“¿Está seguro que no quiere que le cuente?”.
Cuando le asiento con la cabeza, Luigi sonríe con complicidad, como quien guarda un secreto preciado. Me ha asegurado que en el Festival Envision no hay nada que sea más impactante que el atardecer y me ha prometido que, justo cuando el sol está a punto de ser tragado por el océano, hay algo que sucede.
“Es lo más bello. Me cuesta guardarme ese secreto”, admite.
Luigi Jiménez me cuenta todo esto a una semana del Festival Envision, un evento que, desde su creación en el 2010, despierta enigmas, rumores, suposiciones y hasta conspiraciones.
Se trata de un festival que concentra música, yoga, meditación, charlas espirituales, mercados de arte, comida y diseño, galería, siembra de árboles y vistas maravillosas a la jungla y playa de Uvita, en Osa, solo por enumerar algunos de sus principales atractivos.
Aún así, para buena parte de los costarricenses, el festival no es más que “una chorrada para hippies”, frase textual que tomo de una de las cajas de comentarios de una nota que yo mismo escribí a las vísperas del evento.
“No me sorprende que se digan esas cosas”, me dice Luigi, consciente de que el Envision despierta variadas emociones para el país.
Diez días después de nuestro encuentro, y de haber asistido al festival, es considerable la gente que ha visto mis historias en Instagram y me ha preguntado de qué va la cosa; que si es la perdición, que si es una excusa para pasar “pegado” (drogado) todo el rato o si es tan chiva como se ve en las fotos que el festival sube a sus redes sociales (las cuales son preciosas postales que dejan ver a Uvita como un auténtico paraíso, lo cual no le falta a la verdad).
De todo lo posible, mi respuesta más frecuente ha sido clara: el Festival Envision se siente como un país dentro de otro país.
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Entendiendo el fenómeno
Costa Rica no es ajeno a los festivales musicales. Tal vez no sea un país con una cultura como la de Estados Unidos o México, donde cada quincena se anuncia un cártel de estrellas con la facilidad con la que se anuncia la hora del día, pero aún así el país ha procurado crear su propia ruta festivalera con las circunstancias propias de país tropical.
Por supuesto quienes vivieron el Festival Imperial a mediados de los 2000 siempre hablarán de aquel evento como el Italia 90 de los conciertos; quienes adquirimos la mayoría de edad en la década del 2010 fuimos testigos de cómo el país estuvo a punto de crear un circuito festivalero mucho más sólido con eventos que reunían a fans de música tropical, indie, reguetón, reggae, entre otros géneros. Algunos de esos festivales aún sobreviven; otros fueron aniquilados por la pandemia.
¿Qué tiene que ver esto con Envision? Pues simple: en su tradición, el país ha entendido tácitamente que un festival vale por su cartel de invitados; por ver una seguidilla de conciertos de artistas favoritos por los cuales se paga la entrada. No más que eso.
Envision es un fruto extraño en ese sentido. ¿Por qué? Ojo a este dato crudo: antes de que el festival anunciara su cartel de artistas, ya todas las entradas del evento se habían acabado. Siete mil boletos fueron vendidos y quedó una cola de otras diez mil personas que se quedaron en fila de espera, rezando por alguna cancelación.
“Yo creo que Envision se está encaminando a ser uno de los mejores festivales del mundo”, dice con valentía Luigi, quien es uno de los organizadores del festival desde sus inicios. “Tal vez en música no seamos lo más top, pero esto trata de una experiencia, lo cual es muy diferente”, agrega el productor, quien además es músico.
Que no se mal entienda: el festival tuvo en el 2023 buenos artistas internacionales, como los productores electrónicos Bonobo, Clozee y Tokimonsta, nombres que han recorrido colosales eventos como el grandilocuente Coachella, LAC3, el Festival Pal Norte, entre otros.
Pero Luigi no se equivoca. Desde que llegué al Envision, realizado en Uvita de Puntarenas (a poco más de tres horas de San José), fueron minoría los asistentes que ubicaban los nombres del cartel musical.
Los testimonios de quienes van son similares: han oído maravillas de las bellezas naturales de Costa Rica y han escuchado que el festival es una liberación espiritual. Otros, cómo no, tratan de “escapar” de los fríos invernales en el que están en esta época varios países europeos y norteamericanos.
Hay otros como Marc, un turista de Nueva York con el que compartí el bus de camino al Envision, que tiene sus propias razones para asistir.
Marc me agrega a su Instagram y me devela que es un viajero de primera: tiene fotos en Croacia, en la India, en Inglaterra, en Nueva Zelanda, en Canadá... Y aún así su ojo de trotamundos se asombra en Uvita. “Estoy como loco por llegar, por meterme al mar, por conocer todo”, dice en nuestra ruta hacia el festival.
