Cuando los hermanos Wright inventaron el primer avión controlado, tal vez tenían una idea, pero jamás se imaginaban a plenitud lo fabulosa que se veía la Tierra desde los aires. Ahora, que la tecnología parece un recurso natural inminente, lo sabemos: el trepidante y espectacular terruño al que llamamos Costa Rica también es generador de suspiros cuando se le aprecia desde lo alto.
Así lo comprobamos y reafirmamos durante el amanecer del jueves 22 de setiembre, cuando la avioneta TI-BCX de la aerolínea Sansa nos transportó desde el aeropuerto Juan Santamaría hasta la pista de aterrizaje de Puerto Jiménez, en Puntarenas, para realizar una visita de poco más de dos días que revolucionaría nuestra forma de pensar sobre el turismo a lo interno del país.
Desde la nave, las montañas parecen corales; se ven como hechas con oasis –el material que se usa para crear las cajitas de las monedas para los choferes de bus–. Tienen un pie en lo imaginario y otro en lo real. Pasamos por Quepos, vimos la Isla del Caño, sobrevolamos Rincón y Sierpe se nos reveló a los ojos; uno tras otro se sumaron paraísos que de otra forma nos tomaría días ver.
Una cosa es observar el paisaje desde un avión que se dirige a suelos internacionales y rápidamente alcanza una altura en la que solo se vislumbran las nubes, y otra cosa es verlo desde una avioneta y apreciar con detenimiento cada fila de montañas rodeadas por ríos hasta llegar al mar y tener ganas de hacer un clavado olímpico (olímpicamente descabellado, es decir).
El vuelo duró 43 minutos, ahorrándonos hasta casi siete horas en caso de habernos transportado por tierra. A las 6:26 a. m. nos recibió Puerto Jiménez con su abrasivo calor. Era hora de despojarnos de nuestras chaquetas y miedos para depositarnos en la profundidad de unas montañas que apenas se alcanzaban a ver desde el centro de aquel pueblo costero.
No más llegando a Jiménez, un lugareño llamado Cleiverth nos saludó y nos dirigió a su buseta, con la cual nos transportaríamos a lo más cerca que se puede llegar en carro a La Leona Eco Lodge, un particular hotel ubicado a cosa de 500 metros de una de las entradas del Parque Nacional Corcovado, en la extremidad sur de la siempre imponente Península de Osa.
Antes de que arreglaran el camino, nos cuenta Cleiverth, se duraba más de tres horas; ese jueves, nos tomó un poco más de lo normal porque cada ave que se nos cruzó consumió nuestro tiempo, nuestra atención y, por supuesto, nuestro lente. Después de todo, estábamos en Osa –un escondite mágico del cual estamos poco enterados en el resto del país– y había que aprovechar.
Fuera de norma
Valga comentar que este viaje lo realizamos por invitación del Instituto Costarricense de Turismo (ICT), como parte de su programa Vamos a Turistear, con el que se pretende incentivar el turismo interno en Costa Rica. El ICT coordina toda la logística de transporte y hospedaje, y el resto –disfrutar, básicamente– es responsabilidad de nosotros y del chance.
Dicho eso, ni Andrés Arce (el fotógrafo) ni yo teníamos idea de a qué nos ateníamos. De pronto Andrés estaba un poco más enterado por ser oriundo del pueblo vecino Golfito y por haber visitado la zona antes, pero yo no tenía idea alguna de que, digamos, para llegar a La Leona teníamos que caminar casi tres kilómetros en un sendero al costado de la playa.
Cleiverth nos dejó al lado del río Carate, que se alimenta de una playa del mismo nombre. Ruedos del pantalón para arriba, cruzamos el río a pie para comenzar el trayecto bajo el sol de las 9 a. m. Allí apareció el primer pizote que vimos durante el viaje, así como otra suculenta cantidad de aves que nos hicieron envidiar las vistas de las que gozan cada vez que se les da la gana.
Hay un precio a pagar cuando uno viste de negro casi todos los días: esa mañana, yo era la humedad de Osa. A Jorge, en cambio, no le vi una sola gota de sudor caer del cuerpo, pues usó vestimenta apropiada tanto para la montaña como para la playa. Hay personas que simplemente nacimos en desventaja, que es lo mismo que decir que a los tontos ni los dioses los quieren.
Para mi dicha, apenas encontramos la entrada de La Leona y subimos las escaleras, el joven mesero Kervin Morera nos ofreció desayuno y un refresco de piña, mientras una carreta llegaba con nuestras maletas. Ubicado frente al mar y con la selva a las espaldas, este hotel no tiene igual: para empezar, la electricidad solo corre durante pocas horas al día, y las cabinas son como tiendas de campaña revolucionadas.
Las paredes de las cabinas son de lona y los baños son privados, pero al aire libre, con vista abierta a la montaña. No hay televisores cerca. Las luces normalmente son candelas. La comida se prepara durante las pocas horas en las que funciona el generador eléctrico. Allí no hay alumbrado público y cuando las noches son tan oscuras que ni la Luna alumbra, solo se puede caminar con foco.
Ese primer día subimos la montaña que cobija al hotel desde la parte trasera. El camino empinado era el abrebocas de una aventura todavía más impactante. Cuando arribamos a la cima nos recibió Felipe Morales, guía de parques nacionales, hijo del propietario del hotel y recién egresado de un curso para hacer rapel. Íbamos a hacer rapel.
