“Honor a quien honor merece”, dice una medalla que cuelga en la cachucha del excombatiente.
En 1948, cientos de ticos se unieron a un ejército improvisado encabezado por José Figueres Ferrer, don Pepe, pues consideraban que debían defender “la democracia ante las ideas comunistas” de los “mariachis”, el bando afín al mandatario Teodoro Picado Michalski y, aún más, al expresidente Rafael Ángel Calderón Guardia.
Calderón, quien escribió su propia página en la historia del país luego de que en su mandato se dieran, entre otros logros, la creación de la Caja Costarricense del Seguro Social y la Universidad de Costa Rica, además de la promulgación del Código de Trabajo y las Garantías Sociales, también contó con múltiples detractores, siendo Figueres Ferrer el más visible.
En 1942, Figueres denunció irregularidades del gobierno en un discurso radiofónico y fue apresado allí mismo. Luego iría al exilio, a países como El Salvador, Guatemala y México.
La última guerra civil que vivió Costa Rica tuvo lugar entre el 12 de marzo y el 14 de abril de 1948, cuando Figueres ya estaba de regreso. El conflicto de cinco semanas fue consecuencia de las polémicas elecciones de febrero de ese año, cuando se anuló el triunfo en las votaciones del candidato Otilio Ulate Blanco por un supuesto fraude electoral apelado por Calderón Guardia, quien había sido presidente entre 1940 y 1944 y quien alegaba la supuesta quema de papeletas presidenciales en un incendio.
Finalizada la guerra, que habría dejado al menos 500 fallecidos, se instaló la Junta Fundadora de la Segunda República (que estuvo funcionando entre mayo de 1948 y hasta noviembre de 1949), con Figueres Ferrer presidiéndola. Meses más tarde, el 1.° de diciembre de 1948, se da la abolición del ejercito.
Por su parte, Calderón Guardia fue exiliado a Nicaragua y posteriormente a México.
Los costarricenses que se unieron a las filas del ejército de Figueres eran hombres humildes, sencillos, muchos eran jóvenes y nunca habían tenido en sus manos un arma... menos aún disparado contra otro ser humano. Muchachos que aprendieron qué era la guerra estando en una.
Sus motivos para participar en cualquiera de los dos bandos en pugna variaron: sentido de aventura, presiones familiares, absoluta convicción política o temor a un futuro incierto pudieron empujarlos a empuñar un arma, pero de cualquier forma sus nombres quedaron plasmados en la historia de Costa Rica.
Desde entonces han pasado 74 años y cada vez son menos los excombatientes que pueden contar sus anécdotas de aquel año revolucionario. De los pocos que aún viven, todos sobrepasan los 90 años y muchos sufren quebrantos de salud. Sin embargo, aquellos que aún pueden darle rienda a la memoria y la tertulia de su experiencia bélica, lo hacen de buena gana y con mucho orgullo.
Rodolfo Acuña, Álvaro Fallas, Carlos Leandro y Amable Vásquez son cuatro de los muchos protagonistas de la última guerra civil de Costa Rica y quienes contaron para este trabajo sus recuerdos de una caótica época, la cual parecía haber finalizado con la abolición del ejército, el 1.° de diciembre de 1948, pero que luego los vería de nuevo empujados a la guerra, en 1955.
El consejero
Don Amable Vásquez Rodríguez, de 96 años, no recuerda por qué se unió al bando de Figueres. Lo que sí sabe es que de un pronto a otro iba de techo en techo, escondiéndose, y que le tocaba dormir en los cielorrasos.
Por cosas de la vida, supo que su líder estaba en la finca que había adquirido en La Lucha, un pueblo ubicado en el distrito San Cristobal, en la Zona de los Santos, y decidió junto a otros tres amigos, que también se escondían en los techos, que se iban a ir a buscarlo.
Cuando el grupo tomó la decisión de irse de San José, la guerra ya había empezado. Don Amable tenía 22 años y la energía suficiente para emprender el viaje hasta el sitio en el que podía sentirse más seguro y, sin pensarlo dos veces, se fue a la montaña.
