“La ciudad está vestida de luto. Los cadáveres son colocados en la morgue del hospital de San Carlos. Frente a ellos desfilan, compungidos, con oraciones prendidas a los labios, deudos y amigos. Los funerales reúnen a todo el pueblo. Oficia el responso el cura párroco de Ciudad Quesada, padre Eladio Sancho. El viaje al cementerio resulta imponente, no solo por la cantidad de público, sino por la pesadumbre que cobra expresión en los rostros, en las lágrimas”.
Nueve ataúdes son cargados en hombros frente a la mirada del entonces periodista de La Nación , Carlos Morales, aquel 2 de agosto de 1968.
A las entrañas de la tierra vuelven así los hombres que, enfundados en una coraza de valentía, subieron a las faldas ardientes del volcán Arenal para buscar cadáveres y sobrevivientes de la erupción que sorprendió al país al amanecer del 29 de julio. Mañana se cumplirán 45 años.
El coloso del Arenal proyecta, imponente, una sombría nube de cenizas sobre las lápidas del vicealcalde Anael Carrillo Castro; Luis Quine Arce Arroyo y su hijo, Guillermo Arce Sánchez; Henry Arroyo Ramírez; Guillermo Reynolds Valerio, Luis Ángel Zumbado, Aurelio Rodríguez Castro, Honorio Murillo Alfaro y de Francisco Madrigal Pérez, un nicaragüense que se unió de último momento al grupo de voluntarios.
Los cuerpos son escoltados con el honor que se rinde a los caídos en servicio, mientras la despedida y el llanto se alargan al lento compás de las marchas fúnebres entonadas por la banda municipal.
Al mismo tiempo, en Heredia, recibe sepultura Abraham Matamoros Alvarado, el décimo de los valientes calcinados por la furia del coloso que hoy descansa silente.
Trampas del destino
En las faldas del volcán se cocía un tétrico infierno que amedrentaba incluso la valentía y el espíritu de servicio que caracterizaba a Anael Carrillo, quien era munícipe y trabajaba también con el Ministerio de Obras Públicas.
La noche del 29 de julio, él se sumió en el epicentro de la tragedia, alumbrada solo por la lava incandescente en la cresta del Arenal.
Al día siguiente, la preocupación por la peste que podía desencadenar el ganado en descomposición lo levantó de la cama y lo llevó a ponerse las botas de hule para subir de nuevo a las laderas del volcán.
De día, el panorama era tan desgarrador como la velocidad con que aumentaba el número de fallecidos.
“Me dijo que, cada vez que recogía un chiquito, le parecía que era el nieto. Me contó que recogieron a unos en un altiplano del terreno que quedaba como ahuecado. Los dos chiquitos pensaron que metiéndose ahí se iban a salvar. Ahí quedaron los dos abrazaditos”, relata Luz Hannia Carillo, la mayor de los hijos de Anael.
Cada recuerdo de los cuerpos que con sus manos debió levantar se inyectaba como gotas de cafeína en vía directa a la sangre del vicealcalde. “Se pasaba las noches sentado, con el televisor y la radio a todo volumen. Yo le decía: ‘Papá, apague eso y trate de descansar’. Y él me contestaba: ‘No puedo, porque cuando cierro los ojos, veo a los muertos desfilando’”.
San Carlos amaneció el 31 de julio de 1968 sumido en la incertidumbre de una tierra que vibraba con el rugir de un gigante que despertaba de un profundo letargo.
Un equipo de geólogos de San José llegó a la oficina de Carrillo para reclutarlo en un nuevo equipo de investigación y rescate. “Papá se negó rotundamente, les dijo que ni loco lo volvían a meter ahí porque eso era un infierno horrible”.
Esa visita terminó de resquebrajar la tranquilidad de don Anael. Luego de haber presenciado el rostro de la muerte, ¿cómo podría vivir con el cargo de conciencia de no haber socorrido a quienes esperaban por ayuda?
Una voz en su interior le advirtió que nunca regresaría. Recorrió las oficinas de sus colegas del Ministerio y, sin dar explicaciones, les pidió disculpas por si alguna vez los había maltratado.
Henry Arroyo, quien entonces era directivo del Banco de Costa Rica, había subido al volcán un día antes para quemar el ganado.
Su viuda, Fresia Quesada, recuerda que Carrillo lo buscó para pedirle colaboración una vez más. “Él no quería, les dijo que mejor les daba el carro. Pero llegaron otros compañeros, Luis Arce y Abraham Matamoros, y le dijeron que si él no subía, ellos tampoco iban”.
Arroyo se arrepintió de nuevo a la altura de La Fortuna. Llevaba un tiquete de ida, mas no uno de regreso. Quiso bajarse del carro, pero el resto del equipo lo detuvo.
“Mi abuelo fue recogiendo gente por todo el camino. Había un muchacho que estaba madereando y se montó en el carro y se fue”, afirma Anael Carrillo Mora, nieto del vicealcalde. Esa última persona fue Francisco Madrigal.
Tres vehículos se internaron en las faldas del Arenal. Los dos de adelante eran conducidos por el vicealcalde y por Henry Arroyo. El tercero iba tripulado por Fernando Hidalgo, Hermógenes Hidalgo, Santiago Ramírez (raso del Resguardo) y Efraín Rojas, de Heredia.
Tomaron el camino viejo al volcán y, cuando iban por la finca que hoy lleva por nombre Mirador El Silencio, el Arenal explotó cual olla de presión que perdió la válvula. A la 1:45 p. m., el coloso detonó su irá por octava vez en 76 horas y, en un disparo certero, aumentó a 78 el número de víctimas.
Una nube ardiente, conocida como lengua de fuego, castigó a diez de los hombres que se atrevieron a desafiar la prepotencia del coloso.
Don Anael intentó refugiarse bajo el carro y otro de sus compañeros quedó con medio cuerpo en el suelo. Los jeeps quedaron como cáscaras de naranja.
Desde una loma, Fernando Hidalgo y los otros sobrevivientes se convirtieron en impotentes testigos del brutal final de los valientes del 68.
“Dieron vuelta como alma que lleva el diablo”, recuerda haber escuchado doña Dora Hidalgo, quien trabajó 12 años en el concejo municipal.
En medio del trajín, Fernando Hidalgo se fracturó una pierna y llegó a buscar atención médica al hospital. Luz Hannia Carrillo –quien no imaginaba el calvario que viviría su familia aquella tarde– salió a atenderlo.
El teléfono comenzó a sonar en casa de doña Fresia. Era María Luisa, la esposa de Quine Arce y madre de Guillermo. Ambas cargarían el manto negro del luto.
“Los sacaron de ahí irreconocibles. Solo por algunos detalles se podía saber quién era. A papá, por la hebilla de la faja y las botas de hule”, rememora Luz Hannia. Ella vivió algunos meses con el pesar de la incertidumbre. ¿Era él o no era?
Un día, un hombre llegó a su casa y le dijo que su hijo, escarbando entre las cenizas, había hallado unas pertenencias de su padre. Eran un lapicero de marca Parker, un peine, una libreta de pasta roja y la cédula que cargaba en la bolsa izquierda de la camisa blanca. La cédula estaba carbonizada, pero por azares del destino, quedó intacta la foto. “Ahí acabamos de confirmarlo”, dijo la exenfermera, quien debió asumir las riendas de la familia.
“Luego de algunos años, dije que gracias a Dios, papá murió así, murió sirviendo, que era lo que a él le gustaba. Pienso que no estaban solos, porque estaban al servicio de los más necesitados”.