Minutos después estábamos trepados en la copa de un árbol de ajo (le dicen así porque sus hojas huelen a ajo, no porque es de ajo) de 32 metros, luego de nuestra primera experiencia subiendo alturas por medio de cuerdas, mecates y herramientas de suspensión. Al frente teníamos al océano Pacífico y entre el mar y nosotros parecía que se izaba cada minuto más una densa selva que nos abrazaba sin tregua.
Teníamos las extremidades corporales entumidas después de subir el árbol, pero en ese lugar todo sana al mismo tiempo que sucede. Si sumamos la altura del árbol y el nivel del mar, el resultado son unos 200 metros sobre el nivel del mar, según nos explica Morales, quien durante las siguientes horas se dedicó a hacernos sentir como en casa al mismo tiempo que nos impresionaba con un mundo que no conocíamos.
El mar de La Leona suele ser brusco, así que será mejor que solo ingresen quienes saben nadar. Por lo contrario, la banda sonora natural del hotel y sus alrededores es un silencio absoluto solo abrumado por los pájaros, la fauna, el golpe macizo de las olas y la lluvia, que ese jueves nos mató los planes de un tour nocturno por la montaña pero nos abrió las puertas al descanso.
Al día siguiente debíamos irnos, no sin antes regresar a la montaña. Morales nos hizo un pequeño tour por una parte del parque Corcovado, donde siempre estuvimos expectantes de encontrarnos con alguna terciopelo o algún puma, mas nos quedamos con las ganas (a quién engaño: la verdad mejor así, por mi salud cardiaca).
Lujo y naturaleza
El viernes retornamos a playa Carate, donde conocimos a Danilo Álvarez, uno de los guías del hotel Lapa Ríos Eco Lodge, ubicado frente a la playa Matapalo, siempre en Osa. Álvarez manejó durante poco menos de una hora hasta que, rodeados de cientos de hectáreas de bosque primario, se nos iluminó frente a los ojos la entrada de un lugar que ni siquiera cabía en nuestra imaginación.
Antes de proseguir, venga una aclaración financiera: si bien el hospedaje en La Leona se ajusta un poco mejor al bolsillo del costarricense de clase media (en esta época una noche promedia los $100), Lapa Ríos es un hotel de montaña y un hotel de lujo en partes iguales, y en esta época la estadía no baja de $500 por noche. En ese sentido, solo puedo decir que para quien tenga liquidez, ese precio no es exorbitante para la experiencia que se recibe a cambio.
Álvarez –quien trabaja en Lapa Ríos desde 1996– lo explica así: “Este hotel es una combinación entre lujo y naturaleza; donde quiera que usted ve hay naturaleza y se escucha naturaleza”. Encima, las habitaciones son la última sensación de Osa: mucho menos rústicas que las de La Leona, cuentan con ducha interna y externa, vista a la selva y el mar, ventiladores, agua caliente, luz (por medio de generador) y unas de las camas más cómodas de la provincia.
Por su parte, la cocina es esplendorosa, de altísima calidad y muy variada, con la particularidad de que todas las comidas se consumen, también, frente a la selva y el mar. Hablando de la selva, Lapa Ríos es un terreno de más de 450 hectáreas, de las cuales la mayoría están ocupadas por bosque primario; de hecho, la razón de su existencia –que devino a comienzos de los 90– es la conservación natural.
Al igual que La Leona, el “eco lodge” del nombre de Lapa Ríos no es un adorno: estos hoteles realmente se esmeran por causar el menor impacto a la naturaleza que les ayuda a atraer clientes de todo el planeta (durante nuestra visita vimos a alemanes, ingleses y estadounidenses, entre otros), tanto en la forma en la que operan como los productos que sirven y las actividades que albergan.
Con un patio tan extenso, Lapa Ríos ofrece decenas de tours de distintos ángulos y sus senderos transportan tanto a una catarata como a los hábitats naturales de cientos de animales. Cuatro especies de monos, cinco especies de felinos, cientos de hermosas lapas y saínos son algunos de los habitantes de la propiedad, y esa quizá sea una de las razones por las que fue considerado uno de los mejores eco lodges del planeta según la National Geographic.
El hotel –propiedad de dos estadounidenses– busca la sostenibilidad social, ambiental y ecológica, y procura que la mayoría de sus empleados sean de la zona, así como muchos de sus proveedores. Por ejemplo, una de las mejores sorpresas de las habitaciones es que incluyen un repelente natural a base de zacate de limón, producido en la zona (recomendado hasta como perfume).
Todo el agua que se consume en la propiedad es local, sacada del río que se ubica dentro de su bosque; las pajillas son de bambú; algunas cocinas funcionan con gas metano recolectado a partir de los desechos de los cerdos del hotel; y en la propiedad se encuentra un árbol único en el planeta –el sangrillo colorado–, solo disponible dentro de esas más de 450 hectáreas.
Les preguntamos a varios de los empleados del hotel si solían venir costarricenses, y nos contestaron que eran el porcentaje más pequeño de visitantes que tenían. El precio ha de ser una de las principales razones, pero también debe de serlo el hecho de que pocos locales saben que este paraíso escondido existe. Yo, al menos, no tenía idea.
Regreso a casa
Otro vuelo exitoso de Sansa nos devolvió a la ciudad en menos de una hora, durante la tarde del sábado 24 de setiembre, y con él arribaron no solo nuevas imágenes celestiales del trayecto, sino también una verdad que hoy es absoluta.
Concluí que, más que un secreto, visitar Osa es un privilegio; es como cuando uno se encuentra una canción fabulosa que pocos conocen y se la empieza a enseñar a sus amistades más cercanas porque no puede, jamás, guardársela para sí mismo. Más bien, uno solo quiere gritarle al mundo: “¡tienen que conocer esto!”.