El excombatiente comenta que fue en la antigua Cruz Roja, que se ubicaba donde hoy está el edificio de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), desde donde lo llevaron de incógnito a río Conejo, en Cartago. A partir de allí caminó muchas horas hasta llegar a Santa Elena (en Cartago) y de allí a La Lucha, que era el bastión de los figueristas.
“Llegamos como a las 10 p. m., entramos y nos recibió don Pepe, quien nos preguntó: ‘muchachos ¿vienen a ayudarnos?’ y nosotros le dijimos que sí, y él nos dijo que nos necesitaba en la casa de él y luego añadió: ‘quiero que ustedes sean mis consejeros’. Yo solo me preguntaba qué significaba eso, pero después pensé: ‘cualquier cosa que sea, ahí salimos’”, recuerda.
Media hora después, a las 10:30 p. m., don Amable detalla que ya estaban sentados comiendo arepas con agua dulce, que según el excombatiente, era lo que también comía Don Pepe. Además, para protegerse del frío de la montaña les dieron sacos de gangoche.
“Vieras qué calientitos esos sacos de gangoche”, afirma hoy, desde su casa en Zapote.
Su trabajo consistía en acompañar a Figueres, verificar que los otros combatientes estuvieran bien, principalmente en El Empalme, y estar en los combates, si era necesario.
Debido a su función siempre andaba un rifle Mauser, un amar “muy pesada” que durante toda la guerra solo tuvo que utilizar una vez, en una batalla.
“Yo no sé si maté o me mataron pero recuerdo que después de ese enfrentamiento cayó el silencio. Pero debo decir que yo nunca sentí miedo de nada, ni de que me iba a matar o de que tenía que matar. Sabía que estaba protegido porque mi familia oraba en todo momento por mi”, asegura el excombatiente.
Dadas las circunstancias, en aquella época don Amable no sabía manejar, pero un día que se ocupaba con urgencia alguien que supiera conducir y que trasladara a Figueres de un lado a otro, él fue el elegido para la misión.
Le tocó manejar desde La Lucha hasta la que hoy es la carretera Interamericana. La diferencia era que en ese entonces lo que había era una trocha, una “calle” de piedra apenas transitable.
Don Amable estaba dispuesto a todo, pues confiaba en los ideales de su líder, quien se convirtió en su amigo.
“Vi caer gente: sí. Vi levantar gente: sí. Vi como algunas personas estaban robando en todos lados. Sin embargo, nunca tuve heridas”, añade.
Pasado el conflicto bélico don Amable, quien siguió trabajando con Figueres, consideró que era tiempo de formar una familia y se casó con Carmen Peñaranda, en 1949.
Años más tarde, en 1954, el excombatiente junto a otro grupo de personas estudió en la Escuela Militar, que se encontraba en Goicoechea, específicamente en las instalaciones en las que se encuentra actualmente el Liceo Napoleón Quesada. Así aprendió más de la milicia.
El 10 de enero de 1955, estando con el entonces mandatario Figueres en Casa Presidencial, les avisaron que había ingresado a Costa Rica un grupo de gente por Sarapiquí y que “había que sacarlos”. Se trataba de la invasión jefeada por Calderón Guardia y sus partidarios, lanzada desde Nicaragua, que buscó deponer del poder a Figueres y que llevó a una serie de combates en la zona norte del país, en los cuales participaron muchos de los exsoldados que se habían jugado la vida en 1948. Esta refriega se saldó con más de 26 caídos, 82 heridos y la huida de Calderón al exilio. El legado del presidente del periodo de 1940-1944, siempre estará ligado tanto a su rol en los conflictos armados como también a su impulso para la creación de las garantías sociales y la salud pública, entre otros logros de su gestión.
“Nos metieron en una vagoneta y nos fuimos. Ya para ese entonces íbamos con rifle M1. Llegamos hasta Sarapiquí pero nos tuvimos que devolver y agarramos hacia Guanacaste. A las 5 a. m. de la mañana siguiente escuchamos unas bombetas y eran de unos aviones que venían de Nicaragua bombardeando Liberia. Entonces nos fuimos para Santa Rosa.
“Cuando llegamos a la casona nos dimos cuenta que habían invadido La Cruz y traían dos aviones: un avión de carga y uno lleno de soldados; y nosotros no teníamos nada de eso, nada más los rifles y las 13 personas que íbamos en la vagoneta.
