Era un día de plena campaña de vacunación contra la covid-19 y la afluencia en el vacunatorio que tenía asignado en Puerto Viejo de Sarapiquí, era poca. Fanier Sandoval Santamaría estaba inquieto ante tanta oferta de producto para tan poca demanda. Este vacunador exploró el vecindario, tampoco había personas. En eso, se enteró de que don Miguel, un vecino muy querido, había fallecido.
Sandoval, quien es asistente técnico de atención primaria en salud (ATAPS), tomó entonces la nevera con vacunas y caminó a la ceremonia. Ya había terminado. Se dirigió hacia el cementerio. Esperó a que finalizara el entierro y le dijo a la población: “Vean, ya Miguelito está donde el Señor lo tenga y él está bien, ahora nosotros nos tenemos que proteger. Háganme una fila y nos vacunamos todos”.
“Ahí se hizo una fila y montamos una mesa para ir vacunando. Por Miguelito ya no podíamos hacer nada, pero por todos los demás sí. La gente fue muy colaboradora y hasta me ayudaban a acomodar la fila o llamar gente”, aseguró.
Días después, Fanier paró un bus a medio camino. La unidad estaba llena de adultos mayores que habían viajado a retirar el dinero de su pensión. Quién sabe cuando iban a volver por esa zona, pues deben tomar un bote para salir de sus casas y luego recorrer cerca de dos kilómetros donde pasa el bus, uno que solo llega dos veces por semana.
“Todos querían vacunarse. Advertí que iba a durar como una hora, porque el bus estaba lleno, y todos estuvieron de acuerdo en esperar. El chofer me ayudó a apuntar la gente para que fuera quedando en el expendiente”, relató.
“Tenemos que aprovechar cualquier oportunidad”, resumió.
Durante más de un año, este padre de tres hijos y abuelo de tres, ha estado vacunando en cualquier condición donde se presente un “candidato”: a los pies de un caballo, a orillas de un río, en casas, en la esquina de los barrios.
Eso sí, antes de pasar por todas estas peripecias, Fanier exigió la vacuna para sí mismo. “Yo le dije claramente a los jefes: ¡primero me vacunan a mí, sino, no vacuno ni a mi madre!”, recordó entre risas.
Fue de los primeros funcionarios de la clínica de Puerto Viejo que se inoculó, en enero del 2021. Media hora después de su primera dosis tomó su nevera y se fue a Tambor de Sarapiquí, un poblado entre el río San Juan y la trocha fronteriza. Debía inmunizar a los adultos más mayores.
Las características de la vacuna de Pfizer lo han llevado a ser creativo. Esta es la vacuna más aplicada en suelo nacional, pero tiene particularidades que dificultan su manejo. Todas las dosis contenidas en cada vial (frasco) deben utilizarse seis horas después de abrir el frasco. Al abrir un vial debe pensarse en seis adultos o adolescentes o en diez niños (los viales pediátricos contienen diez dosis).
“Me ha tocado abrir viales a las 4:30 p. m. para dos personas. ¿Quién soy para negar esas dosis? Nada más me persigno y digo, ¡Padre Santo, que aparezcan otras cuatro personas! Siempre aparecen, aunque sea a las 6 o 7 p. m.”, aseveró.
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Un habitante más en cada pueblo
Sandoval nació en Guápiles, en Limón, y tiene 26 años de ser ATAPS. Los últimos 20 ha estado en Puerto Viejo de Sarapiquí, donde sus funciones pueden llevarlo a sitios que bordean la frontera con Nicaragua. No es sencillo, por la distancia y lo disperso de su población, y si tomamos la casa de cada extremo de su territorio asignado, hay 82 kilómetros.
Tantos años en un lugar lo hacen conocer muy bien a la población, es un habitante más de cada pueblo que visita: “Yo los conozco a todos, sé cómo son, se dónde hay casas, dónde no hay casas, cuántos chiquitos hay en cada casa, quién se casó con quién, quién ‘se descasó’”, dijo entre risas.