Verdaderamente tiene motivos para entusiasmarse: Uvita es una localidad ubicada al sur de Puntarenas que tiene la particularidad de contar con playa y jungla; todo un privilegio.
Desde el 2010, año en que se dio el primer Envision, la comunidad ha debido adaptarse a estar en el ojo internacional. Para dimensionar el impacto de Envision, haga de cuenta que este distrito del cantón de Osa tiene un área de 160,76 km² y cuenta con una población estimada de 3.300 personas.
Envision atrae en unos 7.000 visitantes (5.000 son extranjeros), casi que el doble de los residentes del pueblo, una cifra que no ha hecho más que crecer. Imagínese que en el 2010 el festival solo albergó 700 personas; trece años después, creció diez veces en convocatoria.
“Cuando llega el festival, no queda ni una sola habitación disponible. Es demasiada la gente que llega”, me cuenta Julie, la administradora de un hostel local. Ella me hace saber que, cuando el Envision sucede (siempre en el primer trimestre del año para aprovechar el verano), la comunidad siente como una navidad en febrero.
“Usted puede llamar a todos los hosteles y a todos los hoteles y no va a encontrar campo. Inclusive ya hay gente reservando para el 2024 porque quieren asegurar su estadía”, agrega Julie.
Al llegar al hostel, una de sus empleadas atiende el teléfono sin descanso. En español y en inglés repite una frase ya preparada: “no señor, no tenemos campo y no creo que haya algún lugar cerca que tenga. Lo siento”.
Esto no significa que la comunidad no esté adaptándose para un evento de tal magnitud. Taxistas, restauranteros, meseros, autobuseros y vendedores en la playa hablan en inglés con los turistas y, por ejemplo, Julie me cuenta que ha ampliado su hostel para albergar más capacidad, emulando a otros comercios.
“Mucha gente piensa en Uvita porque por aquí pasan ballenas”, añade Julie, “pero realmente el Envision es algo así o más grande”.
Entonces, el festival
“¿Qué día es hoy?”. Eso me pregunta Luigi el viernes a eso de las tres de las tarde. Han pasado seis días de festival y la pregunta, realmente, no importa más que para chequear los artistas de las nueve tarimas de concierto.
Luigi desfila entre tarimas y charlas, tranquilo. Tiene la misma pose relajada que el resto de asistentes.
El paisaje, por supuesto, es impresionante. Hay mucho ocurriendo a toda hora. El festival es 24-7, ininterrumpido. Charlas, música, ceremonias... De todo.
El asombro aparece desde que uno llega a las afueras del festival, el cual se realiza en una larga finca privada de la cual ni Luigi tiene idea de su extensión. La propiedad termina en una playa imposible de ver desde la entrada principal.
El ingreso al festival está enmarcado por unas puertas altísimas hechas de bambú (dato importante: todo el festival, incluidas sus tarimas, es levantado con materiales reutilizables. Hay una política de cero plástico como parte del espíritu ecologista del festival).
En esta entrada, una miríada de carros (naturalmente, la mayoría alquilados por extranjeros) convierten la apertura de la finca en un parqueo colosal que se equipara al de cualquier gran centro comercial del país.
Una vez superada la entrada, hay otra imagen impresionante: filas de filas de filas de tiendas de acampar aparecen en el paisaje. Uno camina unos 600 metros y no deja de ver estas carpas pobladas de visitantes que llegaron por una aventura más extrema (o, en la de menos, que no consiguieron campo en un hostel y las ganas de estar aquí les ganaron).
Tras superar las carpas, un último rótulo gigante de bambú deja ver el inicio oficial del festival. ENVISION, en mayúsculas, se lee. De ahí en adelante empieza este “otro país” que provoca la fruición de todos los presentes.
Es fácil emocionarse. Desde que uno entra hay un “noséqué” difícil de explicar. Cuento con los dedos de una mano la cantidad de personas que conozco que habían ido a Envision antes que yo y me habían advertido que hay una “buena vibra” especial. No hay preocupaciones; hay desconexiones del mundo fuera de Uvita.
El calor es férreo, pero no parece importar demasiado. La gente suda y la nariz se impresiona de algunos malos olores de ciertos transeúntes, pero para ser franco, no es algo de qué preocuparse. Poco a poco la transpiración se vuelve parte del ecosistema y deja de importar. Simplemente muchos vienen a sudar como nunca antes.