“Recuerdo que en la llanura de Santa Rosa había una sábana grande donde tenía que aterrizar un avión de los nicaragüenses y a punta de bala de M1 hicimos que se cayera. Iba con gente y unos se salvaron, pero otros murieron”, narra.
En 1955, don Amable dejó a su esposa con sus hijos en la casa y se fue a pelear contra la nueva invasión. Mientras estuvieron combatiendo no tenían comida ni bebidas, por lo que asegura que se alimentaban con lo que se encontrarán.
“En La Cruz matamos un chancho y con una lata de manteca lavamos 54 platos -había que hacerlo porque no había agua en Santa Rosa- entonces lo sacrificamos y yo me comí una pata. Así nos alimentamos en aquella ocasión, con cualquier cosa que encontráramos”, detalla.
Esta fue una batalla más corta, por lo que luego de unos días después de haber ganado, volvió a su casa.
Su esposa lo sentenció a su llegada al hogar y le advirtió que no permitiría que fuera otra vez a una guerra.
“Cuando uno está en guerra, uno ve pasar las balas. En ese momento yo no sentía nada en el cerebro, pero cuando llegue a mi casa venía lleno de sangre, entonces me quitaron la ropa y me dijo mi esposa: ‘si te vuelves a ir me enojo. Y ella tenía toda la razón”, asegura.
73 años después de contraer matrimonio, don Amable y doña Carmen continúan casados y viven felices en Zapote, pero no olvidan esa parte de la historia que fue trascendental para la Costa Rica de hoy.
El de los combates
Antes de comenzar a relatar su historia, Carlos Leandro Escobedo se coloca su cachucha. Cuando se la logra acomodar, dice que está listo para comenzar a hablar.
“En el 48 fuimos obligados a coger por las montañas del sur y por ahí llegamos a La Lucha, donde nos recibió don Pepe muy alegre porque nosotros éramos un grupo como de 15 personas.
“Para aquel momento no teníamos armas y los mariachis nos atacaron y tuvimos que salir en carrera. Ellos entraron por el lado de Tarbaca y en la entrada de La Lucha hubo un enfrentamiento grande y otro en el Empalme”, relata.
Don Carlos, de 92 años, recuerda que las armas llegaron rápidamente gracias al piloto Guillermo Núñez, quien había ido en avión a traer municiones a Guatemala para ayudarles.
Tras la batalla en La Lucha, los combatientes instalaron un cuartel en Santa María de Dota.
“En el enfrentamiento del Empalme muchos de ellos subieron pero no bajaron, mientras que La Lucha había quedado desolada, porque los mariachis entraron e hicieron desastres. Quemaron hasta una planta eléctrica”, detalla.
Los partidarios de Calderon se apoderaron de San Cristobal Norte (cerca de La Lucha), por lo que los soldados de Figueres pretendían volver a La Lucha. Don Carlos cuenta que decidieron regresar de noche, para no ser vistos, pues Don Pepe les había dicho que esperaran a que bajara la niebla, ya que eso les daría cierta ventaja. A ese descenso, le llamaron la marcha del silencio.
El frío era tal que los sacos de gangoche fueron un gran aliado, y el café y las tortillas la mejor comida para seguir con fuerzas.
Tras lograr su objetivo inicial, el grupo se preparó para atacar a los mariachis —a quienes, asegura, llamaban así por usar cobijas rojas como un poncho—, quienes ya habían tomado Tejar, en Cartago.
“Nosotros bajamos por detrás de Tejar y salimos a Cartago donde fue la batalla más grande. Duró como 30 horas y ahí murió mucha gente. Yo era ayudante de un comandante que se llamaba Rodrigo Escalante y vieras que yo creo que tuve suerte, porque a pesar de que estuve en todas las batallas, no me quedó ni un rasguño.
“Y no crea, yo sentía bastante miedo, el miedo nos invadía pero había que echar pa’lante. Además, tenía otros compañeros que lo animaban a uno y decían: ‘adelante, no se me agüeve’. En aquel tiempo, en realidad lo que se decía era: ‘se le bajaron las ligas. Vamos, adelante, seguimos adelante”, afirma.