Sandoval, de 57 años, reconoció que la pandemia ha sido la oportunidad de conocerlos más a fondo. El que las personas tengan miedos, dudas y rechazos que no han tenido con vacunas previas lo ha hecho acercarse más y saber las condiciones que las rodean. Tal vez no hubieran salido a la luz de no ser por la pandemia.
Ejemplos hay muchos. A inicios de año se encontró con un hombre que iba a caballo. El frenó y le preguntó si tenía dosis disponibles, pues ya se le había pasado, por unos días, la fecha de la segunda dosis. Fue vacunado al pie del caballo. Al despedirse, le dijo que la esposa le tenía miedo a inocularse de nuevo.
Fanier fue a la casa de la pareja. Al oír su voz, ella se escondió detrás del desayunador. No quería salir. Eso lo llevó a dejar la nevera por unos minutos, sentarse con ella y ver cuáles eran sus temores. Minutos después, las dudas se habían disipado y ya había completado su esquema.
“Cuando todo esto pase van a quedar relaciones más cercanas, va a ser muy bonito, nos vamos a acordar de que fuimos más valientes de compartir nuestros miedos”, subrayó.
Esa cercanía y diálogo lo ha hecho convencer a más de uno. A finales de enero él llegó a un puesto de vacunación en un supermercado. Al verlo, una mujer gritó que no se vacunaría ni aunque la policía la obligara.
“Me senté a hablar con ella y cuando volvió a ver yo ya la estaba vacunando. ¡La convencí! Y el marido al verla a ella se animó”, afirmó.
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Dificultades de acceso que cambian con el tiempo
El día que conocí a Sandoval fue un martes, el 15 de febrero, para ser exacta. A las 7:30 a. m. Él se disponía a ir a dos sitios aledaños con la frontera con Nicaragua. Su misión era llevar dosis de refuerzo contra la covid-19 y a apoyar a su compañera Mariana Row a colocar las primeras dosis pediátricas que llegaron hasta allá.
Cada uno tomó una motocicleta, cargó en sus hombros las neveras con vacunas y salió en pleno aguacero a andar más de 45 minutos en caminos de lastre. En determinado punto un hato de ganado les impidió el paso. Ambos arriaron las vacas y las llevaron a un lugar seguro para continuar con las labores.
“Y esto no es nada, ¡viera en otras épocas del año cuando llueve durante varios días seguidos!”, nos dijo a mis compañeros y a mí.
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Estos caminos, sin embargo, han ido mejorando con el tiempo. Cuando este padre y abuelo llegó a Sarapiquí, no existía el lastre y debían recorrer trayectos más distantes en lancha por los ríos Sarapiquí y San Juan para así llegar con las vacunas y medicamentos.
“Vine aquí porque el compañero anterior ya estaba harto y muy cansado de todo lo que debía recorrer”, rememoró.
Los caminos de tierra fueron mejorando, pero la navegación por el San Juan se complicó cuando estalló el conflicto diplomático por la Isla Calero, en el 2010. En ese entonces la libre navegación por el río nicaragüense se complicó, pues comenzaron a cobrarles $100 por utilizarlo para desplazarse en su trabajo.
“¿Y de dónde saca uno esa plata. Teníamos que buscar a como pudiéramos los caminos por tierra y, por dicha, poco a poco fueron mejorando”, manifestó.
Esto también complicó la llegada de los médicos a dar consultas, pues los galenos tuvieron que espaciarlas más y dar consultas telefónicas a los pacientes más crónicos, a quienes les enviaban el medicamento con Sandoval u otro de sus compañeros.
Cambios con la pandemia
Con la llegada de la covid-19 las visitas de Sandoval a cada pueblo se mantuvieron, pero el trabajo se volvió más intenso.
“Antes de la pandemia yo ya venía aquí cada 15 días”, dijo mientras conversábamos en el consultorio médico de Los Ángeles de Cureña, un pueblo que tiene a su lado el paso del río Sarapiquí y se encuentra cerca de su desembocadura en el río San Juan.
“Imagínese lo que es para la gente ir a la clínica por un medicamento. Es apartar todo un día para pagar un pase de bus que pocos pueden pagar. ¿Y a un enfermo crónico le van a hacer eso? Entonces yo venía a dejarles el medicamento a la casa ¡Parecía San Nicolás en la moto de los paquetones de medicamentos!”, añadió.
