de sentir esta pulsión que el sistema educativo, en complicidad con el Estado, se ha ocupado de negarnos. Les deseo el derecho a soñar y a convertir sus sueños en pesadilla de vez en cuando, porque creo que la manera más sencilla de entendernos como ciudadanía activa y como parte de un proyecto país es fomentando ese escozor en las manos y esa curiosidad que conduce al emprendimiento.