Luego de ese capítulo entre marzo y abril de 1948, que duró poco más de 40 días, don Carlos pensó que era el fin de la guerra. Sin embargo, en diciembre de ese año, relata que el bando derrotado buscó invadir desde Guanacaste.
Fue la policía la que llegó a una celebración de la Virgen, en Guadalupe, para avisar un 10 de diciembre que los mariachis habían invadido La Cruz.
“Esa misma noche hicimos un pelotón de guadalupanos y nos fuimos para allá. Hubo varias masacres, pero la invasión terminó rápido. Además, ya teníamos otras armas”, dice.
Conforme pasaron los años, don Carlos se especializó más en la milicia. Junto a unos amigos excombatientes formó parte de un grupo al que se pidió, en 1955, ir a La Cruz, pues nuevamente estaban invadiendo. En ese año la intención de los atacantes era derrocar al presidente Figueres y su gobierno.
Pasada esa invasión, surgió la toma de Los Chiles, en la que también participó.
“A mí es que me gusta defender el país. Es que yo fui pelotero… Me acuerdo que ellos invadieron Los Chiles y llegaron hasta San Carlos y de la escuela militar nos llevaban en avión.
“Nosotros nos teníamos que ir tirando del avión y un compañero mío se tiró y se levantó de una vez, entonces el avión lo agarró por la parte de atrás, por la aleta y lo dejó ahí tirado”, relata.
Si bien los conflictos armados acabaron en Costa Rica, don Carlos creó una pasión por lo militar y luego se fue a pelear a República Dominicana, donde obtuvo el rango de sargento.
Hoy todas esas memorias las mantiene presentes y las guarda al lado de su casco, su cachucha y sus libros de la época en que se jugó la vida en varias ocasiones para defender lo que creía correcto.
El de los caminos
En la actual clínica Marcial Fallas, en Desamparados, se encontraba la casa del recordado Carlos Gamboa, conocido como uno de los primeros compañeros de armas de José Figueres. Allí, el caudillo liberacionista pronunció un discurso que don Álvaro Fallas Gamboa considera que fue el que los empoderó para irse la guerra.
En ese entonces, don Álvaro tenía 16 años, pero recuerda que aquel discurso lo marcó. El excombatiente relata que Figueres comparó a Rafael Ángel Calderon y a su movimiento con un montón de “vacas flacas” en un potrero que querían aprovechar que la cerca estaba herrumbrada y los postes podridos para salirse de donde estaban y hacer lo que querían. Y que ellos iban a arreglar esa cerca.
“Dijo que todo va a estar listo para cuando vinieran las vacas flacas y horrorosas, y que las que se brincaran la cerca se iban a dar un buen chollón. Recuerdo que ese día todo el mundo se rió. Yo recuerdo muy bien las palabras de don Pepe porque de ese día aún tengo varios recuerdos”, detalla.
Luego de ese discurso, don Álvaro y su familia vieron cómo desde Aserrí pasaban camiones disparándole a todo lo que se topaban en el camino. Entonces, sus hermanos corrieron hasta el centro de San José a informar a Jorge Zeledón, uno de los aliados de Figueres, lo que habían visto.
Según cuenta don Álvaro, Zeledón era quien le enviaba hombres al líder de la revolución de San José a La Lucha y fue allí donde comenzó su participación en la guerra de 1948.
Patrulla, como le conocen, se encargaba de enviar personas por la montaña a la finca La Lucha, que sirvió como base para la revolución. La ruta comenzaba en Cedral, rumbo a la lechería Las Cañadas, propiedad de Zeledón, y de ahí se dirigían a la lechería Caragral, en Vuelta de Jorco. De allí pasaban por unas lomas hasta salir a San Elena, en Cartago. En ese sitio empezaban a caminar de noche junto a un baquiano que los llevaba hasta La Lucha.
Se trataba de grupos de hombres que dormían en un galerón de vacas en Las Cañadas, mientras se alistaban para ir a la guerra.