Ya luego las visitas médicas comenzaron a normalizarse y él pudo abocarse a otro tipo de labores de atención primaria.
Los cambios con los esquemas de vacunación han puesto su organización a prueba. No es lo mismo vacunar con Pfizer que con AstraZeneca. No es lo mismo vacunar a una distancia de tres semanas entre dosis que a una de 12 semanas u 8 semanas, como se dio durante mucho tiempo.
Con el paso de los meses sus horarios se ajustaron una y otra vez para que las personas tuvieran la vacuna el día más cercano posible al que les correspondiera. Aquel martes de febrero había más adultos a la espera de una tercera dosis, pues se juntaron quienes inicialmente esperaban seis meses después de la segunda, con los que fueron candidatos ahora luego de cuatro meses.
Con la marca de la vacuna las complejidades eran distintas. AstraZeneca, que se aplicó en Costa Rica entre abril de 2021 y enero de 2022, tiene la ventaja de que el frasco puede permanecer en condiciones de refrigeración durante 48 horas después de abierto, siempre y cuando no haya estado más de seis horas a temperatura ambiente. Por ello, dosis sobrantes pueden dejarse para el día siguiente. Pero también tenía una desventaja: los miedos sobre posibles efectos secundarios alejaban a las personas.
“Yo quise recibir AstraZeneca como refuerzo para decirle a la gente que yo tenía esa vacuna y que podía dar fe de cómo me funcionaban o los efectos secundarios que tuve. Yo quería que las personas estuvieran hablando con alguien que tenía esa vacuna”, afirmó Fanier.
Las carreras con vacunación pediátrica
Aquel 15 de febrero que lo conocí, por primera vez Sandoval y su compañera llevarían a aquellos pueblos la vacuna para niños. Esto aumentaba los problemas logísticos. Para evitar confusiones, uno debía encargarse de inocular a adultos y adolescentes y el otro a los chicos. Él se encargó del primer grupo y ella del segundo.
Pero esto también complicaba las dosis sobrantes. A las 2 p. m. el horario de la vacunación había terminado. No llegaba nadie más y había viales abiertos, tanto de niños como de adultos.
El equipo decidió ir más al norte, a Tambor, justo al lado del río San Juan, sitio en que se ve pasar una trocha fronteriza en la que solo cierto tipo de vehículos puede transitar.
Esta vez no fue un consultorio el que los recibió. No había. El corredor de una casa fue el lugar escogido. El hijo menor de la familia salió a avisar a los vecinos y se acabó la angustia por los viales.
Los vacunadores completaron el frasco abierto e incluso terminaron uno más, pero abandonaron la casa con dos dosis pediátricas pendientes.
“En el camino los encontramos, van a ver”, dijo con cofianza.
Ese camino los llevó a una soda en la que pidieron un café, pero ahí también encontraron a un niño de nueve años con su vacuna pendiente. Una de las encargadas del negocio mencionó que Randy, su sobrino de ocho años, estaba sin inocular. Al terminar el café, Sandoval dijo “ya le llegamos a Randy, ya sé dónde es la casa”.
La última dosis ya tenía dueño. Seguimos al equipo hasta la casa de Randy. El proceso tomó menos de 10 minutos. Eran cerca de las 5 p. m. y todavía quedaba trecho de regreso, pero la misión había sido cumplida.
Les pregunté si habían almorzado.
“Tomé un poco de café que me regalaron en una casa con unos bizcochos de la pulpería. Así es esto, uno sabe que desayuna porque come antes de salir, pero a veces uno vuelve a comer hasta que llega a la casa, ya tarde, pero uno hace esto porque entiende la importancia y porque le gusta mucho el trabajo”, concluyó.
Nos despedimos cerca de las 5:30 p. m., de regreso en la clínica de Puerto Viejo. Nosotros seguiríamos nuestro viaje, pero él ya llevaba en mente la ruta que emprendería el miércoles para llegar a algún punto cercano con el río San Juan.