En las tarimas que reciben al festival la gente baila sincronizada, sin camisas, uniendo sus cuerpos en movimiento. El videógrafo que me acompaña se ve seducido por la danza y decide unirse. Minutos después me diría que “simplemente sentí la necesidad de hacerlo” y que fue muy liberador. “Una experiencia humana”, es el término que utiliza.
En otras tarimas hay charlas y talleres, todo en inglés. Eso es un punto importante: el Envision (que por cierto es organizado por una productora internacional del mismo nombre) está diseñado a la talla de los turistas extranjeros, por lo que el español apenas se oye.
De hecho pasó algo curioso: cuando los artistas gritaban “COSTA RICA” como un saludo desde el escenario, no aparecían gritos ni nada similar ya que la mayoría del público era extranjero. Es gracioso porque, en más de una ocasión, otros latinos se me acercaron a hablarme en inglés sin sospechar que soy costarricense y viceversa.
Unos argentinos me preguntaron en inglés una información de una tarima, yo les contesté en el mismo idioma y al terminar de hablarles, el argentino volteó donde su amigo y le dijo: “qué bien, vamos a verlos”, en español.
Una de las pocas conversaciones que tuve en mi idioma natal fue con Yaniv Shanti, un activista josefino que dirige El Despertador, una escuela de felicidad que se ubica en Los Yoses, en San Pedro.
Shanti es un invitado habitual del Envision porque su consigna coincide con los valores del festival: buena energía, reencontrarse con uno mismo y la superación personal.
Él no es más que sonrisas. Con los brazos cruzados y los hombros relajados, me cuenta entre risas que el Envision es distinto; que él lleva años dando clases sobre felicidad en San José y la reacción que hay aquí en Uvita es otra.
“La gente aquí está muy abierta de mente y es muy apuntada”, asegura, “la felicidad es algo que se recuerda; no que se aprende. Esto es algo que no es sencillo de entender y a veces las charlas al respecto son muy difíciles, pero aquí en Envision me resulta mucho más sencillo conectar con las personas”.
Shanti se queda en una de las tiendas de acampar que están en el corazón del festival. Ahí hay decenas de campistas con los que comparte. Saluda a un muchacho que se le acerca y lo abraza. A otro lo saluda a lo lejos. Todos sonríen. Todos parecen conocerse.
El recorrido en el festival continúa. A la altura del sexto día, noto un descubrimiento sorprendente: no hay basura. Nada. Ni una lata. Ni una botella. Nada.
Esto deviene de varias vías: la primera, los valores del festival. El Envision es cero residuos y no se permite entrar ni siquiera con brillantina en la cara (glitter) que no sea amigable con los arrecifes coralinos.
También se exhorta a los visitantes a traer su botella y plato reutilizable para comer. En caso de no hacerlo, hay dos opciones: la comida se sirve en una hoja de plátano y el fresco en una pieza de bambú y, si la porción no alcanza allí, la persona debe alquilar un plato por $5 en un puesto llamado Dishcoteca (es un juego de palabras: ‘dish’ significa plato en inglés).
Una vez utilizado el plato o el vaso, la dishcoteca lo reciba y le da al visitante un voucher para volver a alquilar otro plato, esta vez sin costo.
Los precios, eso sí, pueden lastimar billeteras. Un batido de frutas cuesta $10 (unos ¢5.400) y una porción grande de pizza $16 (unos ¢8.700), además de la propina, para darse una idea.
Similar es con el desplazamiento. Por ejemplo, de mi hostel ubicado a 5 kilómetros del festival, un taxi cobra ¢8000 por un transporte de 8 minutos.
Ya que hablamos de números, los precios de las entradas al festival son los siguientes: $249 (unos ¢137.000) para asistentes centroamericanos, $729 (unos ¢400.800) para visitantes internacionales y hay un paquete VIP que cubre traslados ida y vuelta al aeropuerto, estadía bajo sombra en cabañas dentro del festival, excursiones a cataratas y otras amenidades, por un costo de $1.300 (unos ¢715.000).
En las cajas de comentarios sobre el Envision, es habitual leer que por estos costos el festival es “una liberación para hippies a través del dinero”. Luigi está al tanto de estas opiniones, pero no les da importancia. “Cuando uno está aquí en el festival se da cuenta que el Envision es un agente del bien”, dice.
Para comprobarlo, suelta números: el Envision ha dejado más de 80 mil árboles plantados en Uvita (17 mil se plantaron en lugares donde antes era una finca ganadera), se donaron en pandemia $18 mil al Hospital de Ciudad Cortés y $8 mil a la comunidad de Uvita (en el 2021 y 2022 no hubo Envision a causa del covid-19), se invirtieron $17 mil en mejoras para el sistema de agua de la zona, se han construido puentes colgantes para que monos no sean atropellados en la carretera y se han recolectado 30 toneladas de basura.