“Lo caminos que se usaban, ahora son trillos y caminillos viejos y yo los iba guiando, porque conocía los trillos viejos desde el Cedral hasta la lechería donde íbamos todos a reposar. De ahí salíamos cientos de hombres hacia la lechería Caragral. Y cuando ya llegaba me devolvía por otro montón de hombres”, explica.
Todo su trabajo tenía que ser sigiloso, pues podía poner en riesgo su vida y la de los hombres que se dirigían a La Lucha. Según explica don Álvaro, quienes apoyaban a Figueres, a Otilio Ulate o a León Cortés abiertamente les “daban garrote”.
Aunque todavía era un adolescente cuando comenzó la guerra, don Álvaro recuerda que asumió la misión de trasladar personas por la montaña pues quería apoyar de cualquier forma que se necesitara, para evitar que los mariachis “se salieran del potrero”. Eso sí, también estuvo en peligro.
“A mí por suerte nunca me garrotearon, porque sino ya estuviera enseñándole la espalda. Eso sí, un día me corretearon un montón de nicaragüenses mariachis, entonces yo me metí dentro de un tronco que se había ido carcomiendo y me hice una cueva. Ellos seguro vieron huellas de que había pasado por ahí, escarbaron con un palo y con el cañón del Mauser que llevaban los nicas me tocaron una nalga y en ese momento yo dije: ‘me mataron’, pero no me pasó nada, no se dieron cuenta que yo estaba ahí, porque si se hubieran dado cuenta no estuviera aquí contándoles nada”, relata.
Don Álvaro, de 91 años, confiesa que a pesar de que jugaba de valiente, hubo momentos en los que realmente le daba temor y se quedaba “queditico para que no lo mataran”.
Incluso tenía un arma, pero entre risas dice que se le despegaban las partes.
Sin embargo, su papá era esa persona quien lo impulsaba a no rendirse.
“Mis papás me decían: ‘vos sabés si vas (a pelear)’. Pero mi papá agregaba: ‘si estamos en la burra tenemos que avanzar para amansarla’, porque mi papá estaba en la lucha con nosotros”, agrega.
Luego de esos meses caóticos de 1948, don Álvaro siguió con su vida, hasta 1955, cuando los mariachis volvieron para tomar revancha en Guanacaste.
Para ese entonces ya tenía 23 años y sentía aún más responsabilidad por defender el país.
“En Liberia tuve que pelear con un M1. En ese entonces ya don Pepe había abolido el ejército y de ahí nos quedamos sin armas, pero de Estados Unidos le mandaron un avión de armas muy rápido y nos entregaron uno a cada uno. En esa ocasión ya estábamos mejor preparados, ya habíamos practicado lo que era disparar y todo eso porque sabíamos que Nicaragua estaba planeando la revolución contra nosotros”, comenta.
Al final salieron victoriosos y don Álvaro afirma que siempre se ha sentido orgulloso de su rol en los conflictos armados, pues según sus propias palabras estaban “ayudando a la democracia”.
“Para mí haber estado en la revolución fue un orgullo, yo me sentía como Sansón”, reconoce.
Su desempeño en la guerra provocó que lo nombraran policía en su pueblo, en El Tigre, Aserrí, donde persiguió y encerró delincuentes. Un trabajo que lo hacía feliz.
El de los volantes
“Yo no soy excombatiente”, afirma don Rodolfo Acuña Herrera con una sonrisa amable y algo tímida.
Quizá él sea el único de este grupo de sobrevivientes que no tiene una pensión de guerra, una cachucha o que no tuvo que usar armas durante los enfrentamientos armados de 1948, pero su participación durante la guerra fue igual de importante.
Para aquel entonces don Rodolfo, conocido en esa época como Cartago, tenía 25 años y trabajaba en un garaje de chapulines en Palmar, en una finca bananera, en la Zona Sur. Su labor habitual consistía en limpiar y preparar los automotores.
Ya se hablaba de una guerra civil, sin embargo, no había estallado el conflicto aún.
“Un muchacho de apellido Matamoros, que vendía chances, llegó al garaje y mi jefe, Óscar Romero —a quien le decíamos Pupa―, le dice: ‘hombre, Matamoros, ¿cómo va la cosa?. Y le responde: ‘Ya estalló la guerra en San Isidro General a las 12 mediodía’”, recuerda don Rodolfo. Era el 12 de marzo de 1948.
