Hay una nueva perdición que se trafica en Costa Rica. Es una perdición pequeña, un vicio venial, pero tomó las calles con la violencia de los toros de Pamplona.
Parece una tarde cualquiera en San José. Ahí siguen los vendedores ambulantes de bolsos, los policletos , los chanceros que se quejan de que ya no se vende, el ciudadano Mario Mortadela, la última copia pirateada de Río 2 , el leve perfume de orines calentados por el sol, los muchachos que ofrecen volantes para aprender a hablar mejor inglés o para comer pollo rico. Esto es San José, pues.
El coleccionista del nuevo álbum oficial del Mundial de Fútbol ve algo más: en medio de aquel ruido, él conoce los pases semisecretos que se transan en la calle.
Él repara en los nuevos traficantes, o en los viejos comerciantes que trafican nueva mercancía.
Los vendedores no tienen que pregonar su producto porque los clientes llegan solos, como en el mejor de los vicios, y no pueden mantener una conversación de corrido por cinco minutos porque tres clientes llegan a preguntar por la 2, por la 7 y por la 11. “Cuestan ¢2.000 cada una”, les dicen, y los clientes –digamos que una colegial, un empleado de banco y la mamá de un coleccionista– se alejan midiendo si vale la pena pagar el equivalente a un almuerzo por dos estampitas cuyo valor unitario original es igual al de dos Frutinis.
Esta colección, mejor conocida como “el álbum de Panini” (por la marca italiana que lo comercializa), rompe el orden de las cosas. En el mundo de sus coleccionistas vale más un Keylor Navas que un Cristiano Ronaldo; y la imagen de un desconocido arquero surcoreano se cotiza más altamente que la de Messi.
La obsesión por las postalitas sorprendió a cada eslabón en la cadena alimentaria comercial: desde el gerente de Ventas de la empresa que distribuye el álbum en Costa Rica hasta a Virginia Vargas, una vendedora que tiene un puesto en las cercanías del “banco negro”.
Ella nos habla detrás de un maquillaje de inspiraciones felinas, como una acólita de la Tigresa de Oriente.
Aquellos ojos como llamaradas acentúan lo que me dice con un entusiasmo satánico: que este ha sido el mejor de todos los álbumes, que es un vicio que está por encima de la ley. “Ayer vinieron unos policías que llegaron como locos”, cuenta Virginia, y luego los imita: “Estamos encantados, nos sentimos como chiquillos: ¡es que somos adictos!”.
La locura
Rónald Murillo y Rónald Ignacio Murillo son coleccionistas, además de padre e hijo. Esto último no les hizo falta aclararlo porque ambos parecen una postal repetida de un mismo jugador, eso sí, una en su versión de Sub 17 y la otra de veterano.
El padre es pensionado, y ha sacado la tarde para recorrer San José con su hijo y conseguir las últimas postales que el muchacho no ha podido encontrar en el colegio. Cuando llegaron a la capital, les faltaban 76. Ahora, su lista se ha reducido a cuatro, y la billetera del padre en ¢14.000. Él prefiere no decirme cuánto ha gastado en las tres semanas que llevan haciendo el álbum.
El “tramero” Carlos Guerrero nos ahonda en el tema del momento: “La gente anda como loca”. Él ha vendido álbumes del Mundial desde México 1986, cuando ni siquiera tenía un puesto fijo de venta en San José. Dice que lo visto este año es inédito, que él no llamaría al fenómeno un furor, “es una adicción”, me dice.
Marco González, de 22 años, empezó hace un mes a coleccionar y cuenta que la fiebre del álbum ha llegado a las redes sociales: “Vos subís tus listas a Facebook, y en eso resulta que un amigo de un amigo tiene otras que yo no tengo, y entonces quedamos de reunirnos en Walmart de San Sebastián, y uno se va a topar con un desconocido, arriesgándose a que le vaya a salir cualquier tipo de persona”.
Marco llegó al puesto de Carlos Guerrero para preguntar por algunas de las 60 postales que todavía le faltan. Él describe su evolución: “Ya teniendo el álbum, uno ve que todo el mundo también lo consigue, y todos te cambian, y entonces uno empieza a gastar ¢5.000, y ¢20.000, y ¢35.000…, y cuando te das cuenta ya has gastado ¢70.000”.
–¿Y vos a qué te dedicás?– le pregunto a Marco.
–Soy electromecánico.
–¿Y en dónde trabajás?
–Estoy sin brete , pero bueno, aquí andamos.
El bum sorpresivo
Un coleccionista absolutamente suertudo, que nunca deba comprar una postal suelta con los especuladores, deberá invertir ¢45.530 en llenar el álbum de Panini (en total son 639 postales y, en los locales autorizados, el sobre con cinco se vende en ¢350; el álbum, en ¢800). Sin embargo, si usted apuesta tanto por su suerte, mejor compre lotería. La mayoría de coleccionistas consultados para esta nota habían gastado al menos unos ¢60.000.
