Hay comida que da ganas de hablar. No se trata de que el vino suelte la lengua —sí lo hace—, tampoco de que haya tiempo de charlar porque no es la fugaz ensalada en el cubículo —sí ayuda—. Es porque, de algún modo, uno quisiera conversar sobre los platillos un rato, dejar que, a partir de espárragos recién asados y un asado cocinado por más de un día, las memorias, los chistes y los deseos salgan a la luz.
Melissa Lozada habla mucho y hace mucho. Pero lo dice con elocuencia y lo que hace es con propósito: que cada detalle de Feroz, el restaurante que cofundó con su hermano Camilo, responda a su meticulosa visión de lo que debe ser un restaurante. En nuestra primera visita, una noche de densa neblina escazuceña ocultaba las mesas del restaurante, que emergían como una aparición, entre flores y fogatas.

Comimos carne. Mucha carne (el asado de tira, cocinado a 33 horas a baja temperatura, acompañado de puré de coliflor). Pero todo empezó con una entrada predilecta de los comensales de Feroz: las costillas de maíz, mazorcas dulces espolvoreadas con vegetales, chiles y alioli de culantro. Es divertida. O sea, uno quiere comentarla tras unos bocados.
En Feroz, muchísimos productos vienen de la huerta. Caminamos entre gallinas un día más soleado, inclinándonos para oler el estragón, la albahaca y las múltiples hierbas que luego pasan por manos de André Jiménez, el chef. Melissa ha diseñado el menú pensando en esa frescura y en que sean comidas familiares, para compartir. Uno se imagina a una familia curioseando cada uno el plato del otro.
Feroz se derrama en tres terrazas desde una pequeña colina en San Antonio de Escazú. Los senderos marcados con orquídeas; al fondo los cobertizos y la huerta; en todas partes, un personaje creado por el Sr. Lozada, el Sr. Feroz, que nos dice “que nunca ando solo, siempre llevo a mi manada”. No hay paredes: nos asomamos al terreno ondulante verde, verde. Al fondo, una finca.
En torno a ese extenso terreno serpentea una acera amplia, limpia y cobijada por vegetación fresca y cuidada. Es obra de Werner Ossenbach, dueño de la extensa propiedad, quien la ideó porque “merecemos aceras bonitas”. Así de simple, así de complejo. Un entorno atractivo donde la gente pueda caminar con calma, incluso esperar el bus en un sitio adecuado. Caminamos por la acera, esquivamos a una chiquilla en scooter. La distancia de la ciudad se ensancha.
Volvemos a Feroz, con más hambre. De raíces colombianas y costarricense, como las arepas de maíz amarillo, el menú se concentra en las carnes (aunque la trucha del Cerro de la Muerte nadó hasta aquí, y de qué manera). Hongos asados, croquetas de papa y trucha, y los varios cortes de carne, con guarniciones como puré de ayote y yuca majada, evocan una cabaña.
Pero no hay paredes. Dan ganas de seguir hablando. Melissa, sommelier, ofrece el vino adecuado para seguir charlando. Por dicha queda pan con hierbas y mantequilla en la canastita. Para compartir.