Unos días después de la noticia, Pupa lo dejó solo y se fue a pelear con los mariachis, dejándolo a él a cargo del garaje.
Estando refugiado allí, por temor a que le pasara algo, un día entró un hombre de apellido Lizano, afín al bando revolucionario, y le preguntó: “¿Usted es de los nuestros?. Él le dijo que sí, entonces le entregó “un puño de papeles”. Todas las hojas tenían el mismo contenido. Se trataba de una circular enviada por Figueres en la que explicaba por qué iban a pelear.
Según cuenta este señor de 99 años, el mensaje impreso era muy claro: “Costarricense, ¿está usted dispuesto a que sigan jugando con nosotros? Nosotros estamos luchando para botar los comunistas a la calle y para fundar la Segunda República”.
El texto cerraba con la firma de José Figueres Ferrer y la intención era que las hojas se repartieran entre los simpatizantes figueristas y los ciudadanos en general sigilosamente, pues si uno de esos papeles caía en las manos del bando contrario, la vida de don Rodolfo correría peligro.
“En la guerra del 48 yo cooperé con mi intelecto, porque repartí esas hojas y tenía que tener mucho cuidado porque había muchos comunistas trabajadores que creían que ganando ese car’e barro iban a ganar ellos también.
“Entonces, yo tengo un ramito de excombatiente, porque yo tuve que repartir esas hojas arriesgándome a que me mataran”, afirma.
De todas formas don Rodolfo, quien el 20 de marzo del 2023 cumplirá 100 años, asegura haberlo tenido todo claro: “yo sabía quiénes eran los míos y a quién le tenía que dar las hojas”.
Así fueron pasando los días de esa época convulsa. El trabajo dentro del garaje lo mantenía a salvo pese a que frecuentemente entregaba la circular de forma discreta para comunicar el mensaje de su líder. Además, diariamente se enteraba que alguien nuevo fallecía producto de los enfrentamientos armados, incluso hubo víctimas que estaban en la hora y el lugar equivocados.
“Me acuerdo que había un señor que se llamaba Venancio Zamora que vivía con dos viejitas. Un día andaba tomando guaro y de repente lo agarraron y se lo apearon… vieras, pobrecitas las viejitas. Nosotros cooperábamos para ayudarlas a ellas.
“También, luego de que se llevaron a todos los cusucos -así le decían a las personas que trabajaban arreglando las líneas del tren- vi muchas mujeres que estaban llorando porque se habían llevado a sus esposos… fuimos pocos los que nos salvamos y nos lo capeamos porque estábamos ahí al lado del mar. Pero sería yo un mentiroso si yo dijera que tuve que pelear, porque a mí no me tocó ir”, comenta.
Por ello, aunque Pupa le dejó dos armas en el garaje para que las usara si fuera necesario, nunca las tocó. No obstante los revólveres, que eran tan codiciados en aquella época, tampoco sobrevivieron a la guerra.
Un día, tres hombres ingresaron al garaje desesperados buscando armas y no le dieron opción.
“Eran tres carajos envenenados liberacionistas quienes me dijeron: ‘denos esos revólveres porque vamos a ir a buscar Braulio, un señor que vivía en un terreno anexo a la bananera. Yo les decía que no y ellos insistían en que sí; y yo cometí el error de dárselos sin permiso de Pupa. Entonces se fueron y lo encontraron en una hamaca al viejo ese…”, relata.
Así, vio muchas otras escenas: trenes llenos de hombres con cachuchas, cazadoras que llevaban soldados que armaban tiroteos repentinos, e incluso le tocó huir una vez, pues lo estaban persiguiendo.
Hoy, más de siete décadas después de aquellos meses llenos de angustia, a don Rodolfo le gusta compartir sus anécdotas, pues considera que aquellas batallas permitieron construir la Costa Rica de hoy.
“Gracias a Dios aquello ya pasó y nos permitió crear esta Costa Rica tan linda y tan buena. La mejor república de todo el continente americano, una Costa Rica sin armas y sin ejército… vivimos bien en este país… ¡Qué país más lindo tenemos!”, finaliza.