Ahora bien, un tipo demasiado perezoso puede pasar por el puesto que atiende Steven Vargas y encargar un álbum lleno. Él se compromete a tenérselo para el día siguiente, listo para que el cliente solo pegue las postales una a una. Eso le costará un total de ¢100.000. Tal alternativa le resultará una aberración a muchos, pero ya tendremos tiempo de darles la palabra.
Para el momento en que conversé con vendedores y coleccionistas, era bien sabido que había una “seca” en la calle: los álbumes escaseaban y también las postales, para alegría de los especuladores. Las bodegas de Dipo, la empresa que distribuye el álbum en Costa Rica, se quedaron vacías.
“Nosotros fuimos los primeros asombrados a la hora de ver que un inventario que tenía que durar para dos meses lo vendimos en dos semanas”, dice Cristian Oreamuno, el gerente de Ventas de la empresa.
La sorpresa es aun mayor cuando uno se entera de que la distribuidora había hecho un pedido de un 30% más de mercadería en comparación con el Mundial de Sudáfrica. Ahora calculan que tendrán que pedir un 60% adicional para responder a la demanda. Se espera que el abastecimiento llegue a los puntos de venta mañana, lunes.
El gerente explica este furor por la clasificación de la Selección Nacional en el Mundial, pero también por lo simbólico de que el torneo se vaya a jugar en Brasil.
Steven, enfundado en una camisa de Ozzy Osbourne, se quita los audífonos cuando llega un cliente a su tramo en San José, o cuando un reportero le hace una pregunta.
“La gente tiene plata para malgastar”, me dice. “Como comprador, a mí esto no me llama la atención, pero para vender le llama la atención a cualquiera”.
¿Para niños?
“Fue el profe de Mate el que empezó el mercado negro aquí”, me dice bromeando el profesor de Estudios Sociales. Él, Juan Carlos Chaves, empezó el álbum el día anterior a que conversáramos. “De una vez compré una caja y, a como va el asunto, yo creo que hoy me van a terminar faltando como 20”.
Tanto él como Andrés Murillo (el profe de Mate) y el administrativo Ricardo Bermúdez son los coleccionistas del cuerpo docente del colegio Gregorio José Ramírez, en Montecillos de Alajuela, y para provecho de sus álbumes, se valen de la cercanía con ese inmenso mercado de intercambio que es un centro educativo de casi 1.200 estudiantes.
Uno de ellos es Jeysser Díaz, de 16 años, quien apenas está empezando el álbum, pero que cuenta que, en su casa, también lo están haciendo su papá y sus dos hermanas (contaron bien: cuatro álbumes en un mismo hogar). Otra es Luciana Rojas, quien es la chica indicada si algún compañero necesita alguna ficha difícil. Ella se autonombró “la traficante de postales”.
Que la fiebre del álbum haya atacado por igual a profesores y a alumnos nos habla de una pasión generacionalmente democrática.
La emoción del intercambio es la mitad de la diversión al coleccionar un álbum, y despierta la misma pasión en un niño de escuela que en un ingeniero de sistemas de 47 años, como Luis Richmond, quien el sábado trasanterior llegó al encuentro semanal de intercambio de postales de Panini en el quiosco del parque Morazán.
Él es uno de quienes consideraría una aberración comprar un álbum lleno: “Lo emocionante es este momento del intercambio; yo podría sacar el dinero y tenerlo casi lleno muy rápidamente, pero se pierde la emoción de ir sacando las postales, de ordenarlas, de publicar en Facebook... La gente dice que esto es para carajillos, y nada que ver: esto es una pasión”.
Junto a él, una treintena de personas se han reunido para beneficio mutuo. Aquí están los muchachos de un colegio de Dos Cercas de Desamparados, el niño escolar que llegó con sus papás y también la señora de Turrialba que viajó desde allá para conseguirle postales a su hijo treintañero, quien no pudo llegar porque debía trabajar.
Aunque todos dicen que esto es una pasión, el intercambio luce como una jornada más bien aburrida: se ve mucha gente concentrada revisando las listas en los celulares, en la aplicación oficial creada por Panini o en papeles mugrientos.
Si la colección de postales fuera un juego de azar, este no traería la euforia explosiva de los dados o la ruleta; más bien sería un drama psicológico más parecido a un juego de póquer.
Ya lo dijimos: la obsesión por el álbum explotó con violencia, pero solamente los iniciados entienden la emoción del llenado a cuentagotas y, claro, el gran orgasmo de la postalita final.
Un álbum lleno sirve de biblia de consulta durante los partidos del Mundial, y de tesoro para los años venideros. El profe de Estudios Sociales, por ejemplo, cuenta que a él le ofrecieron ¢200.000 por el del 2002. Y él no vendió.
Luis Richmond, quien ya ha completado cuatro álbumes de mundiales, confirma que hay una emoción gigante y privada a la hora de pegar la postal restante, la última. ¿Y después? “Queda la nostalgia”.