“La gente siempre hablará, uno lo sabe”, dice Luigi, “pero creo que es injusto demeritar el festival sin venir y ver todo lo que aquí se hace”.
Otros apuntes
Un festival, eso sí, no solo vive de buenas intenciones. Más allá de la espiritualidad y la buena vibra, hay niveles de exigencia en cuanto a producción se refiere.
En Envision es sorprendente que, por ejemplo, ninguna tarima sea titulada con el nombre de alguna marca de cerveza o de una compañía telefónica, como pasa con el resto de eventos similares en el país.
Más bien, las tarimas de conciertos están hechas de bambú, cuerdas y materiales reciclables.
En la tarima llamada Luna, una de las más bellas, no hay un escenario común. El escenario emula la cara de un cacique y, al centro de la instalación, se colocan DJS mientras que a sus lados hay shows de acrobacia, fuegos y malabarismo.
En otro de los sitios de conciertos, titulado Lapa, hay una dinámica particular. El DJ está en lo más alto de una cabaña de paja y hojas y abajo la gente baila, codo con codo, siendo rociada por unas regaderas de agua que hacen que los más de 32 grados celsius del Pacífico Sur se olviden.
En una de las tardes del festival, Luigi se puso a mi lado en el dancefloor. Allí empezamos a hablar de las regaderas y del clima, hasta que él mismo me interrumpió. “Mae, por cierto. ¿Te das cuenta que estamos hablando como si nada? Hay un concierto en medio de nosotros y no nos estamos gritando”.
Tiene razón. Siempre en los conciertos hay que desgalillarse para emitir palabra con el compañero de baile. “Esto es una buena producción de sonido”, dice Luigi quien, por cierto, es músico. Actualmente, Luigi trabaja con el dúo Santos Y Zurdo y en su carrera ha estado con bandas como la mexicana Camilo Séptimo y la nacional Patterns. Él entiende muy bien de todas las complejidades que involucra la ingeniería de sonido.
Como dato adicional, debo confesar que, al llegar al dormitorio después de cada jornada musical, nunca enfrenté ese inquietante ruido que suele quedarse en los oídos después de un concierto. Todo un logro.
¿Cómo es posible lograr un trabajo de producción de este calibre sin contar con marcas en los escenarios? Luigi es contundente: las entradas del festival lo pagan todo.
Patrick, uno de los visitantes del Envision, vino desde Nueva Jersey. Al conversar con él, aprovecho para preguntarle sobre sus consideraciones de los precios de las entradas y demás.
Él, de 25 años, me asegura que no vio ningún inconveniente. Que más bien no dudó en lanzarse hacia Costa Rica porque otros amigos suyos vendrían y se los encontraría en el festival. “Yo he escuchado en Estados Unidos tantas cosas de Envision que obvio tenía que venir. Las expectativas son muy grandes”, cuenta.
Tras varios días después del festival, yo supondría que Patrick habrá quedado satisfecho del evento. El festival deja bastantes postales, muchas de las cuales de seguro lo dejaron tan impresionado como al resto de visitantes.
Vi niños, vi bebés en sillas y en brazos. Vi adultos mayores y familias enteras. Vi a un hombre con una férula en la pierna moviendo sus brazos y su cabeza al ritmo de música electrónica.
Vi a una familia comer un helado sin gluten, una hamburguesa con pollo, un bowl con granos orgánicos y una pizza de jamón de pavo. Vi a niños mirar, sin el mínimo asombro, a gente en plena fiesta. También vi a una comunidad llamada “Sober Envision” que apoya a quienes quieren pasar el festival sin una gota de alcohol.
Vi a mujeres leyendo cartas del tarot, vi a un payaso paseando a un perro invisible, vi a un hombre tapándose del sol con un paraguas en forma de medusa.
Vi a guardas de seguridad fumando. Vi a gente tumbada en el piso, algunos de cansancio a la hora del amanecer y otros completamente ausentes a causa de alguna sustancia que desconozco. Vi gente subastando obras de arte inspiradas en experiencias psicodélicas.
Vi a un señor canoso sostener una sonrisa con una fuerza envidiable, como si mañana mismo pudiese morir sin remordimiento de su último día de vida. Vi a mujeres con traje de sirena bailar al ritmo de los timbales al momento en que el sol fue absorbido por la marea (sí, ese momento del que Luigi tanto me había advertido). Vi un amanecer abrazado por la alta jungla y cobijado por los sonidos de un DJ que tiene al festival Coachella en su hoja de vida.
Vi mucho. En Envision se ve mucho.