En la actual clínica Marcial Fallas, en Desamparados, se encontraba la casa del recordado Carlos Gamboa, conocido como uno de los primeros compañeros de armas de José Figueres. Allí, el caudillo liberacionista pronunció un discurso que don Álvaro Fallas Gamboa considera que fue el que los empoderó para irse la guerra.
En ese entonces, don Álvaro tenía 16 años, pero recuerda que aquel discurso lo marcó. El excombatiente relata que Figueres comparó a Rafael Ángel Calderón y a su movimiento con un montón de “vacas flacas” en un potrero que querían aprovechar que la cerca estaba herrumbrada y los postes podridos para salirse de donde estaban y hacer lo que querían. Y que ellos iban a arreglar esa cerca.
“Dijo que todo va a estar listo para cuando vinieran las vacas flacas y horrorosas, y que las que se brincaran la cerca se iban a dar un buen chollón. Recuerdo que ese día todo el mundo se rió. Yo recuerdo muy bien las palabras de don Pepe porque de ese día aún tengo varios recuerdos”, detalla.
Luego de ese discurso, don Álvaro y su familia vieron cómo desde Aserrí pasaban camiones disparándole a todo lo que se topaban en el camino. Entonces, sus hermanos corrieron hasta el centro de San José a informar a Jorge Zeledón, uno de los aliados de Figueres, lo que habían visto.
Según cuenta don Álvaro, Zeledón era quien le enviaba hombres al líder de la revolución de San José a La Lucha y fue allí donde comenzó su participación en la guerra de 1948.
Don Álvaro se sentía identificado con los ideales de Figueres y no con el de los “mariachis”, el bando afín al mandatario Teodoro Picado Michalski y, aún más, al expresidente Rafael Ángel Calderón Guardia, quien escribió su propia página en la historia del país luego de que en su mandato (entre 1940 y 1944) se dieran, entre otros logros, la creación de la Caja Costarricense del Seguro Social y la Universidad de Costa Rica, además de la promulgación del Código de Trabajo y las Garantías Sociales.
No obstante, durante su gobierno contó con múltiples detractores, siendo Figueres Ferrer el más visible (en 1942 denunció irregularidades del gobierno en un discurso radiofónico y fue apresado allí mismo y enviado al exilio a países como El Salvador, Guatemala y México).
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Fue justamente a su regreso cuando se desarrollo un conflicto armado de cinco semanas, que tuvo lugar entre el 12 de marzo y el 14 de abril de 1948, luego de las polémicas elecciones de febrero de ese año, cuando se anuló el triunfo en las votaciones del candidato Otilio Ulate Blanco por un supuesto fraude electoral apelado por Calderón Guardia, quien alegaba la supuesta quema de papeletas presidenciales en un incendio.
Para aquel entonces, Patrulla, como le conocen a don Álvaro, era un adolescente que tan pronto estalló la guerra, se comenzó a encargar de enviar personas por la montaña a la finca La Lucha, que sirvió como base para la revolución. La ruta comenzaba en Cedral, rumbo a la lechería Las Cañadas, propiedad de Zeledón, y de ahí se dirigían a la lechería Caragral, en Vuelta de Jorco. De allí pasaban por unas lomas hasta salir a San Elena, en Cartago. En ese sitio empezaban a caminar de noche junto a un baquiano que los llevaba hasta La Lucha, en San Cristobal.
Se trataba de grupos de hombres que dormían en un galerón de vacas en Las Cañadas, mientras se alistaban para ir a la guerra.
“Lo caminos que se usaban, ahora son trillos y caminillos viejos y yo los iba guiando, porque conocía los trillos viejos desde el Cedral hasta la lechería donde íbamos todos a reposar. De ahí salíamos cientos de hombres hacia la lechería Caragral. Y cuando ya llegaba me devolvía por otro montón de hombres”, explica.
Todo su trabajo tenía que ser sigiloso, pues podía poner en riesgo su vida y la de los hombres que se dirigían a La Lucha. Según explica don Álvaro, quienes apoyaban a Figueres, a Otilio Ulate o a León Cortés abiertamente les “daban garrote”.
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Aunque todavía era un adolescente cuando comenzó la guerra, don Álvaro recuerda que asumió la misión de trasladar personas por la montaña pues quería apoyar de cualquier forma que se necesitara, para evitar que los mariachis “se salieran del potrero”. Eso sí, también estuvo en peligro.
“A mí por suerte nunca me garrotearon, porque sino ya estuviera enseñándole la espalda. Eso sí, un día me corretearon un montón de nicaragüenses mariachis, entonces yo me metí dentro de un tronco que se había ido carcomiendo y me hice una cueva. Ellos seguro vieron huellas de que había pasado por ahí, escarbaron con un palo y con el cañón del Mauser que llevaban los nicas me tocaron una nalga y en ese momento yo dije: ‘me mataron’, pero no me pasó nada, no se dieron cuenta que yo estaba ahí, porque si se hubieran dado cuenta no estuviera aquí contándoles nada”, relata.
Don Álvaro, de 91 años, confiesa que a pesar de que jugaba de valiente, hubo momentos en los que realmente le daba temor y se quedaba “queditico para que no lo mataran”.
Incluso tenía un arma, pero entre risas dice que se le despegaban las partes.
Sin embargo, su papá era esa persona quien lo impulsaba a no rendirse.
“Mis papás me decían: ‘vos sabés si vas (a pelear)’. Pero mi papá agregaba: ‘si estamos en la burra tenemos que avanzar para amansarla’, porque mi papá estaba en la lucha con nosotros”, agrega.
Luego de esos meses caóticos de 1948, don Álvaro siguió con su vida, hasta 1955, cuando los mariachis volvieron para tomar revancha en Guanacaste (Batalla Santa Rosa).
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Para ese entonces ya tenía 23 años y sentía aún más responsabilidad por defender el país.
“En Liberia tuve que pelear con un M1. En ese entonces ya don Pepe había abolido el ejército y de ahí nos quedamos sin armas, pero de Estados Unidos le mandaron un avión de armas muy rápido y nos entregaron uno a cada uno. En esa ocasión ya estábamos mejor preparados, ya habíamos practicado lo que era disparar y todo eso porque sabíamos que Nicaragua estaba planeando la revolución contra nosotros”, comenta.
Al final salieron victoriosos y don Álvaro afirma que siempre se ha sentido orgulloso de su rol en los conflictos armados, pues según sus propias palabras estaban “ayudando a la democracia”.
“Para mí haber estado en la revolución fue un orgullo, yo me sentía como Sansón”, reconoce.
Su desempeño en la guerra provocó que lo nombraran policía en su pueblo, en El Tigre, Aserrí, donde persiguió y encerró delincuentes. Un trabajo que lo hacía feliz.